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La política entre represión, decretos y vetos

La sombra del colaboracionismo

Fuentes: Rebelión

Miedo y poder, colaboracionismo en tiempos de Milei.

Una mirada ingenua y superficial sobre las correlaciones de fuerzas entre -y en- los poderes del Estado argentino podría llevar a pensar que hemos alcanzado un punto culminante, un giro que, finalmente, pondría límites a la potestad cuasi omnímoda del Poder Ejecutivo sobre el resto, aportando una brisa de democraticidad. Sin embargo, esa ilusión se desvanece con el más mínimo escrutinio. La Constitución de 1994, creada, entre otras cosas, para garantizar la reelección del entonces presidente Menem, introdujo a través de la ley 26.122 el instrumento del “Decreto de Necesidad y Urgencia” (DNU), un instituto que otorga al Ejecutivo la potestad de dictar normas con fuerza de ley, sin pasar por los engorrosos trámites legislativos, siempre que ambas cámaras no lo rechacen. Aunque, en la práctica, ya se utilizaba sin marco regulatorio desde presidencias anteriores, fue concebido con carácter excepcional, para situaciones en que “circunstancias extraordinarias” impidieran el trámite ordinario. No obstante, todos los gobiernos lo usaron a discreción, sin remilgos. Cualquier semejanza con la Ley de Urgente Consideración (LUC) en Uruguay, empleada con desenfado y total atropello por el inescrupuloso e inimputable Lacalle Pou y su multicoalición derechista, será pura coincidencia dentro de la misma cándida perspectiva. Ambos mecanismos concentran el poder en una figura que, amparada en el pretexto de la urgencia, despoja de protagonismo al legislativo y convierte la pluralidad en una puesta en escena casi teatral. Ideal para reyezuelos oportunistas que no pierden tiempo en deliberaciones ni debates. En Argentina existen casos en los que los DNUs fueron parcialmente rechazados, es cierto, pero finalmente ratificados, lo que resulta insignificante frente a la avalancha de decretos emitidos, miles en total. Uno de ellos, el DNU 70/2023 de Milei, de pretensiones refundacionales, mediante el cual Javier Milei derogó o modificó decenas de leyes apenas días después de asumir la Presidencia, fue rechazado en marzo de 2024 por el Senado. Sin embargo, sigue vigente, ya que aún no ha sido tratado por la Cámara de Diputados, perpetuando sus pluriabarcativas medidas.

Pero, en un giro inusual, el Senado derogó por amplia mayoría el DNU 656/2024, que pretendía inflar el presupuesto de la Secretaría de Inteligencia de Estado (SIDE) en 100 mil millones de pesos, destinados a fondos reservados. ¿Un respiro en la sofocante atmósfera política local? En modo alguno. Tan solo un acto de autodefensa, pues las sospechas apuntaban a que esos fondos nutrirían lo que en la jerga política se conoce como “carpetazos”: insumos para chantajes, con datos sobre la vida privada y negocios de políticos, comunicadores, empresarios y personajes influyentes o competitivos, para cuando el momento lo requiera. Fue el expresidente Macri, mecenas político y principal aliado, quien retiró su apoyo para esta iniciativa, ni bien descubrió que los “servicios” merodeaban una de las causas judiciales en la que está procesado. El DNU, en consecuencia, ha sido declarado nulo de nulidad absoluta, lo que significa que la SIDE no podrá contar con esos fondos, aunque ya hayan gastado el 75%. Lo erogado ahora deja de ser secreto y se convierte en público, abriendo la puerta al derecho ciudadano de acceder a la información. Pero, fiel a su estilo, el gobierno de Milei emitió otro DNU (780/24) que reglamenta la Ley 27.275 de acceso a la información pública, modificando su anterior norma. Así, limita el derecho de la ciudadanía a escrutar los asuntos de interés público, con una distinción arbitraria entre “información pública” y “datos de naturaleza privada”. ¿Creerá el lector que este decreto también será derogado en aras de la transparencia? La respuesta, como tantas otras en esta administración, se esfuma en la sombra de la opacidad. La sustracción del apoyo al Ejecutivo es, por el momento, solo una excepción puntual en este caso de espionaje.
El mismo cuerpo legislativo ratificó el veto del presidente Milei sobre la ley de movilidad jubilatoria, que ofrecía una compensación irrisoria frente a la licuación de haberes por inflación: unos humillantes 12 dólares o apenas 6 kg de pan para quienes sobreviven con la mínima. El rechazo al levantamiento del veto significa que ya no será necesario someterlo a consideración del Senado, rigiendo directamente la ley de ajuste previa, sin posibilidad de otra modificación. Las dos terceras partes necesarias para rechazar el veto, que con holgura habían conseguido aprobar la nueva norma, no se reeditó contra él. Además de los representantes del partido de Milei (LLA), una proporción importante de los seguidores de Macri (PRO) y cinco diputados del partido radical (UCR) cambiaron el apoyo original a la ley por el apoyo al veto. En el caso de estos últimos, se los denunció por la obtención de favores personales, lo que los llevó a la separación provisoria del partido. Mientras esta vuelta de campana se producía en el recinto, afuera se reiteraba la salvaje represión a las protestas de los jubilados con palos y gases. La novedad de este caso fue que, entre las víctimas de los gases, hubo una niña de 10 años y un niño de 9. En el caso de la primera, mientras estaba sentada con su madre en la calle, un policía le disparó gas a centímetros de su cara. En el otro, el niño se descompuso al inhalarlo del ambiente cuando, también con su madre, pasaba por la zona luego de una consulta médica.

La respuesta oficial fue, como en tantas otras ocasiones, la perversa inversión de roles: la víctima convertida en victimario. El caso más resonante fue el de la niña, cuya madre fue señalada con el dedo acusador por la ministra de Seguridad, Bullrich, tildándola de irresponsable por asistir a la marcha con su hija. Su viceministra, Monteoliva, desfiló por los canales oficialistas exhibiendo un video borroso, donde una tenue nube rosada -que aseguraba ser pimienta en polvo- se alzaba entre los manifestantes, mientras en la escena no aparecía un solo policía. Declaró con cinismo que allí se encontraba el verdadero agresor de la niña. Sin embargo, al día siguiente, la verdad emergió como un relámpago en plena tormenta: un video mostraba con nítido detalle el preciso instante en que un agente, desoyendo los gritos de advertencia, disparaba el gas directamente hacia la niña. El primer video era un montaje. Hasta un periodista acólito, cómplice de la primera versión, tuvo que retractarse y, con la vergüenza a cuestas, pedir la renuncia de la ministra y de todos los responsables. Tal atrocidad y su posterior justificación se entienden en el marco de un clima de época que busca criminalizar la protesta, donde la mendacidad y la corrupción fluyen desde las cúpulas. Este proceder se ampara en normas como el protocolo de seguridad y un DNU, no derogados, que intentan vestir de legalidad lo que no es más que la desnudez del atropello a los derechos humanos más básicos. Mis padres no asistían a protestas. Fui solo por primera vez a los 13 años, y desde entonces me he nutrido de ellas. ¿Qué clase de impunidad ideológica permite afirmar que una familia, o cualquier individuo, no puede manifestarse con sus hijos? ¿Quién cuidará de los niños de las cientos de miles de mujeres -y hombres- que llenan y llenamos las calles cada 8 de marzo? ¿Cómo es posible que una de las vivencias más ricas en educación cívica para los menores sea ahora tachada de irresponsable o ilegal?

Un cierto lugar común en los progresismos nos lleva a interpretar de inmediato el fenómeno represivo como una confrontación entre pobres, una suerte de imposibilidad para tejer lazos entre intereses objetivos comunes. Sin embargo, además de los procesos de selección de represores, elegidos por su carácter sádico, violento o psicopatológico, un artículo del diario Página 12 aporta precisiones desde una perspectiva económica que matizan estos preconceptos. En primer lugar, los «robocops» que avanzan con sus escudos, disparan gas pimienta y apalean sin miramientos ostentan jerarquías nada menores: inspectores en la policía federal y alféreces en la gendarmería, o incluso cargos superiores como principal y hasta segundo comandante. Con sus adicionales por antigüedad, riesgo y prevención, perciben hasta diez veces lo que cobran los jubilados que reprimen. Una cifra nada desdeñable, que llega al 70% del salario presidencial del pasado mayo (según el último registro), para dimensionar la magnitud de estos ingresos. Aunque el oficio de la crueldad y la violencia física no se explica únicamente por el salario, este dato complementa la caracterización del perfil.

No es la primera vez que subrayo la complicidad de una vasta mayoría del arco político con esta etapa de descomposición terminal en la política argentina. La relación entre los poderes legislativo y ejecutivo, este último debilitado en el primero por la falta de experiencia, tradición y acumulación política, se ve agravada por la inacción cómplice del poder judicial. Todo esto deriva en una hegemonía cada vez más presidencialista, donde el poder de la pluma decreta a su antojo y las cámaras bajan la mirada. Decretos que no son rechazados por una simple mayoría, vetos a leyes que, aun impulsadas por mayorías rotundas, se disuelven en el aire cuando no se reafirman tras ser vetadas. Y la constante omisión del poder legislativo de examinar la constitucionalidad o la simple legalidad de las normativas refuerza esa sensación de una impunidad sistemática, como un engranaje bien aceitado de complicidad. Evitando disimulos, Milei ofreció en la quinta presidencial un asado para los 87 héroes que impidieron levantar el veto, aunque con la simulación de austeridad para abonar una módica suma por cada cubierto.

Aún consciente de las distancias objetivas, cuando aludo a colaboración, no puedo dejar de pensar en el régimen de Vichy con el Tercer Reich, que la oficializaba tras el armisticio de junio de 1940. Consistía en cumplir las normativas alemanas y cooperar con sus autoridades. El líder de entonces, Pétain, justificó esta colaboración como una forma de aliviar las dificultades de la ocupación para Francia, mientras promulgaba leyes antisemitas y facilitaba redadas contra judíos. Aquel colaboracionismo adoptó varias formas: estatal, con la policía sirviendo a la ideología nazi; fascista, mediante grupos políticos que apoyaban la guerra junto a Alemania; y económica, con empresarios colaborando en la concentración económica dirigida por el régimen nazi. Tampoco se trataba solo de colaboración formal, ya que muchos ciudadanos participaban en formas menos institucionales, como denunciar a sus compatriotas a las autoridades nazis o simplemente tolerar la ocupación. Un tipo de colaboracionismo que respondía a motivaciones diversas, incluyendo el odio racial y la ideología del orden. En nuestro caso solo hablamos de la sumisión de la mayoría parlamentaria argentina actual hacia el gobierno de Milei y de una ciudadanía que no desborda las calles por miedo o aquiescencia. Los primeros, por alineación ideológica y acuerdos de fondo, temor a consecuencias políticas o directo interés material. O todo junto, menos principios.

Así, el colaboracionismo de antaño se reinventa en formas más sutiles, pero no menos devastadoras, donde el miedo y el interés personal construyen el silencio que, entre sombras, observa cómo el poder aplasta valores. Con o sin armas enfrente, la rendición está en marcha.

Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.