Hay dos tipos de corresponsales de guerra. El primer tipo no asiste a conferencias de prensa. No suplica a generales y políticos para que les concedan entrevistas. Asumen riesgos para informar desde zonas de combate. Envían a sus espectadores o lectores lo que ven, que casi siempre es diametralmente opuesto a las narrativas oficiales. Este primer tipo, en todas las guerras, es una pequeña minoría.
Luego está el segundo tipo, la masa informe de autodenominados corresponsales de guerra que juegan a la guerra. A pesar de lo que dicen a los editores y al público, no tienen intención alguna de ponerse en peligro. Les complace la prohibición israelí de que los reporteros extranjeros entren en Gaza. Suplican a los funcionarios que les proporcionen información de fondo y les concedan ruedas de prensa. Colaboran con los responsables de su Gobierno que imponen restricciones y normas que los mantienen alejados del combate. Difunden servilmente todo lo que les proporcionan los funcionarios, gran parte de lo cual es mentira, y fingen que son noticias. Se unen a pequeñas excursiones organizadas por el ejército —espectáculos para impresionar— en las que se visten de gala y juegan a ser soldados y visitan puestos avanzados donde todo está controlado y coreografiado.
Los enemigos mortales de estos farsantes son los verdaderos reporteros de guerra, en este caso, los periodistas palestinos en Gaza. Estos reporteros los desenmascaran como aduladores y lameculos, desacreditando casi todo lo que difunden. Por esta razón, los farsantes nunca pierden la oportunidad de cuestionar la veracidad y los motivos de los que están sobre el terreno. Vi cómo esas serpientes hacían esto repetidamente con mi colega Robert Fisk.
Cuando el reportero de guerra Ben Anderson llegó al hotel donde se alojaban los periodistas que cubrían la guerra en Liberia —en sus propias palabras, «emborrachándose» en los bares «a cuenta de la empresa», teniendo aventuras amorosas e intercambiando «información en lugar de salir a buscarla»—, su imagen de los reporteros de guerra sufrió un duro golpe.
«Pensé: por fin estoy entre mis héroes», recuerda Anderson. «Aquí es donde he querido estar durante años. Y entonces, el camarógrafo que me acompañaba, que conocía muy bien a los rebeldes, nos llevó con ellos durante unas tres semanas. Volvimos a Monrovia. Los chicos del bar del hotel nos dijeron: «¿Dónde habéis estado? Pensábamos que os habíais ido a casa». Les respondimos: «Salimos a cubrir la guerra. ¿No es ese nuestro trabajo? ¿No es eso lo que se supone que hay que hacer?».
«La visión romántica que tenía de los corresponsales extranjeros se desvaneció de repente en Liberia», continuó. «Pensé que, en realidad, muchos de esos tipos eran unos farsantes. Ni siquiera estaban dispuestos a salir del hotel, y mucho menos a abandonar la seguridad de la capital y hacer realmente su trabajo».
Pueden ver aquí una entrevista que le hice a Anderson.
Esta línea divisoria, que se repitió en todas las guerras que cubrí, define la cobertura informativa del genocidio en Gaza. No es una división de profesionalidad o cultura. Los reporteros palestinos exponen las atrocidades israelíes y desmontan las mentiras israelíes. El resto de la prensa no lo hace.
Los periodistas palestinos, perseguidos y asesinados por Israel, pagan con sus vidas, como muchos grandes corresponsales de guerra, aunque en un número mucho mayor. Israel ha asesinado a 245 periodistas en Gaza según un recuento y a más de 273 según otro. El objetivo es ocultar el genocidio en la oscuridad. Ninguna de las guerras que he cubierto se acerca a estas cifras de muertos. Desde el 7 de octubre, Israel ha asesinado a más periodistas «que la Guerra Civil estadounidense, la Primera y la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Corea, la Guerra de Vietnam (incluidos los conflictos en Camboya y Laos), las guerras en Yugoslavia en los años 90 y 2000, y la guerra posterior al 11-S en Afganistán, todas ellas juntas». Los periodistas en Palestina dejan testamentos y vídeos grabados para que se lean o se reproduzcan tras su muerte.

Los colegas de estos periodistas palestinos en la prensa occidental transmiten desde la valla fronteriza con Gaza ataviados con chalecos antibalas y cascos, donde tienen tantas posibilidades de ser alcanzados por metralla o una bala como de ser golpeados por un asteroide. Corren como lemmings a las ruedas de prensa de los funcionarios israelíes. No sólo son enemigos de la verdad, sino también enemigos de los periodistas que realizan el verdadero trabajo de informar sobre la guerra.
Cuando las tropas iraquíes atacaron la ciudad fronteriza saudí de Khafji durante la primera Guerra del Golfo, los soldados saudíes huyeron presos del pánico. Dos fotógrafos franceses y yo vimos a soldados frenéticos requisando camiones de bomberos y corriendo hacia el sur. Los marines estadounidenses hicieron retroceder a los iraquíes. Pero en Riad, se informó a la prensa de que nuestros valientes aliados saudíes defendían su patria. Una vez terminados los combates, el autobús de la prensa se detuvo a unos kilómetros de Khafji. Los reporteros del grupo salieron del autobús, escoltados por militares. Hicieron reportajes en directo con el sonido lejano de la artillería y el humo como telón de fondo y repitieron las mentiras que el Pentágono quería contar.
Mientras tanto, los dos fotógrafos y yo fuimos detenidos y golpeados por la policía militar saudí, enfurecida porque habíamos documentado la huida precipitada de las fuerzas saudíes cuando intentábamos salir de Khafji.
Mi negativa a acatar las restricciones impuestas a la prensa en la primera Guerra del Golfo llevó a los demás reporteros del New York Times en Arabia Saudí a escribir una carta al editor de internacional diciendo que estaba arruinando la relación del periódico con el ejército. Si no hubiera sido por la intervención de R.W. «Johnny» Apple, que había cubierto la guerra de Vietnam, me habrían enviado de vuelta a Nueva York.
No culpo a nadie por no querer ir a una zona de guerra. Es una señal de normalidad. Es racional. Es comprensible. Aquellos de nosotros que nos ofrecemos voluntarios para ir al combate —mi colega Clyde Haberman, del New York Times, bromeó una vez diciendo que «Hedges se lanzará en paracaídas a una guerra con o sin paracaídas»— tenemos evidentes defectos de personalidad.
Pero culpo a los que fingen ser corresponsales de guerra. Causan un daño tremendo. Difunden narrativas falsas. Enmascaran la realidad. Actúan como propagandistas, ya sea a sabiendas o sin saberlo. Desacreditan las voces de las víctimas y exoneran a los asesinos.
Cuando cubrí la guerra en El Salvador, antes de trabajar para The New York Times, la corresponsal del periódico repetía obedientemente todo lo que le daba la embajada. Esto tuvo como consecuencia que mis editores, así como los editores de los demás corresponsales que sí informaban sobre la guerra, cuestionaran nuestra veracidad e «imparcialidad». A los lectores les resultaba más difícil comprender lo que estaba sucediendo. La narrativa falsa neutralizaba y, a menudo, se imponía a la real.
Las calumnias utilizadas para desacreditar a mis colegas palestinos, afirmando que son miembros de Hamás, me resultan tristemente familiares. Muchos reporteros palestinos que conozco en Gaza son, de hecho, bastante críticos con Hamás. Pero incluso si tuvieran vínculos con Hamás, ¿qué más da? El intento de Israel de justificar los ataques contra los periodistas de la cadena de medios Al-Aqsa, dirigida por Hamás, también constituye una violación del artículo 79 del Convenio de Ginebra.
Trabajé con reporteros y fotógrafos que tenían creencias muy diversas, incluidos marxistas-leninistas en Centroamérica. Esto no les impedía ser honestos. Estuve en Bosnia y Kosovo con un camarógrafo español, Miguel Gil Moreno, que más tarde fue asesinado junto con mi amigo Kurt Schork. Miguel era miembro del grupo católico de derechas Opus Dei. Pero era también un periodista de enorme valentía, gran compasión y probidad moral, a pesar de sus opiniones sobre el gobernante fascista español Francisco Franco. No mentía en sus informaciones.
En todas las guerras que cubrí, fui atacado por apoyar o pertenecer a cualquier grupo que el gobierno, incluido el Gobierno de Estados Unidos, intentara aplastar. Me acusaron de ser una herramienta del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional en El Salvador, de los sandinistas en Nicaragua, de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca, del Ejército Popular de Liberación de Sudán, de Hamás, del gobierno musulmán de Bosnia y del Ejército de Liberación de Kosovo.
John Simpson, de la BBC, como muchos reporteros occidentales, sostiene que «el mundo necesita reportajes honestos e imparciales de testigos presenciales para ayudar a la gente a formarse una opinión sobre los principales problemas de nuestro tiempo. Hasta ahora, esto ha sido imposible en Gaza».
La suposición de que si los periodistas occidentales estuvieran en Gaza la cobertura mejoraría es ridícula. Créanme. No sería así.
Israel prohíbe la prensa extranjera porque en Europa y Estados Unidos existe un sesgo a favor de los reportajes de los periodistas occidentales. Israel es consciente de que la magnitud del genocidio es demasiado grande para que los medios occidentales puedan ocultarla o minimizarla, a pesar de todo el espacio que dedican a los apologistas israelíes y estadounidenses. Israel tampoco puede continuar su campaña sistemática de aniquilación de periodistas en Gaza si tiene que lidiar con los medios de comunicación extranjeros en su territorio.
Las mentiras israelíes amplificadas por los medios de comunicación occidentales, incluido mi antiguo empleador, The New York Times, son dignas de Pravda. Bebés decapitados. Bebés cocinados en hornos. Violaciones masivas por parte de Hamás. Cohetes palestinos errantes que causan explosiones en hospitales y masacran a civiles. Túneles secretos y centros de mando en escuelas y hospitales. Periodistas que dirigen las unidades de cohetes de Hamás. Manifestantes contra el genocidio en los campus universitarios que son antisemitas y partidarios de Hamás.
Cubrí el conflicto entre palestinos e israelíes, gran parte de ese tiempo en Gaza, durante siete años. Si hay un hecho indiscutible, es que Israel miente como respira. La decisión de los periodistas occidentales de dar credibilidad a estas mentiras, de darles el mismo peso que a las atrocidades israelíes documentadas, es un juego cínico. Los periodistas saben que estas mentiras son mentiras. Pero ellos, y los medios de comunicación que los emplean, valoran el acceso —en este caso, el acceso a los funcionarios israelíes y estadounidenses— por encima de la verdad. Los periodistas, así como sus editores y directores, temen convertirse en blanco de Israel y del poderoso lobby israelí. No hay ningún coste por traicionar a los palestinos. Se sienten incapaces de actuar.
Si se denuncian esas mentiras, rápidamente se verán rechazadas las solicitudes de ruedas de prensa y entrevistas con funcionarios. Los responsables de prensa no les invitarán a participar en visitas organizadas a unidades militares israelíes. Tanto tú como tu organización de noticias sufriréis un ataque feroz. Te quedarás marginado. Los editores rescindirán el contrato o el empleo. Esto no es bueno para la carrera profesional. Por lo tanto, las mentiras se repiten obedientemente, por absurdas que sean.
Es patético ver a estos reporteros y a sus medios de comunicación, como escribe Fisk, «luchar como tigres para unirse a estos ‘grupos’ en los que serían censurados, restringidos y privados de toda libertad de movimiento en el campo de batalla».
Cuando los periodistas de Middle East Eye Mohamed Salama y Ahmed Abu Aziz, junto con el fotoperiodista de Reuters Hussam al-Masri y los independientes Moaz Abu Taha y Mariam Daqa —que habían trabajado con varios medios de comunicación, entre ellos Associated Press— fueron asesinados en un ataque «doble» —diseñado para matar también a los primeros en llegar a atender a las víctimas de los ataques iniciales— en el Complejo Médico Nasser, ¿cómo respondieron las agencias de noticias occidentales?
«El ejército israelí afirma que los ataques contra el hospital de Gaza tenían como objetivo lo que, según ellos, era una cámara de Hamás», informó Associated Press.
«Las Fuerzas de Defensa de Israel afirman que el ataque al hospital tenía como objetivo un cámara de Hamás», anunció la CNN.
«El ejército israelí afirma que seis ‘terroristas’ murieron en los ataques del lunes contra el hospital de Gaza», rezaba el titular de la AFP.
«La investigación inicial indica que un cámara de Hamás era el objetivo del ataque israelí que mató a los periodistas», afirmó Reuters.
«Israel afirma que sus tropas vieron un cámara de Hamás antes del mortífero ataque al hospital», explicó Sky News.
Para que conste, la cámara pertenecía a Reuters, que afirmó que Israel era «plenamente consciente» de que la agencia de noticias estaba filmando desde el hospital.
Cuando el corresponsal de Al Jazeera Anas Al Sharif y otros tres periodistas murieron asesinados el 10 de agosto en su tienda de prensa cerca del hospital Al Shifa, ¿cómo lo informó la prensa occidental?
«Israel mata a un periodista de Al Jazeera que, según afirma, era líder de Hamás», tituló Reuters su noticia, a pesar de que Al Sharif formaba parte del equipo de Reuters que ganó el Premio Pulitzer en 2024.
El periódico alemán Bild publicó en portada la noticia titulada: «Terrorista disfrazado de periodista muerto en Gaza».
El aluvión de mentiras israelíes, amplificado y dotado de credibilidad por la prensa occidental, viola un principio fundamental del periodismo: el deber de transmitir la verdad al espectador o al lector. Legitima la matanza masiva. Se niega a pedir cuentas a Israel. Traiciona a los periodistas palestinos, a los que informan y son asesinados en Gaza. Y pone de manifiesto la bancarrota de los periodistas occidentales, cuyos principales atributos son el arribismo y la cobardía.
Chris Hedges es un escritor y periodista que ganó el Premio Pulitzer en 2002. Fue corresponsal en el extranjero durante quince años para The New York Times.
Texto en inglés: The Chris Hedges Report, traducido por Sinfo Fernández.
Fuente: https://vocesdelmundoes.com/2025/09/01/la-traicion-a-los-periodistas-palestinos/