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Tragicomedia parlamentaria de fin de ciclo

El punto y coma de la historia: Argentina vota su propio cansancio

Fuentes: Rebelión

La libertad bajo contrato: el voto argentino en tiempos de vasallaje

El país se prepara para una elección de medio término que huele a fin de ciclo, más por el clima de época que por los cargos en juego. Por primera vez, los argentinos votaremos con una Boleta Única Papel. La boleta única, sin sobre y con birome, será el espejo de un tiempo que busca simplificar el acto electoral con la tinta indeleble de una marca solitaria. Allí donde antes había cuartos oscuros saturados de colores partidarios, hoy habrá columnas simétricas que invitan al votante a marcar con precisión quirúrgica la cabeza partidaria que le sobreviva a la duda. Es solo un cambio menor al interior del dispositivo electoral (que siquiera contempló la situación de los ciudadanos con discapacidad visual).

1. Camino al desencanto

Pero esa duda -esa respiración entre la convicción y el desencanto- ya no es un accidente: es el nuevo rostro del voto. En una democracia exangüe como la Argentina, el votante contemporáneo ya no duda sólo entre candidatos, sino entre creer o no creer en el sistema que los produce. La indecisión es su modo de resistencia, su refugio frente al dogma de la polarización. La democracia representativa ya no goza de la legitimidad incuestionable y complaciente que se forjó a la salida de la monstruosa dictadura, sumado al derrumbe del Este y al vacío teórico de la izquierda. Alfonsín supo capitalizar aquel espíritu de época. Su crisis no es de procedimientos, sino de fundamento: la distancia estructural entre representantes y representados permanece intacta, apenas recubierta por la ilusión electoral. Dudar, en tiempos de certezas ruidosas, se vuelve un acto político de prudencia: la forma más silenciosa de protesta.

Mientras tanto, el oficialismo intenta recomponer una épica que se le deshace entre cifras absurdas y sermones, la oposición busca un enemigo que ya no la teme, ni siquiera la escucha. Como anticipa el pragmático liberal Durán Barba, ex asesor de Macri, “no es la economía, estúpido”: la razón no es el motor del voto, sino el deseo. No habrá tanto una elección racional como un plebiscito emocional, una especie de psicoanálisis colectivo donde el votante marcará -con su birome- la línea entre el desencanto y la esperanza: una sesión de terapia nacional donde el votante se recuesta en la urna para confesar su desengaño.

El cambio técnico que introduce la Boleta Única Papel encierra, sin embargo, una mutación más aparente que real. Se celebra su adopción como si fuera la lápida de la vieja lista sábana, pero su espíritu -cerrado, partidario y jerárquico- sobrevive en la nueva superficie. La boleta única no disuelve el poder de las dirigencias para puentear a sus bases, sino que sigue votándose por listas cerradas, que las oligarquías partidarias definen a dedo con los dos primeros candidatos exhibidos como retratos y el resto disuelto en el anonimato de la letra impresa. La sábana, en verdad, no desaparece: se pliega.

El Estado asume ahora la impresión, la distribución y la presentación de las listas. Allí donde antes se imprimían millones de boletas partidarias que se marchitaban en los sobres, hoy una única hoja ordena la pluralidad. El cambio promete ahorro, transparencia y practicidad, y sin duda reduce los costos y los incentivos al clientelismo. Pero también simplifica la complejidad de la política, reemplazando la profusión caótica de papeles por un formulario. El votante, entretanto, ya no se siente parte de ese engranaje que alguna vez llamamos representación. Más que elegir, administra su escepticismo. Entra al cuarto -o a lo que queda de él- como quien firma un trámite más que un destino. Su decisión ya no proviene del fervor partidario, sino de la oscilación emocional: el hartazgo, la ironía, la sospecha o el miedo. Es el ciudadano posideológico que describen varios estudios recientes: pragmático, cambiante, más atento al humor social que a las ideas. El viejo votante militante se ha vuelto un usuario del sistema político. La boleta única, con su orden pulcro y su estética de formulario, parece hecha a su medida: un espejo administrativo para una ciudadanía emocionalmente tercerizada, que ya no espera de la política un relato, sino apenas una señal de que todavía vale la pena dudar.

2. Elegir al borde del abismo

La economía argentina continúa en terapia intensiva, aunque ahora el equipo médico internista es extranjero. El auxilio que llega de Washington no es un gesto solidario, sino una tutela. Lo que se presenta como salvataje -ese swap de veinte mil millones de dólares que podría duplicarse si el obediente paciente sobrevive al escrutinio electoral- es, en verdad, una sonda geopolítica que mide hasta dónde puede llegar la subordinación. Su frase, “si Milei no gana, no seremos generosos con la Argentina”, no fue un exabrupto, sino una confesión imperial: la ayuda se ofrece a condición de sumisión. El Tesoro norteamericano actúa como un Banco Central de ultramar, interviniendo en el mercado cambiario, dictando el precio del dólar y hasta sugiriendo -desde las páginas del Wall Street Journal– que toda la terapia económica sería inútil sin una dosis final de dolarización. La doctrina Monroe renace en versión financiera: América para los americanos… del Norte. Y mientras las reservas se inflan con aire prestado, la soberanía se disuelve en la tinta de los comunicados oficiales. No creo posible que haya país que pueda llamarse libre cuando su estabilidad depende del humor de Wall Street. Lo que en el discurso libertario se presenta como rescate, hasta el diario La Nación recuerda que es en realidad una forma de intervención. Scott Bessent, secretario del Tesoro, llegó a declararse responsable del gobierno argentino, desplazando al propio Milei del timón.

Cada desembolso es una cuerda invisible que ata el destino argentino al ciclo electoral de Washington. Como advierte el propio Wall Street Journal, el rescate sería inútil sin una “reforma monetaria que dolarice la economía”, es decir, sin convertir la sumisión económica en ley. En ese espejo, Milei se contempla como el alumno más aplicado del neoliberalismo tardío: privatiza, ajusta y agradece. Pero el precio del aplauso es la cesión del timón. El país se sostiene, así, a la deriva de los vientos de Trump.

El salvataje, así, no sólo financia la economía: financia la ilusión. El Gobierno traduce la ayuda extranjera como un gesto de confianza mundial, cuando en realidad es un voto de desconfianza que llega con sello diplomático. El dólar prestado compra tiempo y relato, ambos perecederos. En esa transacción, Milei actúa como un médium del mercado: canaliza los dictados del norte, los reviste de épica libertaria y los vende como soberanía. Las elecciones de medio término, en ese marco, no decidirán entre programas, sino entre tutores. “Si Milei pierde, Argentina perderá el apoyo de los Estados Unidos”, dijo Trump, borrando las fronteras entre campaña y tutela, entre soberanía y obediencia.

El Fondo Monetario Internacional, por su parte, se unió al coro. Kristalina Georgieva, con la serenidad de los conversos, pidió “votar por la normalidad” y celebrar el retorno al orden. La palabra “normal”, en su boca, es más inquietante que cualquier amenaza: significa resignación, disciplina y aceptación del hambre como política de Estado. Milei se convirtió así en el mediador perfecto de una cruzada neoliberal que no necesita tanques, sólo tecnócratas obedientes. Como recuerda el premio nobel Paul Krugman, el rescate no busca salvar a la Argentina, sino a los fondos de cobertura amigos de Bessent que apostaron por ella. “America First”, escribe con ironía, “significa en verdad Billionaire Buddies First”. La historia se repite, pero cada vez con menos disimulo.

La sombra que proyecta ese auxilio tiene contornos aún más turbios. La prensa internacional ya lo llama narco-dependencia imperial: la “ayuda financiera” convive con la expansión del narcotráfico y la flexibilización de los controles que lo regulaban. El nuevo orden hemisférico se parece a un casino administrado desde el norte, donde el dinero sucio se lava en nombre de la libertad. En ese tablero, Milei cumple el papel del croupier: sonríe, gira la ruleta y agradece las propinas. Argentina, mientras tanto, se juega entera por una ficha prestada.

3. Escenarios y espejismos electorales

La política argentina se parece cada vez más a una tragicomedia sin cambio de elenco. Las elecciones de medio término se anuncian con escándalos nuevos, pero con actores viejos. El caso de José Luis Espert que tratamos hace un par de semanas-caído por sus vínculos con el narcotraficante Fred Machado- resume la farsa moral del oficialismo. No se trata de una manzana podrida, sino del árbol entero: los que predican la pureza del mercado terminan hundidos en sus lodos más opacos. Y cuando el candidato liberal se desploma, otra candidata libertaria queda envuelta en un escándalo que desnuda la frontera difusa entre la política y el narco-delito. Lorena Villaverde, principal postulante al Senado por La Libertad Avanza en Río Negro, admitió haber estado detenida en Estados Unidos. Su vínculo con Claudio Ciccarelli, primo del citado Machado, completó el cuadro. El eco de ese apellido, el mismo que financió la campaña de Espert, volvió a resonar como una parábola del poder libertario.

La escena no es nueva, sólo más explícita. La moral ultraliberal florece, pero en las fronteras porosas del crimen y la farándula. En la misma semana en que Milei denunciaba a “la casta corrupta”, sus propios candidatos quedaban atrapados en un entramado de financistas prófugos, amistades dudosas y espectáculos judiciales. Lo que antes se insinuaba como metáfora hoy es crónica: la ética del mercado se ha vuelto indistinguible de su contracara, el delito organizado. Carlos Pagni sintetizó esa paradoja en una escena: el caso Espert, envuelto en financiamiento narco, revela que la bandera anticasta se hunde en la misma ciénaga que denunciaba. La corrupción dejó de ser monopolio del Estado para devenir mercado.

En este paisaje de escándalos y ruinas, nada esencial cambia. El oficialismo, sostenido por la alianza de Washington y los fondos de cobertura, conserva su núcleo duro; la oposición, fragmentada entre moderados y nostálgicos del Estado, no consigue articular una alternativa. Ni siquiera el malestar económico -una recesión que hunde industria, comercio y empleo- logra redistribuir la correlación de fuerzas. La sociedad, fatigada y polarizada, parece anestesiada por la continuidad del desastre: votará como quien renueva un contrato que no entiende, pero teme romper.

Milei, que alguna vez prometió encarnar la furia del cambio, se volvió el protagonista de una ópera bufa que dirige y protagoniza al mismo tiempo. Su micrófono reemplazó al atril y su falsete a la consigna. Cada acto de gobierno se transforma en número musical, y cada conferencia en un unplugged del poder. El presidente-cantante, convertido en ídolo de sí mismo, sube al escenario con la bandera como capa y el déficit como partitura. Lo acompañan ministros devenidos coristas que entonan la melodía del milagro económico mientras el país desafina en la realidad. La paradoja es que, bajo el ruido ensordecedor del show, nada se mueve. La estructura del poder permanece intacta: las provincias dependientes de la coparticipación, los sindicatos divididos, los movimientos sociales contenidos por el miedo y el hambre, el Congreso reducido a coro protocolar. La promesa de disrupción terminó siendo una restauración travestida: el neoliberalismo con peluca libertaria. El gobierno, en su cruzada contra la “casta”, se volvió su versión caricaturesca. Lo que el Milei incendiario gritaba contra los políticos, el Milei presidente lo susurra para conservarlos. En el fondo, las elecciones de medio término no decidirán entre continuidad y cambio, sino entre dos modos de continuidad. El país se mueve, sí, pero en círculo: gira como un carrusel donde cada vuelta promete vértigo y entrega, una y otra vez, la misma vista.

Así se llega a estas elecciones: entre el vértigo y el bostezo. La escena política se agita, pero la trama no cambia. Los escándalos se suceden como fogonazos en una pantalla sin profundidad, y las encuestas fluctúan dentro de los mismos márgenes que hace un año. Las instituciones parecen resistir, aunque más por inercia que por convicción, y la sociedad observa el proceso como quien ve repetirse una película con distintos subtítulos. La fatiga democrática se ha vuelto paisaje. En este país donde todo parece estar por estallar y nada termina de suceder, el voto vuelve a ser un gesto de resignación más que de esperanza. Las elecciones de medio término no prometen un giro, sino una pausa prolongada: el punto y coma de una historia que se niega a concluir.

4. La fragilidad de las hegemonías y el voto del desencanto

Las encuestas exhiben un equilibrio que esconde una inestabilidad profunda. Lo que Hanna Pitkin llamó representación simbólica se manifiesta hoy como una legitimidad emocional: el votante responde a gestos y eslóganes, no a proyectos. La democracia plebiscitaria que describía Leibholz encuentra en Milei su caricatura perfecta: un liderazgo que sustituye el ‘qué’ y el ‘cómo’ por el ‘quién”. Ningún bloque logra construir un liderazgo sólido: los márgenes entre oficialismo y oposición son angostos y movedizos, y el voto indeciso se expande como una zona gris que define sin identificarse. Es la expresión política de un malestar que no encuentra traducción partidaria. Lo que Gramsci llamaría una “crisis de hegemonía” se manifiesta aquí como multiplicación de microautoridades y subjetividades dispersas.

El llamado voto bronca se ha convertido en el verdadero árbitro del sistema. No es ya una anomalía: es el centro de gravedad electoral. Su lógica no es programática sino reactiva. Se vota menos “por” que “contra”. El ciudadano, desplazado del rol de sujeto político, se comporta como un consumidor que castiga o premia según la decepción acumulada, tal como Schumpeter enfatizó a mediados del siglo pasado. Esa emocionalidad negativa, que Varoufakis identifica como el combustible de los populismos contemporáneos, no se traduce en ruptura sino en oscilación. El votante bronca no busca transformar el sistema, sino recordarle que aún existe. En ese gesto late una paradoja: protesta para conservar la capacidad de protestar.

El caso argentino exhibe la complejidad de este proceso. La coalición oficialista intenta capitalizar el descontento, pero su propio ejercicio del poder la erosiona. La promesa de dinamitar la “casta” terminó convertida en una gestión donde el ajuste convive con la autoprotección de los privilegios. Del otro lado, la oposición progresista no logra elaborar un relato que seduzca al electorado desencantado. Su discurso racional se estrella contra un clima emocional que exige catarsis más que argumentos. El votante indeciso -ese que los encuestadores tratan como misterio- no es apático: es un sujeto saturado, escéptico, que ya no confía en la intermediación. Prefiere el silencio antes que la militancia, la abstención antes que la pertenencia. El voto bronca, el voto indeciso y el voto ausente son, en rigor, las tres formas contemporáneas del mismo fenómeno: la desafección política. Ninguna fuerza consigue transformarla en proyecto, apenas administrarla. La correlación de fuerzas, entonces, se mantiene congelada no por equilibrio, sino por fatiga. Las hegemonías débiles se retroalimentan en su impotencia recíproca. El poder no se disputa: se reanuda. Y así, la democracia argentina avanza sostenida en su propio escepticismo, convertida en un sistema que ya no representa, sino que gestiona la decepción.

5. Las opciones políticas

Lo que está en juego en estas elecciones no es una simple redistribución de bancas, sino la posibilidad de detener -o consagrar- la ofensiva libertaria. Detrás del decorado electoral se despliega un proyecto de poder que excede a Milei y a su séquito de aduladores: una movida ideológica destinada a consolidar un nuevo bloque histórico de dominación, donde el capital financiero, los lobbies extranjeros y los viejos aparatos partidarios se confunden en un mismo impulso restaurador.

El oficialismo libertario no camina solo. Lo acompaña el PRO, su hermano mayor en la genealogía neoliberal, que ha encontrado en esta alianza la oportunidad de reciclar su fracaso bajo el disfraz del purismo doctrinario. Pero también lo sostienen, de manera más silenciosa, sectores desprendidos de los partidos mayoritarios -peronistas y radicales- que, habiendo perdido el rumbo o la dignidad, se incorporan como satélites en las listas de La Libertad Avanza (LLA) o como aliados externos en la cruzada contra los derechos conquistados. En nombre de la modernización o la gobernabilidad, legitiman el avance sobre el trabajo, la educación, la seguridad social y el patrimonio público. Lo que se juega, entonces, es si esa maquinaria de desposesión logrará consolidar su hegemonía parlamentaria, sellando en el Congreso lo que ya ha impuesto en la calle y en los medios: una nueva moral del sometimiento.

Detener esa ofensiva no significa apenas votar en contra de Milei. Significa rescatar el sentido mismo de la representación democrática frente a su caricatura simbólico–plebiscitaria: impedir que la democracia se reduzca a un ritual de delegación cada vez más vaciado, donde la ciudadanía abdica de su poder y los representantes se emancipan de sus representados. El voto de octubre no es sólo un trámite: es la última frontera entre la sociedad y su conversión definitiva en clientela política del mercado.

Personalmente voto en la ciudad de Buenos Aires que elige tanto diputados como senadores. Para esta última cámara no hay otra opción que hacerlo por la peronista de Fuerza Patria (FP), esperando lograr una segunda minoría. Cualquier otra alternativa de pretensión antilibertaria, arroja el voto a la alcantarilla. Lamento que el primer candidato sea el lánguido Recalde (el único con chances de ingresar, fiel representante de “la casta”) y no quien lo secunda, Ana Arias, decana de la facultad de ciencias sociales de la UBA que le daría otra frescura, vitalidad e iniciativa a la representación.

Pero no es la única opción en diputados. El Frente de Izquierda y de los Trabajadores (FIT) ha terminado convirtiéndose en una versión especular de aquello que dice combatir. Tras catorce años de existencia, el FIT ya no es una alternativa, sino una marca registrada: un frente solo electoral, sostenido por aparatos desconfiados entre sí, que conciben la unidad como un pacto de no agresión y la militancia como la repetición de consignas simplistas y regurgitadas. Su vitalidad no proviene de la lucha de clases, sino de la rutina de las PASO (internas abiertas obligatorias).

Ciertamente participan de todas las luchas y lograron construir un aparato. Pero la experiencia que alguna vez prometió articular a la vanguardia obrera, estudiantil y feminista se redujo a una federación de siglas con reflejos sectarios, más preocupada por el reparto de candidaturas que por construir un proyecto socialista vivo. En nombre de la pureza doctrinaria, la izquierda se volvió su propio censor. Sus plenarios son liturgias cerradas donde se exorciza la heterodoxia; sus debates, tribunales de fe donde cada organización mide la herejía del otro con la misma minuciosidad con que el poder mide la obediencia.

El FIT no organiza la rabia: la administra. Convoca a los trabajadores, a los docentes, a los jubilados y estudiantes a acompañar sus listas, pero no a integrarlas ni a debatirlas. Así, la lucha se convierte en argumento de campaña y la política en ejercicio de autocontemplación. Lo que alguna vez fue el intento de edificar una alternativa de clase se ha fosilizado en un ritual identitario que confunde coherencia con aislamiento.

La paradoja final es cruel: mientras denuncia el parlamentarismo burgués, se ha vuelto su rehén más obediente. Su única victoria sostenida es la de permanecer igual a sí mismo. Sectario por supervivencia, electoral por inercia, el trotskismo argentino ha logrado lo que sus adversarios no pudieron: convertir a la izquierda en una minoría perpetua, tan pura como estéril.

Sin embargo en este contexto es una opción, más aún cuando la candidata que posiblemente logre ingresar es la ex candidata presidencial Miriam Bregman cuyo perfil, carisma y cierta heterodoxia, la separan años luz del resto de los candidatos y actuales representantes que no pasan de ser simples gritones. Es la que votaré en diputados.

En el fondo, toda elección es una disputa entre la memoria y el olvido. Esta, más que ninguna, decidirá si la sociedad argentina acepta su degradación como destino o si aún conserva el pulso para negarse. Tal vez el voto no alcance para derribar el edificio del cinismo, pero todavía puede abrir una grieta por donde entre algo de aire. Porque incluso entre ruinas hay quienes siguen creyendo que la política no es un trámite, sino un verbo en presente: el de resistir juntos para volver a merecer el futuro.

Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.