La decisión fulminante de bajar la persiana en la planta de Whirlpool en Pilar no es solo una noticia industrial: es la radiografía cruda de un país que se está quedando sin proyecto productivo. Lo que pasó ahí, en una mañana cualquiera donde 220 personas desayunaban antes de entrar a la línea de producción, sintetiza una tesis incómoda pero innegable: en la Argentina de 2025, la industria no se cae: la están empujando.
La escena es brutal. Sin previo aviso, sin una señal de alarma, sin un solo gesto de sinceramiento, los trabajadores escucharon lo impensado: la fábrica terminaba ahí mismo. De un minuto para el otro, 220 familias quedaron sin ingreso y sin horizonte. No fue un accidente, ni una crisis inesperada: fue un operativo quirúrgico, silencioso y planificado.
Lo que relatan quienes estaban en ese piso productivo es más que un testimonio gremial: es el retrato de una estrategia empresarial que aprendió demasiado rápido que, en este país, la desprotección laboral dejó de ser un riesgo para convertirse en un incentivo.
Whirlpool Pilar era una planta joven, eficiente, con niveles de producción altos y sin conflictos significativos. No había suspensiones, no había retiros voluntarios, no había un deterioro visible. De hecho, en las semanas previas, la empresa hacía gestos de absoluta normalidad: un bono de productividad confirmado, un diálogo fluido con los representantes sindicales, incluso la promesa de cuidar los puestos fijos tras la salida de eventuales.
Pero mientras daban tranquilidad hacia adentro, hacia afuera alquilaban un galpón donde acumulaban más de 90 mil lavarropas listos para vender sin necesidad de un solo trabajador. Dos años de stock para competir sin salarios ni indemnizaciones. Una fábrica cerrada, pero un negocio abierto.
El relato que emerge de la planta no es ideológico: es empírico. Los trabajadores lo dicen con una claridad que desarma cualquier manual de excusas libertarias:
“Están destruyendo la industria nacional y parece que a nadie le importa.”
En el marco de la política económica actual —recesión profunda, caída del consumo, cero regulación y hostilidad abierta hacia la organización sindical—, las multinacionales encuentran un terreno fértil para hacer lo que antes no podían: cerrar sin aviso, indemnizar rápido, trasladar la producción afuera y listo.
La pregunta que sobrevuela es simple y devastadora:
¿Quién va a invertir en un país donde el Estado renuncia a defender su propio aparato productivo?
El anuncio se hizo durante el desayuno. Sin comité de crisis, sin negociación previa, sin un aviso mínimo. Y, para colmo, con una acusación insólita: la empresa aseguró que el sindicato “estaba al tanto”. Una maniobra clásica para dividir, diluir responsabilidades y lavar culpas.
Los delegados, despedidos junto al resto, lograron pelear un 300% de indemnización. Un dato que revela otra verdad incómoda:
la vida laboral de 220 personas entró en la planilla de costos y dio un número cómodo para cerrar.
Tres años después de su inauguración —octubre de 2022 a noviembre de 2025— la planta nació y murió como un experimento barato de una multinacional que leyó mejor que nadie el clima económico actual.
El cierre también abre otra discusión mayor: la reforma laboral que impulsa el Gobierno. Una reforma que, lejos de modernizar, desarma. Que no busca “crear empleo”, sino volver irrelevante la negociación colectiva. Que transforma a cualquier trabajador en un soldado aislado frente a empresas cada vez más poderosas.
Quienes estuvieron en Whirlpool lo entienden mejor que nadie:
si una multinacional puede apagar una planta como quien apaga la luz, mañana cualquier fábrica puede correr la misma suerte.
La angustia que describen —abrazos, lágrimas, incertidumbre total— no es solo un episodio emocional: es la anticipación de un futuro posible si el país elige resignarse. Una sociedad donde los trabajadores se convierten en descartables, donde la industria se reduce a depósitos, y donde la política económica celebra cierres como si fueran “eficiencia”.
El cierre de Whirlpool en Pilar no debe leerse como un caso aislado: es una advertencia. El país puede elegir entre dos caminos:
uno donde las fábricas abren, producen, invierten y sostienen empleo formal,
o otro donde se naturaliza que 220 familias queden en la calle durante un desayuno.
Si de este episodio surge una discusión real sobre cómo reconstruir un modelo productivo, entonces algo habrá valido la pena.
De lo contrario, seguiremos viendo cómo se apaga —silenciosamente— la industria que nos hizo país.
La decisión es colectiva. Y es urgente.
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