Recomiendo:
0

La cuestión no es describir los males, el desafío es construir un diagnóstico que haga victoriosa la lucha por erradicarlo

Acerca de la «violencia institucional» y los debates en el campo popular

Fuentes: Rebelión

Como una Hidra contemporánea, la cuestión de los derechos humanos en la Argentina tiene más de una imagen, y muchas de ellas contrapuestas. Avanzan los juicios contra muchos de los ejecutores del Genocidio (al que lentamente se lo empieza a reconocer judicialmente), se condenó a miembros de la Patota Sindical de la Unión Ferroviaria y […]

Como una Hidra contemporánea, la cuestión de los derechos humanos en la Argentina tiene más de una imagen, y muchas de ellas contrapuestas. Avanzan los juicios contra muchos de los ejecutores del Genocidio (al que lentamente se lo empieza a reconocer judicialmente), se condenó a miembros de la Patota Sindical de la Unión Ferroviaria y a algunos de sus dirigentes por el crimen de Mariano Ferreyra en un fallo casi inédito y aunque de un modo algo inconsulto y bastante improvisado, se abrió un proceso de cambios en el sistema de administración de justicia que pone en cuestión algunos de los valores culturales en que éste se ha fundado desde el nacimiento de la Patria y que se potenciaron en los días de la complicidad judicial con el Terrorismo de Estado: su carácter discrecional, elitista, clasista, lenta y ajena para los pobres que pueblan las fatídicas cárceles casi sin pasar por juicio alguno como hemos denunciado recientemente.

Pero en estos mismos días, la improvisación total en el sistema de emergencias ante situaciones límites, la continuidad de un patrón urbano totalmente dominado por el interés de los empresarios y el estilo despectivo de gobernar de Macri y Bruera transformaron un evento natural (que llueva mucho en época de cambio climático no debería sorprender a nadie) en una catástrofe social de proporciones, que todavía continúa por la falta de políticas públicas de reparación a la altura de los daños sufridos por la población. Los familiares de la Masacre de Once siguen esperando el cambio de política de transporte que se prometió hace un año y fiscales, jueces y testigos del caso «Candela» sufren agresiones de todo tipo, que llegaron a la muerte de uno de ellos, ratificando que si algo es impune en la Argentina es la Maldita Bonaerense, la misma que alguna vez fue calificada como la mejor policía del mundo.

Y como si todo esto fuera poco, ayer mismo volvieron a atacar a un familiar del compañero Félix Díaz, cacique de una comunidad Qom que ha sido agredida sistemáticamente en los últimos años; a pesar de que no hace todavía un mes que el propio Secretario de Derechos Humanos de la Nación, el Dr. Martín Fresneda viajó a la provincia de Formosa para cumplir con una exigencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (resolución de la CIDH de abril de 2011 que instaba a garantizar la vida y la seguridad de la comunidad La Primavera) de modo tal que se firmó un acuerdo entre la Nación y la Provincia por el cual se acordó acoplar la Gendarmería Nacional a las labores de la Policía Provincial. Por lo que se ve, sin resultado alguno en la prevención de las agresiones que sufren los Díaz.

Casi en el mismo momento, en salones del Congreso Nacional y en carpas colocadas en Plaza Congreso, un numeroso grupo de Legisladores nacionales y provinciales, funcionarios judiciales, gubernamentales y algunos pocos representantes de organismos de derechos humanos, concluían un encuentro sobre la violencia institucional donde se instaba a superar el desafío de conquistar una «democracia sin violencia institucional».

Podríamos acordar con muchas de las afirmaciones vertidas en el Encuentro Nacional contra la Violencia Institucional, pero nos queda una pregunta sin contestar: ¿por qué razón los legisladores y ministros allí presentes (la lista es impresionante así como el «prestigio» progresista que casi todos portan) no formulan ninguna autocrítica por las políticas de seguridad «progresista» que esta «democracia representativa», que para nosotros sigue siendo restringida, formal y subordinada al poder de los ricos y poderosos de la Argentina, ha desplegado a nivel nacional y provincial?

¿Por qué se sigue apelando al artilugio de simular que se está empezando otra vez, como si la tan mentada transición a la democracia -que ya cumplió ¡treinta años!- comenzara cada vez que alguién promete conquistar lo que falta, como si tuvieramos democracia plena y verdadera, solo que tiene un pequeño defecto, un problemita, algo que la «complete» de una vez por todas?

Y por qué a diez años de vigencia de un proyecto con centralidad en los derechos humanos, como se afirma, el propio presidente de la Cámara de Diputados, Julián Domínguez, reconoce que «En los últimos 12 años murieron 1.893 personas en hechos de violencia institucional con participación de integrantes de Fuerzas de seguridad y el 49% de estas personas murió por disparos efectuados por policías que estaban en servicio» y admitió que «es necesario promover desde el Estado las políticas sociales que permitan la superación de las condiciones de exclusión que sufren los sectores más humildes, que son los más vulnerables a la violencia institucional y sobre quienes esta impacta con más fuerza» concluyendo que «La respuesta a la violencia institucional debe darse desde la política. O ponemos el oído en las demandas populares y convertimos las frustraciones en realizaciones; o criminalizamos el dolor y la respuesta es la represión, la impotencia cuando no hay razones. Y después de 30 años de democracia, no podemos hacer de la represión la respuesta a los reclamos de la sociedad»

La persistencia de las prácticas de tortura en sede policial y en los penales, el armado de causas judiciales para incriminar a los pobres y «resolver» las investigaciones incluyendo la ejecución extrajudicial sumaria que nuestro compañero León «Toto» Zimerman bautizara «Gatillo fácil» está largamente probado y comprobado por toda clase de instituciones populares como la Liga Argentina por los Derechos del Hombre, el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos y el Servicio Paz y Justicia, entes públicos como la Comisión Provincial de la Memoria de la Provincia de Buenos Aires o ámbitos especializados del sistema internacional de protección de derechos humanos, todos los cuales han emitido infinidad de informes y adevertencias.

Afirmar que el fenómeno represivo llamado violencia institucional existe no es la noticia ni el desafío; el desafío es elaborar un diagnóstico veraz que de explicación a la persistencia de conductas que la misma Asamblea del Año 13 había prohibido: la esclavitud, la tortura, la preeminencia de la Iglesia en la moral y la ética publica y la falta de respeto a los pueblos originarios; y luego de contar con el diagnóstico veraz, elaborar una estrategia de lucha para terminar con el flagelo de una vez por todas.

El Dr. Martín Fresneda, en el encuentro citado, ensayó una explicación: «las fuerzas de seguridad no van a reprimir donde las autoridades políticas no las envían»; entendemos que lo dijo en relación a los hechos del Borda, enfoque con el que coincidimos pero que si se traslada a los hechos de Formosa, Santa Fe, Córdoba, Neuquén o la Provincia de Buenos Aires, para no agotar la lista de ejemplos similares, se podría coincidir en que la responsabilidad de la violencia institucional está en las autoridades provinciales de casi todo el país. Algo de eso habrá querido decir el Diputado Nacional Andrés Larroque con su popular afirmación de que el gobierno de Santa Fe encarnaba un «narcosocialismo», acaso sin saber que los gobiernos peronistas santafecinos desde 1983 en adelante se conformaron en acuerdo con los mandos del Segundo Cuerpo del Ejercito (empezando por el de Vernet) y que todos ellos pactaron la continuidad de la rosca judicial y policial. El «compañero» Jorge Obeid, antiguo jefe de la Juventudes Peronista Regional II, vinculada a Montoneros, tenía como subsecretario de Seguridad a un represor como Reinhardt y éste al mismísimo torturador Nicolás Correa, comprobado asesino de Alicia López en la Cuarta de Santa Fe, muerto sin condena por la complicidad judicial que recién en 2010 condenó al ex Comisario Mario Facino, devenido Jefe Comunal de Rincón por el Partido Justicialista de Santa Fe.

Y ese es uno de los puntos imprescindibles del diagnóstico: hay violencia institucional porque por acción u omisión, por que no se quiso o no se pudo (la reforma Arslanian, por ejemplo) persiste la cultura represora con que se fundó el Ejercito Nacional, masacrando indios al sur del Río Colorado y al norte del Pilcomayo, la Policía Federal, que cuenta con una sección especial de lucha contrainsurgente desde 1930 (aquella primera se llamaba «de lucha contra el comunismo» aunque para ellos los comunistas siempre fueron y son los que luchan contra el capitalismo, no importa como se piensen a si mismos), las fuerzas de frontera que hoy ocupan el territorio nacional como la Gendarmería (que en 1947 masacró impunemente a los Pilagá en Rincón Bomba, Formosa) o la Prefectura, las cuales formaron parte armónica de las «fuerzas conjuntas» que aplicaron el Plan de Exterminio (probado desde el juicio a la Junta de 1984 y en cada Juicio celebrado en estos años para condenar a los 404 represores juzgados).

Pero volvamos a la idea del Secretario de Derechos Humanos de la Nación: «las fuerzas de seguridad no van a reprimir donde las autoridades políticas no las envían» que nosotros proponemos entender como la existencia de una alianza permanente entre los jefes políticos y los mandos policiales en cada instancia de mando: provincial regional, local. Pero hay que decir que desde hace años, este no es un matrimonio de dos sino de tres: puesto que en cada instancia ambos grupos, el de políticos y el de mandos policiales, está íntimamente relacionado con los empresarios mafiosos, puesto que la venta de drogas, el trafico y comercio de mujeres y niñas, la venta de armas y de autos robados, la delimitación de «zonas liberadas» a cargo de rentistas no son hechos aberrantes pero casuales sino un negocio estable, que requiere de inversiones, profesionales, garantías y contactos en el poder para poder subsistir, y esta última idea nos lleva a ampliar la «familia» a un cuarto actor que son los funcionarios judiciales que avalan y participan de todo el negocio, como más de una vez se ha probado y el caso del ex Jefe de Policía de Santa Fe, Hugo Tognoli, lo muestra sin velos.

Por ello, el segundo punto del diagnóstico es que hay violencia institucional porque la Argentina post dictadura muestra un entramado de dominación territorial a cargo de un sujeto socio político plural relativamente «nuevo», fruto de los cambios impuestos por Martínez de Hoz/Videla y desplegados por Cavallo/Menem/De la Rúa, que es esta verdadera rosca mafiosa de punteros y dirigentes políticos, empresarios del delito, bandas y grupos de tareas, jueces y funcionarios judiciales y los comunicadores y medios que participan del negocio o lo legitiman de modo tal que al difundirlo difunden discursos de justificación de la «mano dura» que en su momento, de la mano de Blumberg, logró cambios brutales en el Código Penal que legitima toda la falta de equidad que todos denuncian.

Sin asumir que somos una sociedad post genocidio y que no solo la clase obrera y las capas medias cambiaron sustancialmente, sino -acaso más que ninguna otra clase- la burguesía hoy es una clase mafiosa, de la cual Ernestina, Magneto y Cía. son solo la punta del iceberg, es imposible entender la persistencia de la tortura y el gatillo fácil en la Argentina.

Cuando se nombra a Formosa o a Córdoba, a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires o a Neuquén, los funcionarios y legisladores nacionales del oficialismo ensayan dos discursos que vale la pena examinar al momento de debatir sobre la persistencia de la violencia institucional: uno es el discurso del «federalismo» y el otro es el de la «gobernabilidad». Según el primero, el gobierno nacional nada podría hacer en las provincias que no le son «fieles», las que llegado el caso son casi todas por una razón u otra, de modo tal que deberíamos esperar que sean ganadas por fuerzas políticas afines al gobierno (y que además se sumen a su política de derechos humanos); lo que es absurdo desde todo punto de vista incluido el jurídico, dado que el Estado Nacional es garante del cumplimiento de innumerables pactos y convenios internacionales de salvaguardia de los derechos humanos por lo que no puede esquivar su responsabilidad frente a los gobiernos provinciales que gozan de una autonomía más que relativa, pero nunca del permiso para torturar o matar sin juicio previo ni condena. El segundo discurso, el de la «gobernabilidad» es el de los que se dice en privado, como explicación para los «amigos» que no entienden que «la correlación de fuerzas» no permite hacer todo lo que uno quiera y que para poder gobernar se necesita de acuerdos con personajes como Insfran de Formosa u Otaeche de Merlo en el Gran Buenos Aires (ejemplo de toda una serie de barones de la política, prototipos del puntero político/mafioso/socio de la Bonaerense y de las bandas delictivas). Desde 1983, los progresistas que pasaron por el Gobierno (Alfonsín, Chacho Álvarez, para nombrar los dos más notables y respetados por los organismos de derechos humanos) hicieron del «posibilismo» la base conceptual de su estrategia de «transición» (interminable) a la democracia. Y así les fue. Es que si uno se junta con los amigos de los torturadores, no puede esperar que la tortura se termine, y así de seguido. Hay temas que admiten pasos intermedios y toda clase de «jugadas» tácticas, pero no es el caso de los temas de violación de derechos humanos pues estos se violan o no se violan y no hay espacio para hacer como que avanzamos y no hacerlo.

La derecha feroz no perdona los amagos y la persistencia de las prácticas de violación de los derechos humanos esmerila la fuerza popular que debería sostener la lucha hasta el final. Es esa dinámica -tantas veces sufrida- la que aspiramos a evitar; no es la nuestra una crítica que pueda debilitar el gobierno o la democracia, sino -entendemos- todo lo contrario, el camino más recto y sencillo de fortalecer la administración nacional y el orden constitucional.

Digamos también que hubo una ausencia en el Encuentro que también hace parte del diagnóstico. La ausencia es el homenaje a todos los que lucharon en todos estos años contra el Gatillo Fácil empezando por los que denunciaron y desbarataron la maniobra de inculpar a los chicos de Budge, acaso una de las primeras grandes luchas contra el Gatillo Fácil. Entre tantas palabras y homenajes, que no se haya nombrado ni una sola vez al Toto Zimerman ni a la primera Correpi da cuenta de un diagnóstico equivocado: de que la violencia institucional se resuelve con leyes y decretos, con «voluntad política» y gestos oficiales, subestimando el único camino, la única fuerza que puede confrontar y derrotar la violencia institucional que es el camino de la unidad popular para lucha y la fuerza de la organización autónoma de las víctimas y familiares y del conjunto del movimiento popular. Y es que la lucha contra la violencia institucional, como lo mostró la movilización contra los represores del Borda o los juicios contra los genocidas propone otro escenario y otra coalición de fuerzas que las que se constituyen alrededor de una urna. De un lado los que defienden y se benefician de la tortura y el gatillo fácil; del otro, los que la sufren y no están dispuestos a convivir con ella.

Seguro que deberíamos contar con todos los que estuvieron en el Encuentro Nacional del Congreso, pero treinta años de «democracia» nos dicen que con esas fuerzas no alcanza, que hace falta una unidad popular verdadera y sin exclusiones, sin cálculos electoralistas ni oportunistas porque el enemigo verdadero es grande y pérfido; y porque sin ganar esta batalla la democracia argentina seguirá siendo un remedo de la verdadera y porque sin democracia verdadera, ahora lo sabemos más que en los siglos XIX y XX, no habrá liberación nacional. No hay Patria, donde hay tortura; sigue la Colonia, así de sencillo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.