Hace casi tres años, en la madrugada del 18 de enero de 2011, hombres encapuchados y armados hasta los dientes asaltaron nuestras casas. Nos despertaron y nos dijeron que estábamos detenidas bajo la legislación antiterrorista. Pusieron todo patas arriba y se llevaron cámaras, ordenadores y objetos personales. Ante el estupor de nuestros familiares, nos llevaron […]
Hace casi tres años, en la madrugada del 18 de enero de 2011, hombres encapuchados y armados hasta los dientes asaltaron nuestras casas. Nos despertaron y nos dijeron que estábamos detenidas bajo la legislación antiterrorista. Pusieron todo patas arriba y se llevaron cámaras, ordenadores y objetos personales. Ante el estupor de nuestros familiares, nos llevaron a Madrid. La misma noche, otras seis personas fueron detenidas en Navarra por la Guardia Civil, en otra operación que se saldó, entre otros resultados, con espeluznantes denuncias de torturas.
La operación en la que fuimos detenidas respondía a la orden del juez Grande Marlaska de cerrar el medio de comunicación por Internet apurtu.org. Tras cuatro días de detención incomunicada, tres de las personas detenidas fuimos puestas en libertad condicional (dos bajo elevadas fianzas) y Miguel Ángel Llamas, «Pittu», fue enviado a prisión, donde pasaría año y medio hasta conseguir la libertad provisional. Durante este tiempo, nos hemos visto sujetas a medidas cautelares: comparecer semanalmente ante el juzgado, imposibilidad de salir de territorio español sin permiso judicial. Apurtu.org fue clausurada para siempre.
Así, nos vimos metidos por la fuerza en una rueda que demasiados ciudadanos han conocido antes que nosotros: detención, criminalización en los medios, incomunicación, prisión, dispersión… en suma: violación de derechos básicos e indefensión absoluta.
Esta rueda se aplica en gran medida gracias al papel de los medios de comunicación, que funcionan como un engranaje más de la maquinaria represiva. Sin ir más lejos, al salir del período de incomunicación vimos con rabia e impotencia cómo ciertos medios (avisados de antemano) se habían plantado a la puerta de nuestros hogares para grabar nuestras detenciones, cómo se hacían eco de la película que contaba el Ministerio del Interior, con nuestros nombres y fotos en portadas y páginas interiores. Pocos, muy pocos, dieron espacio a la preocupación de nuestros familiares por nuestro estado, o expresaron alguna duda o crítica acerca de la clausura de un medio de comunicación que había llegado a ser referencia en Navarra.
Precisamente, Apurtu surgió para cubrir un hueco importante en el panorama informativo en Navarra y precisamente fue un integrante de cierto pasquín de la villa y corte quien interpuso la denuncia contra Apurtu que desembocó en su cierre y en nuestro particular calvario. Bonito ciclo: creo la realidad que me conviene, publicando lo que me conviene; cuando me contradicen, denuncio; como soy del mismo bando que la policía, el medio disonante se cierra y cubro la operación, restableciendo así la realidad que me conviene.
Pero no. Recientemente, hemos sabido que la Audiencia Nacional ha decidido archivar el caso puesto que «no resulta debidamente justificada la perpetración del delito que dio lugar a la formación de la causa…».
Lógicamente, nuestra primera reacción fue de alivio, puesto que durante estos años no ha habido día en que la espada de Damocles de un potencial juicio e incluso una condena a prisión no condicionara nuestras vidas. Quede claro que siempre hemos reivindicado nuestra inocencia; no obstante, el conocimiento de la historia judicial reciente de nuestro país nos hacía ver el futuro con aprensión.
Al alivio, sin embargo, sigue una sensación de agravio. Derechos que asisten – en teoría- a todos los ciudadanos, como son los derechos a la intimidad, al honor, a la inviolabilidad del domicilio, y -crucialmente- el derecho a recibir una información veraz, han sido violados sin prueba alguna. ¿Sobre qué «sólidos indicios» se permite clausurar un medio de comunicación en este Estado? ¿Dónde quedan las supuestas garantías del estado de derecho? Y, no ya cuando fuimos detenidos, sino ahora que los tribunales admiten que no había caso contra nosotros, ¿dónde está nuestro derecho a réplica? ¿Cuánto espacio dedicarán los medios de comunicación que cubrieron con fruición nuestras detenciones a explicar que no, que no había tal, que se habían equivocado?
Aún hoy, al introducir nuestros nombres en cualquier buscador, éstos siguen ligados a las gravísimas acusaciones que se vertieron contra nosotros, lo cual puede tener consecuencias en el plano personal o laboral.
Ni siquiera interpelados directamente, convocados a rueda de prensa, tuvieron los medios a los que nos referimos la decencia de cubrir el sobreseimiento del caso. Queda para la hemeroteca la foto de las sillas vacías reservadas para ellos: Diario de Navarra, El País, RTVE, El Mundo…
No informando sobre el archivo de la causa, obvian también el sinsentido absoluto en el que quedan las actuaciones judiciales contra Ateak Ireki, otro medio de comunicación popular que ha sido puesto en el punto de mira de la Audiencia Nacional sobre la base única y exclusiva de un informe policial que aventura que es continuidad de Apurtu. Si Apurtu no cometió delito, ¿qué hay contra Ateak Ireki?
Más aún, insistimos: ¿cómo es posible clausurar medios de comunicación con tan pocas garantías?
De todos estos atropellos, ¿qué nos queda? El derecho a la pataleta. Habrá quien diga que debemos sentirnos afortunados y dejarlo pasar. Y, en cierta manera, conociendo «cómo son las cosas» tienen algo de razón. Quizás tuvimos suerte de que no nos pegaran ni nos hicieran la bolsa. Suerte de pasar «sólo» 4 días incomunicados, suerte de que Pittu estuviera «sólo» año y medio en la cárcel y a «tan sólo» 410 Km de casa. Y, al final, suerte de que la Audiencia haya archivado el caso.
Pues bien, por la presente ejercemos nuestro derecho a la pataleta. Pero también afirmamos que nos queda el convencimiento, más que nunca, de la necesidad de medios de comunicación honestos, convencionales y populares; nos queda el orgullo de nuestra gente, y de todas aquellas personas que salieron a la calle a denunciar aquellas operaciones (mila esker!), y nos queda la esperanza. Sí señor, la esperanza de que nuestro caso sea otra gota en el vaso de los desmanes que acabará por desbordar y convencer a una mayoría de que el futuro de nuestros hijos e hijas no está aquí -en esta España que confunde legalidad con legitimidad- sino en otro lugar, aquí mismo, pero en un país en el que lo que nos sucedió a nosotras nunca pueda volver a sucederle a nadie más.
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