Los dramáticos días que vivió la Argentina fueron un «homenaje» al catastrofismo. Siempre que se lo entienda de manera diferente a un fatalismo metafísico que anuncia finales permanentes, determinados con la fuerza de una necesidad inmutable o la tragicidad de un destino. Hablamos de las condiciones de probabilidad generadas por la precariedad argentina que convierten […]
Los dramáticos días que vivió la Argentina fueron un «homenaje» al catastrofismo. Siempre que se lo entienda de manera diferente a un fatalismo metafísico que anuncia finales permanentes, determinados con la fuerza de una necesidad inmutable o la tragicidad de un destino. Hablamos de las condiciones de probabilidad generadas por la precariedad argentina que convierten a fenómenos contingentes y accidentales en catástrofes, y a las catástrofes en crímenes sociales. La precariedad de una nación convertida en «República Cromañón» no es natural, como sí lo fue el temporal.
«Crimen social» es una justa «imputación sociológica» (una definición pintorezca que escuchamos estos días). Es la identificación acusatoria de las responsabilidades, no por las lluvias, sino por la administración social de sus consecuencias.
El capitalismo argentino está en permanente zona de riesgo y de catástrofe. Y el crecimiento económico -desigual y combinado-, de la década kirchnerista no hizo más que agudizar las tensiones estructurales, pese a haber acolchonado los enfrentamientos entre las clases durante los años de esplendor de su proyecto reformista. Recuperación económica e industrial, desplazamientos migratorios hacia las aglomeraciones urbanas, movilización de millones personas diariamente, aumento del consumo y del déficit energético para sostener los ritmos de producción; todo esto hecho sobre las mismas bases estructurales de la condición urbana, del transporte o de la (des) inversión en recursos estratégicos. Un desarrollo superficial que no llegó ni al modelo «pseudo-industrializador» del que Milcíades Peña «acusaba» al peronismo, por ser falsamente nacionalista.
Desde está óptica no es un desarrollo, sino meramente un crecimiento económico medido en los términos del PBI. El «fin de ciclo» o el agotamiento del «modelo» pueden graficarse como la suma de los «cuellos de botella» de los límites estructurales de la nación semi-colonial. Los cuellos de botella de la industria, de la producción energética, del transporte, de otros servicios y ahora de las ciudades mismas donde por un lado hay «sobre-acumulación» demográfica y por el otro, especulación inmobiliaria de los que buscan valorizar su capital obtenido por las ganancias de la primarizada economía (como la burguesía sojera de la «pampa gringa» de Córdoba que «invierte» en departamentos y edificios).
Y no es meramente un problema de errores de gestión o planificación urbana, es la condición misma del «modelo» la que determina las imposibilidades de una planificación racional de las potencialidades productivas del país. Cuando esas contradicciones orgánicas se agudizan año tras año, sientan las bases para las «tragedias» como las de Once o el reciente temporal, o mejor dicho las inscriben como muy probables en la dinámica explosiva de su régimen de acumulación. Y Once o el temporal están entre los más vistosos de los crímenes sociales, pero no son los únicos. El genocidio silencioso de obreros de la construcción o la persistente y paulatina destrucción de los cuerpos en las fábricas («los rotos»), producto de que la capacidad instalada tocó su techo y por lo tanto la única condición de productividad es la fuerza de trabajo; son otros ejemplos del mismo fenómeno.
Ante el desastre natural, la relación social que llamamos Capital y su régimen, el capitalismo, metaboliza las consecuencias de acuerdo a las leyes de su orden social. Unos pocos «blindados» contra las «inclemencias del tiempo» (o del transporte, o de la economía) y la mayoría a la intemperie frente a «incontroladas» fuerzas de la naturaleza. Una clase social que privatiza las conquistas de la humanidad por sobre la naturaleza, para el usufructo egoísta de unos pocos privilegiados. La confirmación de la irracionalidad o la sinrazón del Capital y la simple conclusión de que el socialismo «tan sólo» quiere llevar la razón a la organización económica de la sociedad, para terminar contra esta anarquía destructiva de la condición humana.
Si este es el diagnóstico correcto, las próximas catástrofes, ya sean «naturalmente» socializadas a la manera del Capital, o directamente sociales (inflación, desocupación, «Onces»); son sólo una cuestión de tiempo.
Y las catástrofes golpean las conciencias y muestran crudamente quién es quién. Reconfiguran las alianzas sociales y cambian las percepciones subjetivas. Es decir, ponen blanco sobre negro las determinaciones de clase (como también lo hacen otras catástrofes como las crisis o las guerras). La Plata se asemejó en estos días a un territorio bélico, y la realidad misma dio una dura lección de «clasismo», mostrando el salvajismo del que es capaz el Capital y sus administradores políticos «derechistas» o «nacionales y populares».
El dramático acontecimiento rompió la unidad nacional de la bendita coyuntura anterior, cuando las esperanzas de una costumbre de ascenso evolutivo generaron la ilusión de nuevas mejoras de la mano de un «Papa argentino». La nueva unidad nacional es la unidad de la nación burguesa frente al miedo a una respuesta violenta de las víctimas a las que el agua las privó de todo. Más que una nueva unidad, introdujo por lo menos en la nueva coyuntura, fuertes elementos de división o de escisión. La demogogia populista adoptó la forma de un espectáculo patético, del que no estuvieron exentos ninguno de los responsables políticos del desastre, imposibilitados por su naturaleza (de clase) de dar una respuesta a las urgentes demandas populares.
Pero quizá el fenómeno más destacado es la otra unidad, la que se dio entre las clases subalternas aportando con un ejemplo práctico, a la necesaria discusión teórica sobre la «hegemonía». En un sentido, efectivamente, esta vez el Capital centralizó por la negativa y empujó a la unidad a sus enemigos estratégicos. La solidaridad obrera con la tragedia popular y la alianza forjada en el peligro, delimitó y clarificó las líneas de división clasista. El obrero o el trabajador que tiene un empleo estable, sindicalizado, más o menos bien remunerado y que en tiempos «normales» es permeable a las ilusiones del ascenso y la conciliación de clases; ante acontecimientos dramáticamente extraordinarios se identificó más con quienes estaban sufriendo el desastre, que con los que permanecían inmunes en sus countries o barrios privados. Le podía haber tocado a él mismo (y a muchos les tocó) y si no fue así esta vez, su futuro, viendo la actitud de las clases dominantes, está más cerca de esa condena que del paraíso prometido por el relato de la conciliación de clases.
Se articuló históricamente el pasado, como afirma Benjamin, no para «conocerlo como verdaderamente fue», sino para «adueñarse de un recuerdo tal como éste relampaguea en un instante de peligro». O, dicho más simplemente por un obrero revolucionario: «A pesar de tamaño ataque, el principio de la Solidaridad de Clase se mantiene en la memoria histórica de nuestra clase, como un archivo en un disco rígido, que cuando lo necesitamos aparece con toda su magnitud (…)» . De ahí la respuesta masivamente positiva en muchas fábricas y establecimientos a la campaña de solidaridad.
Vale más por el simbolismo estratégico que por las soluciones que pueda aportar de inmediato. La catástrofe deja planteada la necesidad de la «hegemonía» obrera como una lección de los hechos de estos días. Una lección que es imprescindible sacar para fortalecer la perspectiva de acabar con la fuente de todos estos crímenes: este régimen social que merece ser arrojado al basurero de la historia. Además, la tragedia hizo que la realidad «explique nuestro dogma» (Lenin) y las demandas de un programa de transición recobraron fuerza vital como única posibilidad de salida (expropiación, autoorganización, demandas «democrático radicales» etc).
Los muertos de este crimen se suman a nuestro pasado avasallado y este nuevo agravio quedará en la memoria popular. Fue también Benjamin el que afirmó que la socialdemocracia «Se complacía en atribuirle a la clase obrera el papel de redentora de generaciones futuras. Con ello le cercenaba el nervio de su mejor energía. En esa escuela la clase desaprendió tanto el odio como la disposición al sacrificio. Pues ambas se nutren de la imagen de los antepasados avasallados, no del ideal de los nietos liberados». El reformismo kirchnerista se preocupó también por hacer «desaprender» a la clase obrera el nervio de su mejor energía; sin embargo «inconscientemente» fue generando las condiciones para acontecimientos como los de estos días donde se recuperó tanto el odio y la disposición al sacrificio, dos motores prometedores para los combates futuros.
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