El artículo segundo de su constitución dice textualmente que «el Gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano». No parece un país moderno, aunque el anacronismo no llega al límite de la constitución hondureña que contiene inclusive artículos pétreos o inmodificables, sino que, inversamente, en su artículo treinta establece que puede reformarse total o parcialmente […]
El artículo segundo de su constitución dice textualmente que «el Gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano». No parece un país moderno, aunque el anacronismo no llega al límite de la constitución hondureña que contiene inclusive artículos pétreos o inmodificables, sino que, inversamente, en su artículo treinta establece que puede reformarse total o parcialmente mediante una convención convocada al efecto. Obviamente eso incluye al artículo dos de marras, o en otros términos, que no todo está definitivamente perdido. Sin embargo, ese país retrógrado que «sostiene» (tal como textualmente afirma en su carta magna) todo el peso de la jerarquía eclesial y sus influencias e intromisiones allende su legítima esfera de culto, es el primer país de América Latina en consagrar el matrimonio igualitario.
Un sorprendente resultado paradojal que expresa tanto el dinamismo cívico de una parte significativa de la sociedad civil y su paulatino reflejo jurídico, como la conservación pútrida de algunos componentes del sustrato normativo en que se cimenta. Intentaré insinuar en adelante que esa misma díada se perpetúa en esta conquista. Algo que no por deseado es fácilmente asequible, como un lugar en las instancias finales de la copa del mundo. Algo festejado como una victoria pírrica y postergada que desata explicablemente agasajos convergentes y transversales, de los que me siento partícipe, aunque no haya podido estar frente a la legislatura montevideana para la recepción de «la celeste» y sí frente a la porteña para sumar un granito de arena al movimiento por la conquista, aún parcial y contradictoria, de igualdad jurídica de algunos ciudadanos.
Así como no es menor estar entre los 4 primeros entre 32, que a su vez disputaron entre muchas decenas la posibilidad de arribar a esa disputa futbolística internacional, tampoco lo es estar entre los primeros 10 países entre dos centenares en alcanzar este objetivo a escala nacional. De la «moderna» Europa sólo formalizaron ese derecho en orden cronológico Holanda, Bélgica, España, Noruega, Suecia, Portugal e Islandia. En nuestro continente sólo Canadá, al que ahora se suma Argentina. Exclusivamente Sudáfrica en su propio continente y ningún asiático o de Oceanía. Está vigente además en algunas circunscripciones de dos países, como en 6 estados norteamericanos (Massachusetts, Connecticut, Iowa, Vermont, New Hampshire y Washington D.C.) y el Distrito Federal de México. Se entiende entonces la algarabía. Así como resultaba impensable que una selección clasificada a último momento en una suerte de repechaje se posicionara donde llegó, también lo era que en uno de los países en los que la más rancia jerarquía eclesial continúa ejerciendo denodada influencia, se la derrote jurídica e ideológicamente.
Y si bien sigue siendo hora de reverberación festiva o de alegre resaca y no es mi intención amortiguar sus efectos, tampoco considero que pueda soslayarse la naturaleza compleja y contradictoria de las instituciones en general y de los institutos específicos en particular, que se ratifican con las conquistas. Todo cambio y transformación siempre contiene a la vez, componentes conservadores y revalidaciones. Una conquista sindical, por ejemplo, es además, una ratificación del capitalismo y del instituto del trabajo asalariado. La FIFA no se democratiza mágicamente por el éxito de nuestros muchachos, ni Blatter va a ver menguado su omnímodo reinado por ello. Menos aún se debilitan los lazos de explotación comercial del fenómeno lúdico popular de patrocinadores multinacionales o las ganancias de los monopolios televisivos por el satisfactorio reconocimiento de Forlán. Del mismo modo, no se exorcisan las intromisiones obliterantes del estado en el erotismo ni se exalta la libertad amorosa porque se aggiorne el arcaico instituto matrimonial, aunque el pasito merezca celebrarse.
El tratamiento de los resabios continuistas y conservadores que acompañan los cambios en general o inclusive los más particulares del matrimonio igualitario, resultan inabarcables en artículo alguno. También los procesos de invisibilización del trabajo y su división sexual, de la producción demográfica, de la construcción ideológica de la maternidad y la paternidad, de la adopción, de la invisibilización y negación de derechos ciudadanos tras la ratificación de los conyugales y, fundamentalmente, de la transmisión de la propiedad privada. Pero es posible esbozar algún rasgo sobresaliente de la compleja relación entre el estado y la esfera privada que connota el instituto matrimonial. Durante la colonización, el registro civil estuvo a cargo exclusivo de la Iglesia. Es natural y legítimo que un culto que funda y celebra el instituto matrimonial lo registre. Entonces y ahora. No hay nada de malo en ello. No obstante, es particularmente llamativo que una vez que el estado moderno pasa a encargarse de la tarea, se lo traiga consigo como si perteneciera naturalmente a la esfera pública y al ámbito de los intereses del estado. Más aún cuando dice registrar algo fundado en el «amor».
Pero no es sólo un resabio colonial sino una tara estructural de los estados modernos. Se inscribe dentro de las inconsecuencias e incompletudes del proceso de modernización que he intentado ir ejemplificando en varias contratapas. En Francia, cuna de la modernidad, dos años antes de la Revolución, Luis XVI (anticipando la presión del incipiente movimiento revolucionario) abrió una suerte de registro civil larval, aunque obviamente en manos de la justicia real. Fue previsible que en 1793, luego de la Revolución, tomara forma el civilismo jacobino acometiendo, en el plano del registro, la separación entre la Iglesia y el Estado. Pero no se limitó a registrar la pertenencia ciudadana al interior del estado nación (es decir, los nacimientos y defunciones y sus lugares) sino el vínculo amoroso, real o supuesto, de tales ciudadanos heterosexuales. La modernidad convive con un instituto premoderno en su seno.
El debate parlamentario argentino incluyó una variedad argumental y una diversidad ideológica proporcional no exenta de extremos. También el tratamiento analítico que recibió en la prensa, desde la más conservadora hasta el exultante suplemento «Soy» del matutino Página 12. Hasta daría la impresión de que la polarización extrema lo hubiera moldeado, cuando en verdad un común denominador lo sostuvo de principio a fin y es la defensa acrítica y hasta miserable del instituto matrimonial. En un extremo se ubicaron los que plantearon que esta reforma daba pábulo a la posibilidad de extensión del instituto y a su desacralización. Del otro, que se estaba frente a una conquista universal. Unos temían que polígamos o adúlteros, o hasta zoófilos, lo reclamaran para sí demonizando aún más el sagrado vínculo. Otros creyeron que la sola condición gay completaba el universal y subsumían, junto a los heterosexuales, al conjunto de diversidades posibles. Casarse, en cualquier caso, implica producir un efecto de inversión entre lo privado y lo público que posibilita a través de un contrato que el Estado se inmiscuya, por ejemplo, en asuntos tan privados, ricos y complejos como la sexualidad, que nada obliga a resolver sólo entre dos.
Una proporción de la sociedad históricamente impedida de un derecho del que otra proporción gozaba, lo ha conquistado. La sociedad toda se enriquece con ello. Nada universal, tan sólo particular, algo más inclusivo. Pero el camino de la libertad privada, en todas sus múltiples variantes, ni siquiera está trazado. Y el dique de contención de las fuerzas discriminatorias de la conducta privada y del enghetamiento social carece aún de su piedra basal. De nada le servirán para ello algunos granitos de arroz.
Emilio Cafassi, Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.
Fuente: http://www.larepublica.com.uy/larepublica/2010/07/18/nota/417530