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Bombas informativas

Fuentes: Revista Pueblos

La propaganda es el arma más destructiva de los gobiernos que carecen o han perdido legitimidad y que, en determinados escenarios, no hacen uso de la fuerza física. Es aquí donde los medios de comunicación se convierten en herramientas imprescindibles del ejercicio del poder. Imposible distinguir entre información y propaganda. «Cruentos ataques informativos volaron en […]

La propaganda es el arma más destructiva de los gobiernos que carecen o han perdido legitimidad y que, en determinados escenarios, no hacen uso de la fuerza física. Es aquí donde los medios de comunicación se convierten en herramientas imprescindibles del ejercicio del poder. Imposible distinguir entre información y propaganda.

«Cruentos ataques informativos volaron en pedazos miles de cerebros en toda Europa en el verano de 2006» Inicio de una crónica aún por escribir…

Mohamed Bakri, dos años después de la matanza de Jenin de 2002, filmaba un documental entre las ruinas. Un chico sordo abría el relato y sólo con gestos señalaba las paredes perforadas, la tumba de su mejor amigo, sus manos hacían el gesto de disparar, luego se desplomaba, sus ojos se llenaban de lágrimas; todo su cuerpo recogía en pocos minutos el horror vivido sin pronunciar una palabra. Ninguna palabra podría resumir tanto horror.

Ni el de entonces ni el de los últimos meses. Tal vez sólo podamos contar las fechas: 1948, 1953, 1954, 1955, 1956, 1967, 1968, 1972, 1973, 1975, 1978, 1981,1982, 1983, 1985, 1990, 1992, 1994, 1996, 2001, 2002, 2003, 2004, 2006; cada año, a veces cada mes de cada año, incluso cada día de cada mes esconde un sin fin de atrocidades cometidas por Israel [1]. Obliguémonos a buscar, a esforzarnos por saber, -conocer cuesta, no sirven los intermediarios-. Habrá que escribir pormenorizados diarios en blanco, sólo con fechas que nos obliguen a imaginar de nuevo qué hicieron ese año, ese mes, ese día. Habrá que añadir muchos días de los meses de julio, de agosto, de septiembre de 2006, cuando los israelíes decidieron continuar el exterminio de sus vecinos con técnicas más contundentes. Otra vez no bastaba la asfixia económica, ni los asesinatos ¿selectivos?, ni la política de apartheid con su nueva versión del muro de la vergüenza.

En el mismo documental de Bakri, una niña recoge la única palabra que, con una precisión científica, descubre la verdadera naturaleza del Estado de Israel y del pueblo que consiente dicho Estado: «Son unos cobardes, nos tienen miedo» dice, «si fueran valientes, no vendrían a matarnos escondidos en sus tanques». La cobardía, el miedo deshumanizan parapetados en tecnología punta de destrucción, ocultos en sus chalecos anticríticos -que paran cualquier disparo de humanidad con la acusación de «antisemita»-, resguardados por el consentimiento occidental. No hay poder de destrucción que no se acumule si no es para ser usado. La falta de legitimidad y el miedo van siempre unidos.

La consigna más «gebbelianamente» repetida por los medios de comunicación en la nueva coyuntura ha sido: «Respuesta desproporcionada». Israel parece haber respondido, según todos los medios de comunicación, es decir, ha sido atacado y ha respondido. El ataque, de nuevo según los medios de comunicación, se produjo con el «secuestro» de un soldado israelí. El gobierno israelí se defendió de esta aparente acusación de los medios completando la afirmación: «respuesta justificada». Medios de comunicación y gobierno israelí coincidieron en la interpretación de los hechos excepto por una sutil diferencia: los medios dieron por sentado, como un hecho cierto incuestionable, que la respuesta de Israel estaba justificada, incluso antes de que el embajador israelí ante Naciones Unidas defendiera la guerra emprendida.

El punto de encuentro entre el poder ilimitado de un Estado como el de Israel, que utiliza la guerra y el terror para poder sobrevivir como Estado colonial, y los medios de comunicación es el problema de la legitimidad, es decir, la justificación para el ejercicio del poder.

La legitimidad del poder

Un poder goza de legitimidad cuando sus súbditos consienten y aceptan someterse, no sólo a las leyes, sino a los dictados de su gobierno y por tanto éste no tiene que hacer uso de la fuerza para someterlos -el famoso contrato social roussoniano-. «El gobierno legítimo es una forma de poder en la que no está presente el sentimiento de miedo porque los gobernantes han aprendido finalmente a sostenerse a partir del consentimiento activo o pasivo de los gobernados y, consecuentemente, a reducir en proporción el empleo de la fuerza», decía G. Ferrero [2]. La historia de Israel, desde su imposición como Estado en territorio palestino, ha sido la lucha constante por conseguir legitimidad. Hacia el interior, incapaz de someter a los palestinos, el uso de la fuerza ha sido sistemático; hacia el exterior, la construcción de una imagen de «Estado democrático», el único de la zona -nueva consigna mediática-, utilizando hábilmente el arsenal propagandístico acumulado por las democracias occidentales que siguen sirviéndose de la excusa del holocausto para consentir la política de exterminio israelí.

La legitimidad, lo que salva del miedo a ser derrocados a todos los gobiernos, es una construcción de las revoluciones democráticas. Sólo si los ciudadanos consienten en que se ejerza el poder en su nombre, los gobiernos pueden sentirse seguros. Pero ¿cómo conseguir que los ciudadanos acepten políticas que van en contra de sus más elementales necesidades? ¿Cómo conseguir que la población consienta una guerra o que un gobierno no actúe contra otro que trata de exterminar a un pueblo? Como señalara W. Lippmann, el periodista estadounidense que más clara y cínicamente describió la necesidad de controlar la opinión pública para que pensara como debía pensar, «la transmisión de información relativa a entornos que desconocemos se efectúa fundamentalmente a través de palabras». «No percibimos primero y definimos a continuación, sino al contrario». Por eso es tan importante controlar la palabra, suministrar a los espectadores los términos correctos para entender una guerra.

La propaganda es el arma más destructiva de los gobiernos que carecen o han perdido legitimidad. Para que funcione, siguiendo las enseñanzas de Lippmann, es necesario que exista alguna barrera entre el público y los sucesos: «El acceso al entorno real debe ser limitado antes de que alguien pueda crear un pseudoentorno que le parezca razonable o deseable» [3]. Es aquí donde los medios de comunicación se convierten en herramientas imprescindibles del ejercicio del poder.

Propaganda y persuasión

Quizá el mayor logro del capitalismo para su expansión ilimitada es el desarrollo de los instrumentos de influencia y persuasión. No sólo las agencias de inteligencia financian estudios sobre la comunicación y el comportamiento en las universidades. Los gobiernos cuentan con sus gabinetes de prensa, o como en EEUU, con una secretaría de Estado para la Diplomacia Pública (que busca influenciar a la opinión pública extranjera) [4]. Pero a veces, no es necesario crear una compleja maquinaria de propaganda, como hizo la Comisión Creel para conseguir que los estadounidenses apoyaran la intervención de su gobierno en la I Guerra Mundial, o contratar a una agencia de relaciones públicas como Hill & Northon para lograr el apoyo del pueblo a la primera guerra contra Iraq (acciones que incluyeron miles de dólares para difundir noticias, contratar intelectuales que pronunciaran discursos, financiar publicaciones, artículos de opinión en periódicos, investigaciones falsas, etc.). A veces este despliegue no es necesario porque las escuelas de periodismo saben formar adecuadamente a los futuros profesionales. Si no, ¿de qué otro modo se explicaría tanta unanimidad en las palabras y las consignas utilizadas, por ejemplo, para referirse a los intentos de invasión del Líbano por Israel como «ataques a las guerrillas proiraníes de Hezbollah» (Informativo de Radio Nacional, 9/08/06)? Todo un editorial en una sola frase. A diferencia de EEUU, que ha necesitado justificarse ante su población y hacer grandes inversiones en propaganda interna, las inversiones del Estado israelí se dirigen fundamentalmente hacia el exterior -¡qué pueblo el judío, capaz de tolerar tantos «errores» de sus gobernantes!-.

Pero volvamos a la bomba mediática, perdón, la consigna «respuesta desproporcionada». Los gobiernos europeos, el estadounidense y los medios asumen la posición del atacante, dado que consideran que éste está respondiendo. La foto se toma desde Tel Aviv, desde Jerusalén, o desde Haifa, y las imágenes son de los judíos «amenazados», clase media, hombres y niños blancos, cocinas llenas de electrodomésticos como los nuestros, gente civilizada, tecnificada, como nosotros. Están asustados por los misiles que lanzan las «guerrillas proiraníes de Hezbollah». Mujeres y niños abrazados, «miembros de la familia del colono Eliyahu Asheri se abrazan durante su funeral, ayer en Jerusalén» [5]. Plano medio ligeramente contrapicado; el fotógrafo y nosotros somos el muerto. Sabemos cómo se llamaba. El mismo día, imágenes en televisión sólo de Haifa. El reportero reporta desde Jerusalén mientras nos cuenta los cientos de cohetes lanzados por Hezbollah. Se oyen ruido de cohetes, el periodista está en riesgo, se encoge mientras habla, mayores cotas de credibilidad. La información sobre los muertos y desplazados del Líbano hoy no tuvo imágenes. En el periódico, una foto de los bombardeos a Gaza previos a la invasión del Líbano: «Jóvenes palestinos observan los daños causados por los bombardeos israelíes ayer en Jan Yunis, Gaza» [6]. Son niños y adolescentes; para el periódico, todos son jóvenes, parece que sonríen (¿serán fundamentalistas?) y muestran los cascotes en el suelo producidos por una bomba israelí. Plano picado; el fotógrafo es Dios o su punto de vista es el del bombardero israelí. Semanas después, continúan las bombas informativas rebajando un poco la intensidad pero no la frecuencia. Olmert afirma que necesita «entre 10 y 14 días para lograr sus objetivos», «sacar a los terroristas de sus guaridas» [7].

También los medios de comunicación necesitan más tiempo. Tiempo para convertir a los representantes palestinos y libaneses, democráticamente elegidos, en terroristas islámicos. Los civiles son culpables de apoyar a Hamas o a Hezbollah, dice Israel. Los civiles apoyan a Hamas y Hezbollah, dicen los medios. El Líbano está en ruinas. Los medios repiten «respuesta desproporcionada». EEUU intenta una resolución, rechazada por el gobierno del Líbano; EEUU y Francia intentan una resolución, rechazada por el gobierno del Líbano. La respuesta de Israel sigue siendo desproporcionada, pero menos. Pidamos la paz. La nueva consigna mediática que hará desaparecer la distinción entre víctimas y verdugos, entre agresores y agredidos. Todos unidos por la paz. Concierto de Barenboim en la Plaza Mayor. Se necesita más tiempo para aterrorizar a los europeos, ¿quizá bombas en aviones? La guerra contra Líbano y Palestina sale de las portadas. La amenaza es global, repite la locutora de TV5. «EEUU está en guerra contra fascistas islámicos» [8], dice Bush. Los europeos entienden mejor la amenaza fascista que la terrorista.

A menor legitimidad mayor despliegue mediático. ¿A qué tienen miedo los israelíes? ¿Y los estadounidenses? ¿Y los europeos? ¿Qué peligro representan los palestinos? El peligro de ser un símbolo que, como diría de nuevo Lippmann, cumple la misma función que los privilegios para las jerarquías: preservar su unidad. Los palestinos siempre han sido un peligro para los israelíes ya que siempre han evidenciado la falta de justificación israelí. Se han convertido en un símbolo de dignidad capaz de unir a los pueblos árabes en torno a su causa, lo mismo que Cuba para los latinoamericanos. Su dignidad es un poder, más fuerte y poderoso que las armas israelitas, más mortífero que la alta tecnología de guerra de los estadounidenses, el único imposible de ser producido por la maquinaria capitalista. Mientras que la historia de los pueblos árabes está cuajada de derrotas, ellos representan la victoria posible. Ellos cuentan, sin palabras, lo que no puede ser contado ni comprado rompiendo toda la lógica de la racionalidad económica, técnica y política de Occidente.

En julio de 2006, entre las preguntas de una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) en España se incluía la valoración de las profesiones. El resultado: los militares y los periodistas son las profesiones peor valoradas (por ese orden) No es casual esta percepción. En cualquiera de los casos, periodistas y militares hacen uso de armas terriblemente destructivas; unos destruyen el cuerpo, otros destruyen el alma; ambos tipos de destrucción son complementarios y esenciales para que el mundo siga girando en la misma dirección. «¿Hasta cuando los medios de comunicación seguirán llamándose medios de comunicación?», se preguntaba Eduardo Galeano en un desgarrador texto sobre las guerras de Israel y las de EEUU.


Ángeles Diez Rodríguez es doctora en Ciencias Políticas y Sociología, profesora de la Universidad Complutense de Madrid y miembro de Aire Comunicación. Este artículo ha sido publicado en el nº 23 de la revista Pueblos, septiembre de 2006.

[1] En cada una de estas fechas se produjeron matanzas por parte de Israel; las muertes cotidianas producidas como consecuencia del régimen de ocupación israelí no están fechadas.

[2] Historiador italiano que estudió magistralmente la revolución francesa y los principios de legitimidad en su obra El poder. Los genios invisibles de la ciudad, Tecnos, Madrid, 1988.

[3] W. Lippmann, La opinión pública. Langre, Madrid 2003, p. 52.

[4] Según el artículo aparecido en Red Voltaire «Karen Hughes asume la dirección de la propaganda«, [Consulta, 4/08/06], en relación al nombramiento en abril de 2005 de la nueva jefa de la Diplomacia Pública estadounidense. En los diccionarios británicos la expresión «diplomacia pública» aparece como sinónimo de «propaganda».

[5] Pie de foto, El País, 30/07/06; Pág. 6.

[6] Pie de foto, El País, 30/07/06; Pág.5.

[7] Titular y entradilla de El Mundo, 31/07/06; Pág. 20.

[8] Titular de El País, 11/08/06, Pág. 3.