Breve en verdad, pues compartimos cuanto se dice en ese importantísimo artículo (cuya lectura y estudio recomendamos encarecidamente) con la única salvedad de una muletilla, manida donde las haya: la «honda raíz judeocristiana». El Cristianismo supone una ruptura total con el Judaísmo (de ahí precisamente que fuera imperativo matar a Jesús). Que la tradición cristiana […]
Breve en verdad, pues compartimos cuanto se dice en ese importantísimo artículo (cuya lectura y estudio recomendamos encarecidamente) con la única salvedad de una muletilla, manida donde las haya: la «honda raíz judeocristiana».
El Cristianismo supone una ruptura total con el Judaísmo (de ahí precisamente que fuera imperativo matar a Jesús). Que la tradición cristiana haya conservado el Antiguo Testamento como libro sagrado (algo que también hace el Islam, globalmente menos alejado del Judaísmo) no puede ocultarnos la radical diferencia entre el Dios del Sinaí, vengativo y violento, y el Padre dulce y bueno de los Evangelios.
La expresión «judeocristiano» no sólo no tiene ningún sentido, ni teológico ni cultural, sino que además nos remite de manera nada inocente al contexto ideológico del choque de civilizaciones: nosotros, los judeocristianos, en una trinchera, y en la de enfrente los musulmanes. Casi nos atreveríamos a decir, sin que esto empañe en nada nuestro inmenso cariño y admiración por Ángeles Diez, que en verdad «pocas veces nos detenemos a analizar los discursos que utilizamos y cómo reproducen las mismas lógicas manipuladoras».
En este caso, además, el uso no es sólo automático (y por tanto ingenuo) sino también incorrecto. En efecto, la justificación que se nos da es que «[sólo] nos salvamos si actuamos siguiendo nuestra conciencia». Pero la idea de salvación es ajena al Judaísmo, que ignora los conceptos de un alma inmortal o de una vida tras la muerte: los muertos se limitan a esperar en sus tumbas la llegada del Mesías. En este sentido, el dogma católico de la esperanza en la resurrección de la carne es ciertamente una pervivencia del Judaísmo: la excepción anecdótica cuyo propio carácter excepcional viene a confirmar la regla que postulábamos al principio.
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Así describía Ángeles Diez la actitud que nos lleva a la salvación: «Decimos lo que creemos. Nos importa, por encima de casi cualquier cosa, tener la conciencia tranquila, ser justos.» Los ecos que nos traen estas palabras suenan ciertamente muy lejanos, pero todavía claros y distintos. Y esos ecos hablan griego. No olvidemos que Platón, y para ser más exactos las doctrinas neoplatónicas (Plotino), jugaron un papel esencial en la cristalización del Cristianismo en los primeros siglos.
He aquí, pues, el hallazgo que necesitábamos. Grecocristriano. Las raíces de nuestra cultura son hondas y grecocristianas. Y el sentimiento de culpa ese, grecocristiano, y grecocristiana la conciencia y tutti quanti . Ya está, ya lo tenemos. El próximo que diga o escriba «judeocristiano», que al menos no alegue ignorancia o inevitabilidad.
Huelga decir que cuanto precede no tiene nada que ver con lo que cada uno piense de las religiones en general o de la Iglesia Católica (¡o de la Conferencia Episcopal española!) en particular. Ni implica en modo alguno que el Judaísmo no sea una religión admirable y respetabilísima, como se encargan de recordarnos los rabinos antisionistas de Naturei Karta (muy minoritarios, es cierto; pero diez hombres justos bastan salvar Sodoma) cada vez que flaqueamos viendo cosas como ésta.
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