El macartismo y la visión conspirativa de la historia, de la política y, sobre todo, de la lucha de clases son el último reducto al que recurre el peronismo en tiempos de crisis, una confesión de su impotencia. Frente a los conflictos desatados por las suspensiones y los despidos, se empiezan a agitar fantasmas contra […]
El macartismo y la visión conspirativa de la historia, de la política y, sobre todo, de la lucha de clases son el último reducto al que recurre el peronismo en tiempos de crisis, una confesión de su impotencia. Frente a los conflictos desatados por las suspensiones y los despidos, se empiezan a agitar fantasmas contra una supuesta izquierda «siniestra» con oscuros intereses «destituyentes», que alienta «artificialmente» a los conflictos y casi los «inventa». El hombre del «opus dei», Jorge Capitanich, y uno de los representantes más recalcitrantes del sindicalismo entregador (Ricardo Pignanelli), son los encargados de lanzar los ataques contra la izquierda. El viejo cuento de que la lucha de clases es un invento de la izquierda radicalizada y no un hecho real, producto del enfrentamiento de intereses irreconciliables, que se vuelven más agudos en tiempos de vacas flacas, es decir, de declive económico.
John William Cooke se había ocupado (desde una estrategia de Frente de Liberación Nacional que no compartimos pero que está a años luz del reaccionarismo que exhibe actualmente el gobierno) de los «pequeños maccarthys» tipo Capitanich, hace más de 50 años: «Al analizar el papel de la clase trabajadora en el Frente de Liberación, debe partirse del hecho concreto de que la lucha de clases existe y no se trata, como sostiene la reacción, de un invento comunista. El marxismo ha analizado el problema, pero no lo ha creado, porque la lucha de clases no es una teoría sino un hecho. Esto, que ha sido reconocido por la extrema derecha más esclarecida de los países europeos, constituye una herejía para la oligarquía argentina que, siempre «idealista», sostiene que la lucha de clases es producto de la prédica de los demagogos y los comunistas, y no una resultante del régimen social. Algunos pequeños maccarthys infiltrados en el movimiento popular difunden estos puntos de vista, contribuyendo a sembrar el divisionismo. La lucha de clases no es un problema de sentimientos ni de ideas. Es algo concreto, resultante de la estructura económica. Por lo tanto, querer solucionar los problemas de ella derivados por medio de fórmulas conciliadoras es creer en la magia negra y ser tan reaccionario como los que niegan su existencia». (La lucha por la liberación nacional. John William Cooke – 1959).
La realidad es que en los conflictos como el emblemático de Lear y ahora el de Donnelley, se manifiesta una resistencia seria en la defensa de los puestos de trabajo y de los delegados que se ponen a la cabeza en esas peleas. La identificación de esos delegados y trabajadores con la izquierda se basa en el hecho simple de que apuestan al camino de la resistencia frente a los intentos de hacer caer las primeras consecuencias de la crisis del «modelo» sobre los trabajadores, es decir, sobre sus propias espaldas.
Para el jefe de Gabinete, son conflictos «artificiales». Parece ser que los únicos conflictos «genuinos» son aquellos en los que se aceptan mansamente las suspensiones y los despidos. Es decir, el único conflicto «genuino» es el que no existe. Y después algunos inefables como Artemio López hablan de la «izquierda troska neoliberal»…
Incluso Capitanich va más lejos en su confesión, acusa a los trabajadores y a la izquierda del tremendo delito de «coordinación» porque buscan unificar las luchas contra las suspensiones y despidos. O sea que el conflicto «genuino» para Capitanich, si tenemos la desgracia de que exista, debe ser además «des-coordinado», para no ser calificado de «destituyente».
Pero los sindicatos nacieron para «coordinar» la lucha en la fábrica, y luego se extendieron para coordinarse con las otras fábricas de la misma rama; y luego las federaciones y las propias centrales nacen para coordinar la lucha de toda la clase obrera. Fue la estatización de los sindicatos llevada adelante por el peronismo (dicho sea de paso un fenómeno internacional durante los años 30 y 40, analizado en su momento por León Trotsky en su exilio mexicano) la que impuso la posición de que los obreros, en vez de unir esfuerzos, debían optar por las negociaciones por separado, porque «los sindicatos son de Perón».
Cuando Capitanich dice que «el peronismo es el que defiende a los trabajadores a través de los sindicatos» no está reivindicando el rol «reformista» de los sindicatos burcratizados, sino su subordinación al Estado. Por eso cuando los gremios tímidamente se pronuncian contra el impuesto a las ganancias los acusa de defender «la política de Hood Robin». Si llevamos la lógica del gorilismo de Capitanich hasta el final, terminaría coincidiendo con los «liberales» que se quejan de que los sindicatos «impiden el normal funcionamiento de la oferta y la demanda» con sus «reclamos desmedidos». Se ubica incluso no ya por derecha de J.W. Cooke, lo cual es más que obvio, sino de abogados más que orgánicos a la burguesía como Julián de Diego, que dice que los conflictos recrudecen por la inflación y que si la burocracia quiere remover a los delegados de izquierda, debería ganar por elecciones.
Para no personalizar en el Jefe de Gabinete, debemos reconocer que su actual protagonismo discursivo «anti-zurdo» al igual que el de Pignanelli, son parte de que el kirchnerismo, en su deriva cada vez más bonapartista, se desembaraza de sus «alas izquierdas» y se recuesta en la derecha peronista más rancia, para de este modo administrar su propio «fin de ciclo». Este es el límite que puede tener cualquier candidatura de «Kicillof» como «recambio generacional», «continuidad del relato progresista» o lo que fuere el supuesto «marxista-keynesiano» devenido «pagador serial».
Se dijo alguna vez que «el peronismo es de centro, más que nada por promedio histórico», buena definición pragmática para describir la a su vez pragmática realpolitik peronista. Sin embargo, cuando la lucha de clases rompe la monotonía de los promedios, los «progres» de ocasión se recuestan sobre «el lado malo» de la historia, no para que avance sino para que se detenga en el sueño dogmático de suprimir la lucha de clases.
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