Si va usted por Buenos Aires y pasa por la misma calle Corrientes que Carlos Gardel inmortalizara en aquel tango, no se tome la molestia de buscar el número 348. Ya no existe la vivienda ni la segunda puerta, tampoco el ascensor, y sigue el edificio sin porteros o vecinos porque ya no queda nada […]
Si va usted por Buenos Aires y pasa por la misma calle Corrientes que Carlos Gardel inmortalizara en aquel tango, no se tome la molestia de buscar el número 348. Ya no existe la vivienda ni la segunda puerta, tampoco el ascensor, y sigue el edificio sin porteros o vecinos porque ya no queda nada de aquella popular dirección.
En su lugar se levanta ahora un banco mercantil.
Me dicen que son los inevitables costos de los nuevos tiempos que se llevan de la mano de la pretendida modernidad todos los rasgos y señas de la propia identidad. De Gardel en Buenos Aires va quedando muy poco, algún perdido guiño en una esquina, una vieja taberna, afiches que recuerdan el pasado esplendor del tango y unas cuantas nostalgias aplastadas bajo el peso de la televisión por cable. Desde el Norte, nuevos aires barren con guitarras, bandoneones y acordeones para que se llenen de gritos las modernas discotecas en las que la juventud somete a sus neuronas a la tortura de la peor música electrónica.
No es sólo Buenos Aires ni es sólo la música. Aquí y allá las construcciones coloniales desaparecen para que puedan en sus solares levantarse espantosos expendios de comida basura de afamados nombres y muy pobre sazón o plazas comerciales o bancos mercantiles. En nombre del futuro desaparecen los parques y se multiplican los aparcamientos que nunca son bastantes. No puede haber concesiones a la nostalgia, dice el progreso que fracciona memorias y aplaude desarraigos.
Cada vez más, olvidar no es sólo una forma de vivir, es también la más solicitada y mejor remunerada de todas.
Conservar las plazas en las que tantas veces nos perdimos y encontramos, volver a pasar por esos callejones que alguna vez nos oyeron amarnos no pueden ser criterios del globalizado modernismo que nos desnuda cuanto más nos arropa y que necesita la amnesia para los obstinados y la ignorancia para los creyentes.
Hay que crear nuevos espacios, dicen, mientras las urbes crecen más que las distancias, el caos se adueña de la calle y pierde el ciudadano su ciudad.
Y así fue que, un día, Buenos Aires se convirtió en Barcelona, y después en París y más tarde en Milán, en Hamburgo… ¿y Buenos Aires? ¿Dónde está Buenos Aires?
Tal vez en los desnudos ojos de un mestizo con memoria o en la mano franca que te puede tender un argentino.