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Culto y Cultores de la vida (la muerte presente en nuestros días cotidianos)

Fuentes: Rebelión

No hace mucho oí decir, en esos programas radiales que dan vergüenza o indignación escucharlos, que en el campo de la izquierda existía una gran «adoración a la muerte» -sentencia no nueva, por cierto-. Se recuerdan los muertos y los no-muertos (los desaparecidos, que entran en esa otra categoría de ¿? gran interrogante). Ese empecinamiento […]


No hace mucho oí decir, en esos programas radiales que dan vergüenza o indignación escucharlos, que en el campo de la izquierda existía una gran «adoración a la muerte» -sentencia no nueva, por cierto-. Se recuerdan los muertos y los no-muertos (los desaparecidos, que entran en esa otra categoría de ¿? gran interrogante). Ese empecinamiento por «remover las heces de la guerra que perdieron en los ’70», como puede leerse en alguna página de la red, desconociendo las condiciones de lo que puede ser denominado ‘guerra’, y mucho peor: negando los hechos tal sucedieron.

Así, interpretaban -y deben seguir haciéndolo- que «adorar» la muerte de los propios es bregar por la muerte de los otros, es decir promover el asesinato o el terrorismo. Sin dudas, tienen una estrecha interpretación del significado estricto del término ‘adorar’, y a esa adoración la convierten linealmente en siniestra (que, además, ¿paradojas? lingüísticas mediante, la derecha es sinónimo de diestro y la izquierda de siniestro).

Sin más, dentro de unos días se cumplirán los cuarenta años del asesinato de Ernesto Che Guevara, y por supuesto se sucederán los homenajes, e inclusive habrá mucho flamear del rostro que más pertenece a Korda-Warhol que al ideario y la práctica propia de uno de los líderes revolucionarios más importantes de la historia de todos los tiempos. Aun pasados estos cuarenta años sigue valiendo esa afirmación de J.P. Sartre en la que lo define como «el ser humano más completo de nuestra época».

Será una vez más, como aquellos obstinados periodistas decían (todos muy cristianos), un culto a la muerte, lo que en muchos casos no es otra cosa que el develar ciertas condiciones necesarias de subversión. La semana pasada se cumplió un año de la desaparición de J.J. López, y por allí en Internet se lee el vituperio más estremecedor de todos: la desaparición de «ese testigo de la nada»; entonces se puede medir la poca capacidad intelectual de los personajes que eso escriben: deberían ser agradecidos que todo quede circunscripto en un recordatorio de la muerte o de las desapariciones de muchos de nuestros compañeros, y que no estemos festejando las suyas (por ser los que jalan el gatillo, los que tienden las redes, y/o cavan los pozos). Parafraseando a Brecht, ante tantas bofetadas tantas trompadas, pero por ahora se trata sólo de bofetadas, bofetadas, y más bofetadas.

‘Ustedes no nos matan’, dijo el hombre, ‘nosotros elegimos morir’. Entonces se llevaron una pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros», cuenta Rodolfo Walsh que un conscripto refirió a cómo murió el 29 de septiembre de 1976 (María Victoria Walsh y un compañero de ella). Es una idea última de libertad, en la que dos humanos acorralados deciden ellos mismos quitarse la vida imposibilitando a los otros sobre esa posibilidad de administrar la vida y la muerte, la tortura, el escarnio.

Salvando las cronologías y las distancias, por estas fechas dos presos políticos dirimen la integridad de su vida en una huelga de hambre que, de persistir la sordera de este gobierno de «los derechos humanos», terminará con ellos. Aquí deberemos invertir aquella sentencia del soldado y pensarla desde el «nosotros no elegimos morir, ustedes nos matan». Ese «ustedes nos matan» es disparado hacia todo el arco político-dirigente con poder de determinación sobre cuestiones tales, y así, su ignorancia o negación los convierte indudablemente en asesinos. No eligió Carlos Fuentealba morir, de quien la semana próxima se cumplirán seis meses de su masacre. En el cansancio de caminar por el pan, fue mortalmente herido por la represión policial. Carlos Fuentealba eligió, sí, eligió: eligió caminar.

Elige el gobernante proteger al asesino y encarcelar al que eligió protestar por la muerte del docente, del decente. Se eligen entre ellos, de manera farsante, para que premios mediante en Nueva York, se solventen las campañas políticas presidenciales. Y el asesino se hace acreedor de unos sobres, y la propaganda para postularse a ser elegido. Y ya no elegimos sino lo mismo dado, en el formato acordado por unos fusiles que balearon hace tres décadas a la utopía posible.

Estamos rodeados de muerte. No elige morir de hambre el niño que cada crepúsculo me pide moneditas para comprar comida. Ellos no eligieron la vida que llevan, apenas si llevan vida. Comparten con su caballo el mismo cansancio de acarrear basura, para buscar moneda entre los desechos del consumo «generoso» de la urbe capitalizada. Por caso y quizás la huelga de hambre, trascendiendo la realidad del hecho en sí, no sea más que una simbolización mimética de la lucha de esos presos en contra del hambre del niño que pide moneditas.

¿Qué condecoración por la lucha de cuáles derechos reciben de infames manos las manos perversas de una aspirante a mandataria? De esos mismos que disponen a tasa, y si no pudieran bomba mediante, de la vida de los pueblos. Allí liberan sus discursos, y hacen aparecer a López en la verba, mientras esconden a, al menos, diecisiete presos políticos (por los que pedimos su libertad), mientras sumarian la protesta subsumiéndola a los considerandos de leyes «anti-terroristas», y sobre todo mientras las injusticias sociales se reproducen hasta el hartazgo a lo largo y ancho de este territorio.

Los dignatarios poseedores de la voz y de las noticias se quedarán satisfechos intelectualmente al encontrar que caminamos por los muertos (por los que están y por los que no están); no es que nos interesen los 1 de noviembre, ni subir altares, ni esculpir bustos, ni tirar rosas al mar. Tampoco necesitamos «echarnos un muerto» para tener por qué protestar (como indicó descaradamente el «Baby Etchecopar»), hay bastante por subvertir como para tener la necesidad de matarnos o morirnos (entre nosotros mismos).