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Puerto Rico y la revista National Geographic: 1898-1907

De cómo a la bella princesa antillana le pusieron el mote de «mendicante majadera»

Fuentes: Rebelión

Tal como hermosa princesa antillana acabada de descubrir, la isla de Puerto Rico fue presentada al mundo de la ciencia estadounidense en la edición de marzo de 1899 de la revista National Geographic. Si es cierto eso que dicen, de que las primeras impresiones son las que cuentan, hay que decir que los editores de […]

Tal como hermosa princesa antillana acabada de descubrir, la isla de Puerto Rico fue presentada al mundo de la ciencia estadounidense en la edición de marzo de 1899 de la revista National Geographic. Si es cierto eso que dicen, de que las primeras impresiones son las que cuentan, hay que decir que los editores de la prestigiosa publicación no escatimaron en 1899 en elogios para nuestra isla:

«Es la más oriental y más pequeña de las Antillas Mayores, siendo 500 millas cuadradas menor que Jamaica, en términos de área. Tiene 95 millas de largo, 35 millas de ancho, y posee un área de 3,668 millas cuadradas. Su línea de costa tiene una longitud de 300 millas. Su área es 300 millas cuadradas mayor que la de Delaware, Rhode Island y el Distrito de Columbia, combinadamente, y 300 millas cuadradas menos que la de Connecticut. Al mismo tiempo, es la más productiva en proporción al área, la más densamente poblada y la más establecida en sus costumbres e instituciones».1 (Traducción libre)

El autor de la edición de National Geographic dedicada a Puerto Rico no era un científico cualquiera. Se trataba de Robert T. Hill, uno de los exploradores más destacados en el campo de las investigaciones geológicas en Estados Unidos, desde la perspectiva de los intereses del gran capital monopolista. Entre 1886 y 1890, por ejemplo, este condujo estudios geológicos que hicieron posible los gigantescos proyectos de irrigación de las granjas agrícolas y comerciales en el estado de Texas, mediante la extracción de aguas subterráneas. También llevó a cabo investigaciones que sirvieron de base para la exploración petrolera en la costa de esa región. Al incrementarse el impulso imperialista de las corporaciones estadounidenses en la década final del siglo XIX, Hill estuvo en México, Jamaica y Cuba identificando yacimientos potenciales de oro y otros minerales. Además, en 1896 evaluó en detalle los aspectos geológicos del desarrollo de la «ruta del canal de Panamá». Su considerable conocimiento de la geología y exploración mineralógica siempre estuvo al servicio del capital. En parte por eso, Hill iba más allá que muchos científicos naturales y se interesaba en todos los aspectos de los países que visitaba, la historia, la economía, la política y las cuestiones raciales. Sus estudios científicos culminaban siempre con una valoración de conjunto e incluían recomendaciones basadas en lo que él llamaba la «geografía económica» determinante de la rentabilidad de las inversiones. Era de esperarse, pues, que al ocurrir la invasión de Puerto Rico en 1898, Hill llegara a nuestra isla para evaluar la posibilidad de explotar minerales como el oro y el cobre. Así fue.

Puerto Rico resultó doblemente exótico para Hill. Geológicamente, la isla no se parecía en nada a los lugares de ocurrencia de minerales metálicos en Estados Unidos. Más bien, era una extensión, en las Antillas, de las formaciones geológicas de América Central y, en particular de Colombia, lugar en que abundaba el platino. Lo recomendable era, pues, hacer un estudio más completo de la viabilidad de la minería de exportación en Puerto Rico, tomando en cuenta su matriz antillana. El prospector ordinario -señaló enfáticamente- habría de encontrar las condiciones locales tan distintas a las de Estados Unidos, que «estaría completamente desorientado en seguir las indicaciones normales de riqueza mineral».2

En lo económico y social, Hill quedó hechizado con la isla. Aunque él era oriundo de Nashville, Tennessee, se desarrolló y vivió la mayor parte de su vida en Texas. De hecho, antes de ser una eminencia en el campo de la geología de las Grandes Praderas del Sur, Hill fue vaquero, literalmente, un cowboy. Durante su juventud, formó parte de las cuadrillas de trabajadores a caballo que movían reses desde Texas a Kansas, en viajes de meses de duración. Fue, precisamente, durante esas travesías a la intemperie que adquirió el pasatiempo de coleccionar fósiles y rocas. Sin saberlo, su colección contenía especímenes que nunca habían sido descritos en los textos de geología. Bastó con que un periódico los mostrara, para que cayeran en desuso todas las teorías propugnadas por el Manual de Geología, de James Dwight Baldwin, sobre las formaciones geológicas del sur de Estados Unidos. Hill no había ido aún a la universidad, y ya estaba en el centro de las controversias teóricas acerca de la evolución del continente de América de Norte.

Al llegar a la isla, Hill experimentó un segundo encuentro con lo desconocido. Las Grandes Llanuras del Sur, cuya geología él había estudiado para servir a los intereses de la gran agricultura comercial, se caracterizaban por la extensión y uniformidad topográfica. Un lugar de las llanuras era idéntico al otro, aunque mediara una distancia de cientos de millas. Además de lo aplanado del terreno, el elemento común allí era la escasez de lluvia. Él mismo, apenas graduado de la universidad de Cornell, trabajó en la región en la exploración de acuíferos y fuentes de agua subterráneas para usos agrícolas. Los estudios de Hill en Texas coinciden con una época en la evolución de la agricultura capitalista orientada hacia el uso intensivo de la irrigación y los fertilizantes artificiales. Era la época del fetiche capitalista de las granjas gigantescas, cuya productividad era función de la aplicación de la ciencia para dominar al mundo de lo natural.3

Puerto Rico le rompió todos los esquemas a Hill. Se trataba de un lugar diminuto, predominantemente montañoso y apenas cultivado por métodos científicos modernos. Sin embargo, era agrícolamente prospero. Las claves de esa prosperidad, a su juicio eran tres: la vasta productividad del suelo, la abundancia de lluvia y la energía de la pequeña agricultura diversificada:

«Probablemente, ningún otro lugar en todas las Antillas es tan fértil como Puerto Rico, y ninguno es más generalmente susceptible de cultivos y agricultura diversificada. Un solo acre de caña rinde aquí más azúcar que en ninguna otra de las islas, excepción hecha de Cuba. Poseedora de todas las variedades de escenarios tropicales, fértil desde la cima de las montañas hasta la mar, rica en tierras de pastoreo, sombreada por hermosos bosques de palmas magníficas, con la humedad de mil doscientas corrientes de agua dulce, sus posibilidades agrícolas son inmensas».4 (Traducción libre)

Quizás en una indiscreción inducida por sus primeras impresiones sobre Puerto Rico, Hill presentó una evaluación de la geografía económica de la isla no en función de criterios estrictamente imperialistas, sino de nuestra autosuficiencia. El sistema de la pequeña producción diversificada, calificado como un anatema por el pensamiento económico moderno estadounidense, hacía sentido en Puerto Rico. Nuestro país se destacaba, entre todas las Antillas, en que producía alimentos en cantidades suficientes para casi suplir las necesidades de sus habitantes, así como las de islas vecinas:

«Puerto Rico es esencialmente la tierra del agricultor y la más altamente cultivada de las Indias Occidentales. De hecho, es la única isla en que la agricultura es tan diversificada que produce suficiente comida para el consumo de sus habitantes, además de vastas cosechas de plantaciones en café, azúcar y tabaco para la exportación. Más aún, la tierra no está monopolizada por grandes plantaciones, sino que está dividida principalmente en pequeñas tenencias independientes».5 (Traducción libre)

Proveniente de Texas, la industria ganadera de la isla no pasó desapercibida para Hill. Nuevamente, hizo comparaciones interesantes con otras islas de El Caribe. Además, evaluó todo en el contexto del mercado caribeño:

«La agricultura diversificada de Puerto Rico está muy modificada por extensos intereses de pastoreo, que no solo suplen a sus habitantes de carne, sino que producen cientos de reses de excelente calidad para la exportación anual; especialmente para las Antillas menores, que son considerablemente dependientes de Puerto Rico para carne, así como bueyes de labor. Los principales consumidores son Martinica, Guadalupe, St. Thomas y Cuba. Las tierras de pastoreo son superiores a las demás de las Antillas. Están ubicadas principalmente en el sur y en el lado noroeste de la isla, y están cubiertas una nutritiva planta leguminosa, llamada malahojilla (Hymenachine striatum), que las reses consumen».6 (Traducción libre)

Con la misma energía y motivación intelectual con que dos décadas antes había estudiado los fósiles y rocas de la Grandes Llanuras del Sur de Estados Unidos, Hill se dio en 1899 a la tarea de estudiar el misterio de la prosperidad de Puerto Rico. Además de dos viajes exploratorios por la isla, revisó toda la literatura existente, en español e inglés, sobre la historia, economía, exportaciones, instituciones, cultura y demografía de nuestro país. También estudio los censos y las colecciones de la «Estadística General del Comercio Exterior», entre 1887 y 1896. Las conclusiones a que llegó sorprendieron a los que lo conocían por su afán en encontrar avenidas para la inversión de capitales estadounidenses en el mundo entero. A su entender, la pequeña producción agrícola en Puerto Rico era tan eficiente, y su población estaba tan contenta, que lo mejor era dejarla quieta, salvo para viajes de recreación y placer:

«Unos cuantos árboles de café y matas de plátanos, una vaca y un caballo, un acre de maíz o batatas dulces, esa es toda la propiedad de lo que podríamos denominar un jíbaro que vive cómodamente; y quien, montado en su simple y fuerte caballo, con un machete largo asomándose de sus canastas, vestido con un sombrero de paja y borde ancho, abrigo de algodón, camisa limpia y pantalones gastados, sale animadamente de su cabaña para ir a misa, a las peleas de gallos, o a bailar, pensando que es el ser más feliz e independiente que existe […] No es del todo seguro que habrán muchas oportunidades de adquisición de riqueza en Puerto Rico, por medio de la explotación de los recursos agrícolas y minerales, por parte de inmigrantes de los Estados Unidos. Las condiciones que han prevalecido por siglos no pueden cambiarse en un día. Las tierras, cuya titularidad ha sido mantenida por cientos de años, no pueden apropiarse sino mediante su compra. Por otro lado, la isla sería una adquisición exquisita, desde el punto de vista estético, y sería un lugar deseado por la gente para recreación y placer».7 (Traducción libre)

Al igual que como ocurrió con Herbert Wilson, no sabemos si Hill regresó a Puerto Rico después de su trabajo de exploración mineralógica entre 1898 y 1899. Lo que sí sabemos es que alguna fuerza poderosa y oculta lo llevó a retractarse humillantemente de sus conclusiones iniciales sobre la isla, forzándolo a hacer en 1900 una alabanza pública de los proyectos agrícolas y militares del gobierno estadounidense. Los suelos de Puerto Rico eran inexplicablemente, en sus escritos revisados, «basura que solo podía ser rescatada por la magia de la química, el drenaje y la irrigación».8 Hill nunca más volvió a ocupar las páginas de National Geographic, salvo un breve intervalo en 1902 en que quizás buscando resarcir su lugar en el mundo científico estadounidense, se fue de voluntario a Martinica para ayudar a las víctimas de la erupción de Mont Peleé. Como en los viejos tiempos en que, aún un vaquero, describió formaciones geológicas desconocidas por la ciencia geológica en las llanuras del sur de Estados Unidos, Hill fue el primero en dar cuenta de los efectos devastadores de los nuée ardentes o flujos piroclásticos; o sea, la mezcla de gases volcánicos, sólidos calientes y aire atrapado que se mueven a altas velocidades y al nivel del suelo, en ciertos tipos de erupciones. Hasta estos flujos entonces eran desconocidos por los vulcanólogos.9

La suerte de Hill, sin embargo, quedó echada con el «desliz» sobre la prosperidad de Puerto Rico antes de la invasión. El propio Alexander Graham Bell tuvo que intervenir para que le publicaran un último artículo en The National Geographic en 1902. No obstante su afirmación forzada de que la presencia militar de Estados Unidos en Puerto Rico era un «acto de guerra humanitario», y una bendición de Dios para un pequeño y empobrecido lugar en El Caribe, en 1903 Hill fue despedido del U.S. Geological Survey.

El 8 agosto de 1899 uno de los ciclones más violentos del siglo XIX, San Ciriaco, azotó a Puerto Rico. Los daños fueron inmensos. Más de 3,000 personas murieron por las inundaciones. La cosecha de café se perdió por completo. Sin embargo, nada aparece en los archivos digitales de National Geographic al respecto. La cortina de silencio impuesta por las tropas estadounidenses en la isla fue absoluta. Lo próximo que aparece sobre Puerto Rico en la revista data de diciembre de 1899. Su autor fue Hill, quien se limitó a intervenir, mediante una nota de una página, en el «debate» sobre el nombre oficial de la isla, «Porto Rico o Puerto Rico».10 ¿Qué eran 3,000 personas muertas en comparación con el nombre del collar que nos ponía el imperio en el cuello? Un mes después apareció otra nota en la revista, ahora anónima, anunciando que el presidente de Estados Unidos había puesto fin al debate, al declarar que el nombre oficial sería en adelante «Puerto Rico».11 De paso, la junta editorial de National Geographic criticó a Hill por su falta de «seriedad y capacidad» al tratar el tema de la nomenclatura apropiada para la isla, pues él había argumentado a favor del uso de «Porto Rico». Poco importa que Hill era (o había sido) una de las mentes geológicas más importantes de Estados Unidos. El error de nomenclatura era imperdonable.

En 1902, buscando congraciarse con las tropas militares en Puerto Rico, la revista National Geographic, dedicó su reunión anual al tema de la isla. ¿Quién fue el invitado especial para la ocasión? Pues, nada más y nada menos que William F. Willoughby, fundador del Instituto Brookings y exprofesor de economía en Harvard. Amigo cercano de Teodoro Roosevelt, Willoughby había sido nombrado tesorero del gobierno colonial de Puerto Rico en 1901, cargo que ocupó hasta 1909. Su mensaje a la National Geographic Society en Washington D. C. fue laudatorio de la administración del nuevo territorio: «En sus industrias, Puerto Rico avanza favorablemente. El azúcar y el ganado florecen».12 En la sesión de preguntas y respuestas, Willoughby afirmó que el huracán había sido «algo inusual».13 La verdadera «tormenta» era la falta de control emocional de los electores puertorriqueños, que se peleaban entre sí por asuntos electorales sin importancia. El resultado era la violencia en la colonia.

Entonces llegó el año del 1906. Una terrible sequía azotó a la agricultura de la isla.14 La competencia por los recursos de agua se tornó severa. Todavía en esa época el drenaje de agua dulce se mantenía en su estado casi natural. El agua abundaba en la Cordillera Central y escaseaba en las costas, particularmente en el sureste. Los grandes intereses azucareros, como la Central Aguirre, tenían sus propios pozos de agua dulce. El gobierno colonial hacía muy poco por aliviar el sufrimiento del agricultor puertorriqueño. Más aún, los proyectos gubernamentales de beneficio público se otorgaban, por lo general, a contratistas estadounidenses que se robaban el dinero y, a veces, ni llegaban a la isla. La prensa local comenzó a fustigar al gobernador designado por el presidente de Estados Unidos. El escándalo de corrupción en la administración de la colonia alcanzó la prensa de la nación imperial.

Fue en ese agrio contexto de crisis y múltiples revelaciones de actos de corrupción, que la revista National Geographic publicó su primer artículo de fondo sobre Puerto Rico, desde los tiempos de los maravillosos reportajes de Robert Hill. Ahora, sin embargo, el autor no era ni un geólogo ni un científico natural de renombre, sino el entonces secretario de guerra y también candidato republicano a la presidencia de Estados Unidos: William H. Taft. Tan o más mentiroso que Donald Trump, el guerrerista Taft utilizó las páginas de National Geographic para presentar un cuadro totalmente falso no solo de la situación de la isla al momento de la invasión, sino también de lo que él llamó la «historia americana» de la isla por nueve años. En un lenguaje burdo y prepotente negó la condición colonial de Puerto Rico y le atribuyó, mentirosamente, al gobierno federal las ayudas que llegaron a Puerto Rico en respuesta a la devastación de San Ciriaco:

«La soberanía de Puerto Rico pasó a manos de Estados Unidos el 18 de octubre de 1898, y esto con el pleno consentimiento de la gente de la isla […] Bien temprano en la historia americana de la isla, un ciclón pasó por encima de ella, destruyendo una buena parte de los cultivos de café; se gastaron $200,000 del fondo de emergencia del Departamento del Tesoro de Estados Unidos para comprar raciones y alimentar a los que quedaron desamparados».15 (Traducción libre)

¡Qué mentiras no dijo Taft sobre Puerto Rico y acerca de la supuesta «benevolencia protectora» de Estados Unidos entre 1898 y 1907! Contestar sus patrañas tomaría días y semanas. El imperio, según él, no había hecho otra cosa en Puerto Rico que no fuera garantizar nuestro bienestar y, en particular, evitar que apareciéramos ante el mundo «tristes y prostrados», como pasaba, según él, con las islas británicas, francesas, holandesas y danesas circundantes.16

¿Y que había recibido Estados Unidos a cambio de tantos esfuerzos, gastos y responsabilidades, entre 1898 y 1907? Nada, absolutamente nada. El problema de Puerto Rico no era ni económico ni político. Según el secretario de guerra, los conflictos brotaban del complejo de inferioridad de los puertorriqueños y de la falta de agradecimiento que estos exhibían frente el altruismo imperial:

«El carácter de los beneficios que nosotros hemos conferido a estas personas que hablan español es tal que, en ello, queda necesariamente implicado nuestro sentido de mayor capacidad para el gobierno propio, así como nuestra convicción de que representamos una civilización superior. Esto por sí mismo duele en el pecho de los nativos y les seca la flor de la gratitud. Es natural que sea así. Es inseparable de la tarea que tenemos que llevar a cabo».17 (Traducción libre)

Como si se tratara de un ‘Donald Trump’ de principios del siglo XX, Taft prosiguió en su artículo de National Geographic con expresiones pomposas acerca del significado de la presencia de Estados Unidos en Puerto Rico. Mintiendo sin reparos, se inventó datos para afirmar burdamente que la isla estaba en ruinas al momento de la invasión del 1898. Nada le importaron los artículos de Hill en la misma revista ocho años atrás. Lo único que importaba era su visión prepotente de lo que él llamaba la «historia americana de Puerto Rico», particularmente después de aprobada la ley Jones. En una afirmación que parece sacada de los twitteres modernos en la Casa Blanca, este futuro presidente de Estados Unidos afirmó que la benevolencia de su país hacia Puerto Rico era el «ejemplo más importante y más puro de altruismo en toda la historia de las naciones modernas».18 Y todo esto, hecho generosamente para el beneficio de un grupo de personas hispanohablantes, que maliciosamente abusaban de los derechos conferidos por la nación imperial. Ante todo, arremetió en contra de la prensa local:

«Los periódicos nativos unilateralmente se aprovechan de la libertad de prensa y abusan de este privilegio por medio de todo tipo de afirmaciones injustas diseñadas para agitar el prejuicio nativo en contra del gobierno y, por tanto, de los norteamericanos».19

Fue así que a Puerto Rico, a aquella bella princesa que cautivó el corazón del vaquero convertido en geólogo al servicio del capital, le pusieron en 1907 el mote de ‘mendicante majadera’.

Notas:

1 Hill, R. T. (U.S. Geological Survey) (1899). Porto Rico. The National Geographic. March 1899, pp. 93-112.

2 Hill, R. T. (U.S. Geological Survey) (1899). The Mineral Resources of Porto Rico. Washington: Government Printing Office, p. 10.

3 Hurt, R. D. (2002). American Agriculture. Indiana: Purdue University Press, pp. 165-220.

4 Hill, R. T. (1899). Cuba and Porto Rico: With the Other Islands of the West Indies. New York: Century Press, 158.

5 Ibid.

6 Ibid, pp. 159-160.

7 Ibid, pp. 169 &

8 Ibid., pp. 422-423.

9 Hill, R. T. (U.S. Geological Services). On the Volcanic Disturbances in the West Indies. The National Geographic. No. 13 (7): 223-267.

10 Hill, R. T. (Geological Survey) (1899). Porto Rico or Puerto Rico? The National Geographic. No. 10(12): 516-517

11 The National Geographic. No. 11(1), pp. 36-37.

12 Proceedings of the 1902 National Geographic Society. The National Geographic. No. 13(12): 466-470.

13 Ibid. p. 469.

14 Report of the Governor of Porto Rico for the Fiscal Year ending June 30, 1907. Washington Government Printing Office, pp. 31-32.

15 Taft. W. H. (Secretary of War) (1907). Some Recent Instances of National Altruism: The efforts of the United States to aid the peoples of Cuba, Porto Rico, and the Philippines. The National Geographic. No. 13(7): 432-438.

16 Ibid, pp. 433-434.

17 Ibid, p. 438.

18 Ibid., p.432.

19 Ibid, p. 438.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.