En tiempos del fascismo puro y duro, lo escrito, antes de ser publicado, pasaba por las manos y los ojos de un fascista especializado en perseguir el pensamiento. El escrito podía volver al autor con tachones, o llegaban prohibiciones expresas sobre las palabras expuestas y sobre la persona del escritor, y no se olvidaba el […]
En tiempos del fascismo puro y duro, lo escrito, antes de ser publicado, pasaba por las manos y los ojos de un fascista especializado en perseguir el pensamiento. El escrito podía volver al autor con tachones, o llegaban prohibiciones expresas sobre las palabras expuestas y sobre la persona del escritor, y no se olvidaba el guardián de dar aviso, si llegaba el caso, a jueces y policías, lo que traía la consiguiente cárcel y ruina familiar.
En algunas ocasiones hoy en día la censura tiene un color más oculto, pretendiendo así no escandalizar, y muchas veces lo consigue; el silencio de la parte publicante es una de las formas de censura más difundidas, también esta el recorte y la publicación en lugares inencontrables del medio de difusión, y en tercer lugar esta la campaña mediática para que nadie se atreva a tocar ciertos temas. Una mano advierte de lo prohibido y otra calza un guante de cuero negro y aprieta una porra: la amenaza para que cualquiera se autocensure.
Libres son los censores en su tradición fascista. De estas tres formas básicas sabemos sobretodo de dos, la segunda y la tercera: el recorte y la persecución. La primera es tan vaporosa que tan solo el escritor y el director de la publicación la conocen fielmente porque están en el ajo, sin embargo como no se hace pública pasa a habitar un espacio que parece encontrarse en la tercera dimensión. Para el resto de los que escriben la censura es un saber que hasta parece natural. Y eso es lo peor, que no produzca escándalo la persecución antidemocrática. Si es así entonces es que la sumisión ha alcanzado el punto óptimo. Hacer que los trabajadores asuman de la persecución la condición de que puede caerles un castigo si denuncian una tropelía o están en desacuerdo con quien vive a costa de la mayoría, y que ese castigo lo acepten como natural como algo que no pueden dar por terminado, es lo que más puede desear el censor, pues la aceptación pasa a ser equivalente a la antigua condición de castigo divino.
La iglesia antes conseguía instaurar entre el pueblo el miedo a desobedecer. Aquí donde estamos, los gobiernos quieren mantener por encima de todos nosotros a los reyes y príncipes, personajes que parece que no se sabe de donde vienen y por el contrario son los herederos de la dictadura franquista. De todos modos, qué viejo suenan esos nombres: rey reina, príncipe y princesa . El mundo cambia, pero ellos no, quieren seguir siendo los señores intocables. Antes se proclamaban descendientes de Dios, también escribían en las monedas «por la gracia de Dios». Los últimos años sí han cambiado, ahora solo son intocables por la fuerza de los partidos y gobiernos que tienen a su servicio. Partidos, gobiernos, que no quieren que seamos ciudadanos, título que adquirieron las buenas gentes libres de monarcas con la revolución francesa; partidos y gobiernos que quieren que sigamos siendo siervos, pero sin que de su boca salga esa palabra vergonzante porque entre otras cosas supone la privación de derechos para la mayoría, y la atribución de derechos especiales para esos pocos. No hay igualdad, dicen ser intocables, y por medio del temor quieren instaurar la idea de que no se van a marchar, de que su estado es inamovible. Los rebrotes republicanos en defensa de la igualdad ante la ley y de la asumción de responsabilidades como cualquier ciudadano pone en cuestión a sus defensores y a ellos mismos, y a la formulación autoritaria con la que pretenden blindarse.
En un plano más amplio, un plano que comprenda el espacio en el que habitamos y el internacional, de la censura, quizás el mejor conocedor de sus formas sea Pascual Serrano, periodista especializado en el descubrimiento de las tropelías que cometen los censores de hoy. Yo solo pretendo aquí, humildemente, aportar un texto del gran escritor Julio Cortázar en el que se refiere al tema comentado:
Nos podría pesar me crea
El verba volant les parece más o menos aceptable, pero lo que no pueden tolerar es el scripta manent, y ya van miles de años de manera que calcule. Por eso aquel mandamás recibió con entusiasmo la noticia de que un sabio bastante desconocido había inventado el tirón de la piolita y se lo vendía casi gratis porque al final de su vida se había vuelto misántropo. Lo recibió el mismo día y le ofreció té con tostadas, que es lo que conviene ofrecer a los sabios.
– Seré conciso -dijo el invitado-. A usted la literatura, los poemas y esas cosas, ¿no?
– Eso, doctor -dijo el mandamás-. Y los panfletos, los diarios de oposición, toda esa mierda.
– Perfecto, pero usted se dará cuenta de que el invento no hace distingos, quiero decir que su propia prensa, sus plumíferos.
– Qué le vamos a hacer, de cualquier modo salgo ganando si es verdad que.
– En ese caso -dijo el sabio sacando un aparatito del chaleco-. La cosa es facilísima. ¿Qué es una palabra sino una serie de letras, y qué es una letra sino una línea que forma un dibujo dado? Ahora que estamos de acuerdo yo aprieto este botoncito de nácar y el aparato desencadena el tirón que actúa en cada letra y la deja planchada y lisa, una piolita horizontal de tinta. ¿Lo hago?
– Hágalo, carajo -bramó el mandamás.
El diario oficial, sobre la mesa, cambió vistosamente de aspecto: páginas y páginas de columnas llenas de rayitas como un morse idiota que solamente dijera ——
– Échele un vistazo a la enciclopedia Espasa -dijo el sabio, que no ignoraba la sempiterna presencia de ese artefacto en los ambientes gubernativos. Pero no fue necesario porque ya sonaba el teléfono, entraba a los saltos el ministro de cultura, la plaza llena de gente, esa noche en todo el planeta ni un solo libro impreso, ni una sola letra perdida en el findo de un cajón de tipografía.
Yo pude escribir esto porque soy el sabio, y además porque no hay regla sin excepción.