La saga de los holdouts amenaza no sólo las posibilidades de recuperación argentina, los modos en que a futuro se van a reestructurar las deudas e, incluso, la posibilidad de una decadencia de Nueva York como plaza legal del sistema financiero global por otras más seguras jurídicamente, como Londres. La sucesión de desaguisados provocados por […]
La saga de los holdouts amenaza no sólo las posibilidades de recuperación argentina, los modos en que a futuro se van a reestructurar las deudas e, incluso, la posibilidad de una decadencia de Nueva York como plaza legal del sistema financiero global por otras más seguras jurídicamente, como Londres. La sucesión de desaguisados provocados por el triángulo «fondos buitre-justicia estadounidense-gobierno argentino» ha puesto en duda la capacidad de análisis de hechos en donde se supone que sus protagonistas son racionales, cuentan con información suficiente y pretenden sacar la mayor ventaja sin caer en una situación en la que todos pierden.
Dejemos atrás, para no aburrir, toda la trama de acciones iniciada a partir de la compra de los bonos defaulteados argentinos por los fondos, y concentrémonos solamente en la fase final, luego de la increíble sentencia del juez Griesa que ordenó el pago total a los holdouts. A partir de allí, todos los analistas (salvo los «pesimistas intuitivos» que sin dar razones siempre dicen que todo va a salir mal) habían apostado a que la apelación argentina a la sentencia no sería favorable al país. En cambio, sí consideraban que la Corte Suprema de Estados Unidos iba a evitar todo el imbroglio en el que estamos con un movimiento que aparecía sin costos, elegante y racional: pedirle al Treasury información adicional para poder formarse una idea de «what is going on». Con esto, seguramente el informe solicitado tardaría unos meses, y analizarlo otros más, con que todo el trámite iba a quedar sin sentido a partir de franquear el límite temporal de diciembre para la aplicación de la infame cláusula RUFO. Dicho en castellano, así hubiera quedado desactivado el posible reclamo de los bonistas que entraron al canje para solicitar lo mismo que se les pagaría de más a los buitres, para cumplir la sentencia de Griesa.
Pero esto no fue así, y es el primer punto que nadie puede explicar en términos de la racionalidad económica del gobierno de Estados Unidos. Porque una cosa es un juez local, devenido un personaje de historieta como Griesa, que no tiene nada que perder, y otra es la Corte Suprema e incluso la Casa Blanca que, por más independencia que tenga en un sistema institucional disparatado, en este caso tuvieron que ser cursadas consultas sobre el tema obligatoriamente.
La duda enorme es por qué las más altas autoridades de Estados Unidos prefirieron generar una situación que incluso es contraproducente para las finanzas globales, como lo ha manifestado no tanto el apoyo a la Argentina como las críticas del arco de especialistas/intelectuales/académicos al fallo de Griesa, a esta salida elegante y descontada por los mercados. Y aquí las explicaciones pasan a otro campo diferente al de la racionalidad económica. Por ejemplo, la más sencilla, de que a veces «shit happens», un equivalente al maradoniano «se les escapó la tortuga» y que las autoridades no se dieron cuenta de las consecuencias de sus actos. La otra, más conspirativa, es que EE.UU. se «cansó de nosotros» y buscó el momento más débil para vengarse de toda la serie de desplantes kirchneristas.
Por supuesto, nadie en el gobierno de Estados Unidos confirmará esta hipótesis sino que, además, venía siendo desmentida por su fuerte apoyo en la renegociación argentina con los acreedores. Pero hay un hecho que marcó un cambio en esa actitud, más allá de los comunicados de rigor: llegado el punto de la presentación ante la Corte Suprema, contra lo esperado por todo el mundo, el Tesoro desistió de presentarse como amicus curiae y llevó a que el FMI tampoco lo hiciera. De todos modos, el Departamento de Estado, a través de su titular John Kerry, declaró que «si la Corte Suprema así lo solicita, enviaremos un informe para fijar nuestra posición». Lo que permitía ilusionarse con que todo quedaría para después de diciembre. De allí que la celeridad con que la Corte Suprema de Justicia apoyó el fallo de Griesa desconcertó a todo el mundo.
Aquí empieza otra fase en la saga: los analistas estimaron que el gobierno argentino trataría por todos los medios de evitar un nuevo default. Primero, porque sería desandar un camino de normalización con el sistema financiero global que había costado muchos más millones de dólares que los implicados en la sentencia de Griesa, respecto de los acuerdos de reparación sellados con Repsol y con el Club de París. Segundo, porque se suponía que el ingreso a un nuevo default (aunque en nada comparable con el de 2002) sería un martillazo a cualquier intento de recuperación de la economía antes de las elecciones. Y en tercer lugar porque el kirchnerismo exhibía como uno de sus logros más importantes el haber sacado el país del default anunciado por Rodríguez Saá, siendo un cierre irónico dejar la presidencia con el país en un nuevo default. Lo racional, entonces, aparecía como una negociación en que se acordaría dejar bien claro que el pago argentino no era voluntario (y así no activar la temida RUFO) y, cuanto mucho, se usarían los 30 días de plazo para pujar a cara de perro. Así lo entendió el mercado, y los bonos y la Bolsa subieron descontando el arreglo, que sería presentado como un «no arreglo».
Pero entonces, lo que parecía sencillo comenzó a ser definido por el ministro Kicillof como imposible. En su perspectiva, cualquier arreglo antes de diciembre, aun forzado, podría ser interpretado por cualquier juez de Nueva York como «voluntario» y abrir el cauce para un reclamo ya no de miles sino de cientos de miles de millones de dólares. Con esta declaración, Kicillof operaba como Hernán Cortez, quemando los barcos: ahora constaba en actas que el mismísimo ministro argentino entendía que siempre debería regir la RUFO. Los motivos de dicha consideración -en realidad ultraconservadora y temerosa- son conocidos sólo por el puñado de funcionarios que tomó la decisión.
Lo cierto es que, como en la fábula de Esopo en la que una zorra, al haber estado saltando infructuosamente para hacerse de un espléndido ramo de uvas se autoconvence de que estaban amargas, el Gobierno rearmó su ecuación económico-política y consideró no sólo que el default no iba a agregar demasiadas malas noticias a las que ya arreciaban sobre la economía argentina, sino que incluso le podía dar un rédito político que no había considerado antes.
Así, por estas horas, se habla de intensificar el «relato» y hasta de una posible candidatura de Axel Kicillof, incluso por fuera de las PASO del FPV. Y es que todo puede pasar en la Dimensión Desconocida K. Algo que ha sucedido varias veces ya: el Gobierno cree cumplir con los requisitos que le pide el Mundo para entrar en la normalidad, y hasta se ufana de eso. Entonces, se da una escalada donde el Gobierno cree que hubo una conspiración en su contra, y el kirchnerismo cristinista, como tantas otras veces que se había ilusionado con ser el Mejor, decide ser el Peor. Así pasó con Clarín, con la valija de Antonini, con el viaje de Obama que de Chile voló sin escalas a Brasil. Expectativas frustradas que fueron respondidas con la Ley de Medios, con el acercamiento a Hugo Chávez, con el decomiso de material de inteligencia en el avión de los marines en Ezeiza y el increíble acuerdo con Irán.
Como Lucifer, que en su soberbia de sentirse el más bello del firmamento y pretender ser Dios, terminó siendo Satanás, convirtiéndose en el Príncipe, pero de las Tinieblas, en la elipse fatal de un Ángel Caído. Sólo que en esta historia, en vez de la eterna y grandiosa batalla entre el Bien y el Mal, se manifiestan todos los egoísmos, miopías e irresponsabilidades de aquellos que, habitando en lo alto, se olvidan de lo que le sucede, por sus actos, al resto de los que habitan en el llano.
Fuente original: http://www.revistadebate.com.ar/?p=6530