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«Desinfovirus», retorno al futuro y reivindicación del conocimiento razonado

Fuentes: Rebelión

«En el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio». (Albert Camus, La peste).

El mundo contemporáneo se rige por un rumbo incierto y volátil que, en su maremágnum, tiende a perder sentido ante nuestros ojos y parámetros mentales. La instauración de esta era de la incertidumbre no sólo dinamitó aquello que considerábamos como dado y seguro, sino que también arraigó incredulidad y descrédito respecto a la ciencia. Como parte de este síndrome de la desconfianza –que es, en sí, una desconfianza hacia “el otro”– se impusieron los demagogos que masacran y trivializan la palabra y que se tornan vendedores de humo desde las cavernas de la reacción o del progresismo, aún sin ser especialistas en casi nada más que la calumnia y la intriga.

Este negacionismo –financiado, sobre todo, por la decadente industria petrolera– es una especie de desprecio hacia el conocimiento razonado, sistematizado y riguroso, que lo mismo proviene de las clases dirigentes que de los sectores populares, en sus afanes por trivializar la verdad. El fundamento de esta actitud displicente es el arribo de un mundo postfactual, regido no por los hechos susceptibles de contrastación y confirmación, sino por el resorte de las pulsiones y emociones más primitivas de los individuos. El mundo fenoménico da paso a los llamados “hechos alternativos” (los alternative facts de Kellyanne Conway, consejera presidencial de Donald Trump) que encubren la mentira y el engaño maniqueista.

El rumor y la mentira tornaron al conocimiento en un objeto de desprestigio y de un desdén posmoderno que crucifica y lapida la razón y toda posibilidad de certeza. Subsumido al individualismo hedonista que traza, desde la burbuja del narcicismo privado, los contornos de su propio mundo a medida, imagen y semejanza, el conocimiento es sitiado, lo mismo por «comentócratas», que por ocultos líderes del rumor y el miedo que pululan en la plaza pública digital.

En esta jerga que opaca la luz de la razón, se encubre que las epidemias en el mundo contemporáneo son una responsabilidad compartida, colectiva o antropogénica, pues no ocurren al azar, de manera fortuita o casual, por accidente o por mandato y castigo divino. Somos sociedades y seres interconectados por la intensidad de las relaciones sociales y su desanclaje de los espacios locales. Y ello acerca los problemas públicos que se suscitan al otro lado del planeta.

La actual emergencia sanitaria provocada por el SARS-CoV-2, es parte de un cambio civilizatorio que rompe con el falso confort y mediante el cual nos enteramos, como humanidad, de que es imposible imponer nuestros tiempos y deseos a la naturaleza. La angustia nos enfrenta a la desilusión generada por la sensación de que no poseemos –tal como creíamos– el control sobre todo lo que nos rodea. El síndrome de la desconfianza pronuncia más ese abismo al tiempo que rompe el sentido de comunidad y nos aleja de «el otro».

Vivimos tiempos de tergiversación semántica en la cual predomina una erosión y destrucción del sentido y significación de las palabras. Si el conocimiento y la experiencia son devaluados, se entroniza el prejuicio, la falsedad y la emoción pulsiva por encima de la razón informada. Más aún, la autocomplacencia ante la ignorancia tecnologizada, se impone ante el conocimiento y el razonamiento precisos que revelan nuestras flaquezas. Por ejemplo, se da por hecho incuestionable que el coronavirus es el causante de la crisis económica/financiera global que se augura y ya se cierne en el mundo. Sin embargo, un virus no pone en predicamento al capitalismo solo porque sí, sino que éste ya padecía una esclerosis o una enfermedad endémica y terminal: el fundamentalismo de mercado y su incapacidad para inaugurar nuevos mecanismos de acumulación de capital. Ascendido al piso de terapia intensiva, este capitalismo rentista y especulativo no saldrá del coma inducido y de su fase de contagio ni con los cuantiosos recursos presupuestarios canalizados desde los estados hegemónicos. 

Con el confinamiento forzado no sólo se rompe el sentido de comunidad, sino que se extienden exponencialmente los abismos entre el Estado inoperante y la sociedad en urgencia. Roto el pacto social entre el Estado, el capital y la fuerza de trabajo, suscrito durante la segunda posguerra, y erosionados los mecanismos tradicionales de intermediación social –como el sindicalismo y los partidos políticos– el individuo quedó a expensas del mercado y de sus dispositivos de control social. Sus derechos sociales –como la atención sanitaria y la seguridad social– mutaron, con el fin de ese pacto, en servicios mercantilizados. Y, en ese contexto, la desconfianza y la sospecha no sólo atizan el miedo, sino que fragmentan la comunidad y agrandan las garras coercitivas del aparato estatal.

La pandemia del Covid-19 evidencia varias certezas: en este cambio de ciclo histórico para la humanidad todo dejará de ser igual a como lo fue antes del brote epidémico. Pero no ocurrirán estas transformaciones epocales porque el virus las gestase, sino porque desde hace décadas se perfilaban tendencias sistémicas (recurrentes crisis económicas/financieras, endeudamiento, lucha por los recursos naturales y la transición energética, cambio climático y degradación terminal de la naturaleza) que se aceleran, acentúan y agravan con la pandemia.

Que la naturaleza se muestre implacable en sus reacciones es también una certeza que no es posible ignorar o negar como humanidad. Menos aún cuando el vigente patrón de acumulación se fundamenta en la expoliación y destrucción ambiental, rompiendo con toda posibilidad de equilibrio en los ecosistemas. En esta lógica donde prima la obsolescencia tecnológica programada, el fetiche de lo material es elevado por el consumismo al Olimpo de los incuestionables dioses del mercado. Pero esta (in)satisfacción efímera e ilimitada es justo la que agudiza la contradictoria relación sociedad/naturaleza.

De golpe una epidemia global se presenta ante nosotros y desafía nuestros sentidos. Sustraídos de nuestra virtualidad cotidiana, esta generación se enfrenta, tal vez por vez primera, al carácter real y letal de la misma realidad que nos abruma, pero que deambula soterrada, silenciada y encubierta por los dispositivos electrónicos que tornan irreales y sinsentido a los hechos y su entorno.

A su vez la histeria colectiva, las noticias falsas o la desinfodemia, la conspiranoia y el racismo se conjugan y hacen de la praxis política un espectáculo y una parodia. El debate de ideas y la valoración de posibles escenarios alternativos de mejora son diluidos por la ignorancia tecnologizada y la denostación del conocimiento razonado.

Esta pandemia tiene su correlato en la magnificación y diseminación de la superexplotación tecnocapitalista, la desigualdad social y la vulnerabilidad entre las familias y los individuos. Principalmente la privatización de los servicios sanitarios y la flexibilización y precarización de las relaciones laborales, informalizaron y desprotegieron a la fuerza de trabajo nativa y –sobre todo– migrante. Ello, al calor del “austericidio”, fue el correlato del ataque a los estados de bienestar en el norte del mundo y a los estados desarrollistas en regiones como la latinoamericana. Los sistemas de salud –en tanto sistema inmunológico de una sociedad– fue erosionado sistemáticamente bajo el imperativo de la disciplina fiscal.

Más que el conocimiento es la mentira derivada del rumor (las compras de pánico como falsa seguridad, el prejuicio y la discriminación como prácticas cotidianas), la que dispone las condiciones para la gestación del miedo y el inmediato disciplinamiento y control del cuerpo y la conciencia. Si a los seres humanos, en esencia gregarios, se les aísla y atomiza, mayor será su sensación de vulnerabilidad y psicosis tecnificada. De allí al «sálvese quién pueda» existe un corto paso que nos conduce al abismo. A su vez este individualismo tiene implícita la desigualdad respecto a la pandemia, sea en las posibilidades de los individuos para su tratamiento sanitario o en las condiciones materiales para atemperarla y enfrentar el confinamiento. Los grandes perdedores serán, una vez más, los desempleados, los homeless, los sin seguro médico privado y los pobres, que deambulan –como en la pintura Fondo congelado de Diego Rivera– en el inframundo del capitalismo.

Una suerte de epidemia de generalizada psicosis coloca a los individuos y sociedades en la zozobra, la incertidumbre, la soledad y la tristeza. Se obvia que el estacionamiento económico tocó fondo hace tiempo y no existen márgenes del capitalismo para una nueva fase expansiva. El mito del crecimiento ilimitado tiene como condicionante la destrucción de la naturaleza y la imposibilidad de extender la mercantilización fuera de la vía láctea, en tanto que el estancamiento se cierne como una verdad revelada que eclipsa el paralelismo entre placer y consumo. Otras formas de organización social estamos obligados a construir antes de que la humanidad sucumba ante la bola de nieve del colapso ambiental y (des)civilizatorio. 

El virus cognitivo –o, mejor dicho, el virus anticognitivo– que marcha a la par que la expansión de la pandemia, irradia significaciones que subsumen la razón y anteponen los instintos primarios: la resignación se impone y suplanta al futuro, la mentira a la verdad, el rumor al conocimiento razonado, la acumulación desmedida a la necesidad, el miedo a la libertad, la incertidumbre a lo previsible. La muerte se impone como desafío último de la especie humana. Y si existe peligro de muerte, este virus cognitivo –apoyado por los dispositivos tecnofinancieros y comunicacionales– entroniza la noción de un Estado biotecnototalitario de excepción que garantice, a cualquier coste, la preservación de la integridad física, aún a expensas del control e inmovilización de los cuerpos y la instauración del etnonacionalismo supremacista, xenófobo y neoaislacionista.

En momentos de crisis sistémica, las primeras víctimas masacradas por los cañones y balas del rumor y el miedo son la verdad y el conocimiento reposado. De esta crisis sanitaria puede despuntar una nueva narrativa de miedo patológico hacia el cuerpo de «el otro», signado por el aislamiento, la amenaza y la vulnerabilidad imaginaria que lapida la experiencia y lo observable. La lucha contra esta narrativa solo podría fraguarse desde el conocimiento razonado y sistematizado que suprima la resignación y nos retorne al futuro como posibilidad para la construcción de escenarios alternativos. Más que una «dictadura de bata blanca» y el cerco policiaco/militar, lo que precisan los tiempos actuales es la convergencia de especialistas procedentes de múltiples disciplinas científicas que hagan valer su voz y conocimientos sin sujetarse a intereses creados. Ello se correspondería con una renovada cultura ciudadana que reivindique a la praxis política como arena para la construcción de soluciones ante los acuciantes problemas públicos. ¿Será que las ciencias, las humanidades y las artes estarán a la alturas las circunstancias históricas?