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Discutir el proyecto para entender el candidato

Fuentes: Rebelión

Decididamente el escenario político actual de cara a las elecciones venideras resulta muy poco alentador para aquellos sectores que se plantean la necesidad de impulsar un proceso de cambio, se reivindiquen kirchneristas o no. Comparado con las previas elecciones ejecutivas del 2011, el contraste resulta notorio. En aquellos momentos el eje del discurso oficialista se […]

Decididamente el escenario político actual de cara a las elecciones venideras resulta muy poco alentador para aquellos sectores que se plantean la necesidad de impulsar un proceso de cambio, se reivindiquen kirchneristas o no. Comparado con las previas elecciones ejecutivas del 2011, el contraste resulta notorio. En aquellos momentos el eje del discurso oficialista se encontraba en la idea de la «profundización», mientras que en la actualidad lo que se plantea es «defender lo conseguido» frente el peligro que significa Mauricio Macri.

La falta de expectativas alentadoras se visualiza con mayor crudeza en los nombres que se disputan los principales cargos de poder político: la presidencia y la gobernación de la provincia de Buenos Aires. Tanto Macri, Massa, Randazzo y Scioli que aspiran al poder ejecutivo nacional, como Aníbal Fernández, Julián Domínguez, Sergio Berni y Fernando Espinoza que disputan en el distrito más populoso del país, son expresión de la reacción, la restauración y el conservadurismo según cada caso. Ninguno de ellos puede ser catalogado, incluidos los que asumen la conducción de CFK, como expresiones genuinas de un proceso de cambio que rompa con el sistema neoliberal impuesto tras el golpe de estado de 1976. Incluso, en términos más llanos pero menos precisos, todos están a la derecha de CFK.

La pregunta que hay que responderse, entonces, es ¿Por qué después de varios años de avance de los sectores populares (en un sentido bien general, porque existen situaciones concretas que no encajan dentro de esta caracterización), no se ha podido generar un escenario ciertamente más favorable para la disputa político-institucional-electoral de cara a las elecciones venideras?

Para lograr una respuesta se hace necesario partir de un análisis histórico, aunque sea muy sintético. La dictadura genocida fue tan importante en la historia argentina porque vino a resolver una situación de empate catastrófico en las relaciones sociales de fuerza que dominó la política nacional desde mediados del siglo XX. Pero no sólo impuso una nueva alianza social dominante en consonancia con los cambios que se vivían en el plano internacional, sino que se encargó de propinarle una derrota estratégica a los sectores populares, con los aberrantes métodos que ya todos conocemos.

Lo que la dictadura solidificó en término de relaciones de fuerza, el sistema constitucional reconquistado en 1983 lo consolidó en términos institucionales bajo el manto de la «legitimidad democrática». El punto más alto de este fenómeno fue la reforma de la Constitución de 1994, que más allá de las mediaciones que puedan realizarse, se inscribe como una clara expresión del sistema dominante en la ley madre de la Argentina. A esto debemos sumarle la institucionalidad que exigía el proyecto neoliberal y que se incorporó al sistema legal nacional con rango menor a la Constitución (LFE, LES, Código minero, Tratados Bilaterales de Inversión, CIADI, aceptación de semillas transgénicas, por nombrar sólo algunos).

Resulta casi evidente que cualquier sistema institucional consolidado, como es el caso del argentino, tiende a favorecer las tendencias para su reproducción y prolongación en el tiempo, favoreciendo en términos generales una continuación del status quo. Para acometer esta tarea se debe contar con los instrumentos que permitan alcanzar el poder político siguiendo los pasos que se establecen constitucionalmente. Entiéndase por esto a los partidos políticos con capacidad electoral y despliegue territorial. A partir del ´83 se consolidaron dos grandes estructuras partidarias que lograron aglutinar a las identidades políticas más importantes del siglo XX: el radicalismo en la UCR «renovada» de Alfonsín y el peronismo, nuevamente unificado, en el Partido Justicialista. De esta manera, se fueron consolidando como parte del entramado institucional, a partir de ser los garantizadores de la continuidad del sistema constitucional.

Cuando el bloque histórico neoliberal comenzó a mostrar las grietas de su crisis orgánica, los partidos políticos sostenedores del sistema dominante no fueron ajenos a este proceso. La llamada «crisis de representación», que sufrieron (y en algunos casos todavía sufren) casi todos los ámbitos de la vida social y política del país, mostró la deslegitimación no sólo de los elencos dirigentes sino de la estructura partidaria misma y su rol histórico en el sistema político.

En esos momentos, 25 años después de la derrota sufrida a partir de 1976, los grupos vencidos pudieron volver a visibilizarse y a ocupar un rol protagónico, aunque de una manera desarticulada, sin claridad estratégica ni táctica y sin la capacidad de construcción política contrahegemónica que aglutine las protestas de cara a barrer el neoliberalismo establecido. Estas debilidades, producto del largo proceso de reflujo y de la incapacidad de construir una alternativa al neoliberalismo por parte de los sectores populares, abrieron camino a una resolución de la profunda crisis que vivía el país, mediante una vía que proponía impulsar un proyecto político distinto del neoliberal promoviendo ciertas reformas al sistema existente al tiempo que se impulsaba y se sostenía en el armado electoral-territorial del PJ.

En el marco de ese camino reformista para la solución de la crisis en sus distintos planos, se aprobó la denominada ley de «reforma política», que incorporó como novedad la realización de las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO). Esta iniciativa buscó reconstruir la legitimidad de los partidos, entendiéndolos como instrumentos ordenadores del sistema político-institucional argentino. En ese sentido, las PASO fueron justificadas planteando que permitirían una elección más transparente de los candidatos de cada espacio, algo que las primeras experiencias parecen no mostrar con claridad debido a que la consideración respecto a «quien mide» resulta ser organizadora del escenario, algo que quedó bastante claro luego del pedido del «baño de humildad» por parte de CFK.

Llegado a este punto, resulta pertinente considerar cómo se conjuga esta situación de relegitimación de los partidos políticos que son sostenedores del sistema -particularmente el PJ- con la idea de impulsar un proceso de cambio que derrote al proyecto neoliberal, teniendo en cuenta que varios grupos dentro del kirchnerismo reivindican dicha noción transformadora. Evidentemente, aquí se encuentra una gran contradicción: acometer tareas de cambio con el instrumental del status quo.

El PJ se ha convertido en una gran maquinaria electoral, con alta eficiencia, donde el debate de proyecto político ha dado paso a una dinámica de la discusión de cargos y puestos, que termina dirimiéndose predominantemente a través de roscas y negociaciones cerradas, más de una vez espurias, mientras que la participación popular directa pasa a jugar, en el mejor de los casos, un papel secundario. Esta caracterización podría llevarnos a pensar que es una «cascara vacía» que se encuentra a disposición de cualquier proyecto de la más amplia variedad ideológica. Sin embargo, el PJ posee una clara delimitación política que parte de su función en el régimen político nacional. El límite está en el cambio estructural, radical y de fondo; en la construcción de un nuevo bloque histórico contrahegemónico. Más allá de ese punto no puede ir.

Dicho esto, cabe hacer una aclaración respecto a lo que se entiende por PJ. Consideramos que no hay que confundirlo, ni igualarlo con el peronismo como identidad política, debido a que resulta imposible contener a la multiplicidad de aristas que se representan dentro de este marco identitario en los límites de una estructura partidaria, más aún cuando su líder histórico capaz de aglutinar las distintas vertientes durante bastante tiempo, ha muerto hace ya varias décadas y en momentos de división del movimiento. Parece más cercano a realidad entender al PJ como una particular cristalización de una determinada forma de entender al peronismo que ciertamente se encuentra dominada por los sectores más conservadores, representados en varios gobernadores de provincia e intendentes de grandes distritos, principalmente del conurbano bonaerense.

Es necesario, entonces, discutir el sentido de gobernabilidad que otorga el PJ al «proyecto nacional», en tanto que freno para las transformaciones profundas de la sociedad. El impulso de las candidaturas de Scioli, Randazzo, Aníbal Fernández o Julián Domínguez -quienes fueron ministros o secretarios bajo los gobiernos de Menem, Solá, Duhalde y Ruckauf, respectivamente- se muestra como el fiel reflejo de las barreras que se imponen.

A fin de cuentas, y más allá de todos los logros muy valiosos que este proyecto político ha alcanzado en términos de igualdad, de reconocimiento de derechos civiles y sociales, de unidad latinoamericana, etc., no se le ha propinado una derrota estratégica a los sectores neoliberales que permita pensar un nuevo país bajo un bloque hegemónico nacional-popular. Las razones de esto no pueden encontrarse en meras consideraciones de relaciones de fuerza o en «errores de cálculo» sino en la propia definición del proyecto político kirchnerista, que, sí desea convertirse en un proceso de cambio estructural, debe necesariamente llevar adelante una reconfiguración cualitativa de sus consideraciones estratégicas, entre las cuales debe ponerse fundamental atención al instrumento político y a la institucionalidad estatal. Ninguna iniciativa de transformación radical de una sociedad ha alcanzado duración histórica hegemónica sin imponerle una derrota fundamental al anterior bloque dominante. Ciertamente no alcanza con la trascendental articulación social de una alianza de mayorías debido a que puede terminar pareciéndose más a aquello que Gramsci denominó revolución pasiva o revolución-restauración.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.