Cristina tiene fuego abierto, al mismo tiempo, en dos frentes que fueron hasta aquí los bastiones de la gobernabilidad del modelo: el sindical y el del poder bonaerense. Principalmente la fuerte pulseada con Hugo Moyano pero también la lucha de posiciones entre el cristinismo y Scioli en la provincia de Buenos Aires, son dos claras […]
Cristina tiene fuego abierto, al mismo tiempo, en dos frentes que fueron hasta aquí los bastiones de la gobernabilidad del modelo: el sindical y el del poder bonaerense.
Principalmente la fuerte pulseada con Hugo Moyano pero también la lucha de posiciones entre el cristinismo y Scioli en la provincia de Buenos Aires, son dos claras manifestaciones del nuevo período abierto desde la reelección de Cristina Fernández. Estas crisis políticas no se producen por debilidad de la presidenta sino, por el contrario, por la fortaleza que viene de obtener con millones de votos. Con prepotencia, cuando aún mantiene alta la popularidad de la presidenta, el oficialismo parece querer llevarse por delante a los centros de poder desde donde pueden surgir los desafíos y los candidatos a la sucesión, antes de que éstos puedan asomar la cabeza en el momento oportuno, cuando se den los primeros síntomas de desgaste de CFK y/o la crisis internacional pegue de lleno.
Así, tanto el resquebrajamiento de la «alianza estratégica» con la CGT de Moyano, que dio un salto con el discurso opositor de Huracán, como la primera crisis política en «La Provincia» con el acuartelamiento policial en protesta contra las sanciones por haber reprimido a militantes de La Cámpora en las refriegas de la asunción del gobernador, son un producto, en última instancia, de sendas ofensivas cristinistas. De un lado, CFK marginó a la burocracia sindical de las listas a cargos legislativos y lanzó una campaña oficial contra la acción sindical y, del otro, desembarcaron La Cámpora y los fieles a CFK en territorio bonaerense haciéndose de cargos que dejaron sitiada la gobernación de Scioli, empezando por el propio vice, Gabriel Mariotto, y el jefe de la Legislatura provincial, José Ottavis. Los cruces entre el sciolista Alberto Pérez (Jefe de Gabinete bonaerense), el periodista Horacio Verbitsky y Mariotto, con acusaciones de desprestigio mutuo por sus desempeños en la dictadura, se dan en medio de la disputa en las áreas de seguridad y control de la Policía Bonaerense, donde los K pusieron a Hugo Matzkin para contrapesar al ministro Ricardo Casal, sostenido por el gobernador. Scioli, por su parte, trata de cerrar filas con la derecha de los intendentes como Mazza y confirma en sus cargos en las áreas provinciales de Transportes y de Puertos a hombres del radio de influencia de Moyano.
El giro del discurso del jefe de la CGT también es defensivo. Más allá de que Moyano lo encubra con una amenaza de ruptura con Cristina, es el cristinismo que viene rompiendo con él, rearmando el esquema de alianzas del último mandato K que no se proyecta, como lo fue en vida de Néstor Kirchner, con Moyano en el centro de la representación oficial del movimiento obrero. El trasfondo, claro está, son las perspectivas de «viento de frente» de la economía mundial sobre Argentina. Ni la crisis político-sindical entre el gobierno y la CGT, ni la lucha interna por el poder bonaerense se resolverán rápido. Recién empezó a jugarse un partido «de fin de ciclo» que definirá la transición entre un kirchnerismo que gobernó con ciertas concesiones al movimiento obrero en un mar de crecimiento económico internacional y el cristinismo actual, que debe afrontar una crisis histórica en los pilares del mundo capitalista abriendo un período en que CFK y sus gobernadores pejotistas chocarán con las expectativas populares en un avance de las mejoras sociales.
El cristinismo, lo dijimos, parece apostar a una división de la CGT y la cúpula sindical, «a lo Menem» y, al menos, ese es ya un subproducto de la crisis con Moyano. Lo único que ha unido a las distintas fracciones de la burocracia sindical, desde Barrionuevo y Lescano hasta Moyano pasando por Gerardo Martínez, es por ahora el rechazo a igualar las huelgas con actos de «extorsión» como se disparó desde el discurso presidencial. Otra vez, Cristina pide demasiado pretendiendo que la burocracia ya reniegue hasta de palabra a la razón de ser de los sindicatos y declare en su propia contra clausurando la posibilidad de ejercer presión sobre las patronales y el Estado. Ya el «Momo» Venegas está haciendo uso de ello con los cortes y manifestaciones de la UATRE, en resistencia a la Ley que le quita el control del registro de trabajadores y en oposición a la no homologación del 35% de aumento que había acordado con las patronales del campo.
En este marco, el acto de Camioneros en Huracán fue una «declaración programática», no todavía un pasaje a la acción contra el gobierno. La de Moyano no es una «guerra total» declarada, aunque la pulseada tiene final abierto. Sigue estando en una lógica de «pegar para negociar». En un primer momento, la disputa verbal tendió a los extremos y, ahora, entró en un reflujo de declaraciones tales como «no está rota la alianza estratégica» (Julio Piumato) o «no generar enfrentamientos sin sentido» (Florencio Randazzo, ministro de Interior). Pero ya nada es igual. Muy difícilmente logre Moyano mantenerse como eje de la CGT durante el segundo mandato de CFK. Como está planteada la disputa, sería considerada una derrota de la autoridad de la presidenta, el bien más preciado de los gobiernos bonapartistas. Moyano, a su vez, no parece dispuesto a quedar como el jefe de un sindicalismo que permitió los techos salariales más bajos y el ajuste que llaman «sintonía fina» y por eso saca a relucir sus enfrentamientos con Menem y De la Rúa. Aunque en Huracán ni mencionó el tarifazo en cuotas del gobierno (es decir lo apoya dejándolo pasar) ni nunca lo hace con los trabajadores precarizados, busca mantener su lugar ponderado en la franja de los trabajadores en blanco que se mira en el espejo de las mejoras obtenidas en el gremio de los camioneros.
De fondo, lo que se discute es «el piso» del Nunca Menos. Para el gobierno este piso ya no está en que los salarios traten de empardarle a la inflación, sino más abajo: la contención del empleo, en especial el formal. Es un límite fijado por la relación de fuerzas que dejaron las jornadas del 2001. Así como la experiencia con la Dictadura estableció un consenso de masas de Nunca Más golpes de Estado militares, y la catástrofe económica del ’89 marcó la conciencia de millones contra el peligro de la hiperinflación, la última gran crisis dejó establecido el rechazo al alto desempleo. El kirchnerismo dejaría de ser tal si rompiera con ese consenso histórico.
En función de la promesa de sostener el empleo, Cristina pretende reducir los aumentos de salarios. La contradicción es que siempre ha sido, justamente, el desempleo el gran disciplinador que usó la clase dominante para avanzar contra el salario, una vez que la desocupación en masa desmoraliza a la clase trabajadora, la paraliza para luchar por temor al despido. Ahora también amenazan con despidos y muestran la catástrofe social de Europa y los países centrales para que aquí pase el techo al salario o las suspensiones en las ramas que más caigan. Se pronostica una baja en la producción para el 2012 y habrá ramas en las que golpeará la crisis de lleno. Pero la situación de las fuerzas morales de la clase trabajadora es muy distinta, con un crecimiento en número -y relativamente en sindicalización- en los últimos años y con una acumulación de experiencias de lucha desde las crisis anteriores.
La verdadera pulseada que se viene será con el movimiento obrero. Todo hace suponer un 2012 que, ante el giro del gobierno y el fraccionamiento en que se encuentra la cúpula de la CGT, habrá más protagonismo de la clase trabajadora y un desarrollo del sindicalismo de base y la izquierda en el movimiento obrero.
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