Recomiendo:
0

Doce críticas a intelectuales, kirchnerismo e izquierda

Fuentes: Centre Tricontinental

De las muchas cuestiones sobre las que tiene sentido pensar, a la luz de estos años con el kirchnerismo en el poder, quisiera detenerme en una, relacionada con el apoyo hacia el gobierno asumido por parte de la intelectualidad de izquierda (grupo al que aquí no voy a definir, guardando la expectativa de que se […]

De las muchas cuestiones sobre las que tiene sentido pensar, a la luz de estos años con el kirchnerismo en el poder, quisiera detenerme en una, relacionada con el apoyo hacia el gobierno asumido por parte de la intelectualidad de izquierda (grupo al que aquí no voy a definir, guardando la expectativa de que se entienda a qué me refiero). En particular, me interesa reflexionar sobre la manifiesta actitud de muchos de los miembros de este sector, que han optado (muchas veces explícitamente) por silenciar denuncias sobre el gobierno, y ocultar sus diferencias con el mismo, ahogando frente a él su habitual vocación crítica.

Entiendo que la cuestión en juego -a pesar de estar referida a una sección minoritaria de la sociedad- tiene cierta importancia, dada la relativa influencia de la misma en cierta porción de la opinión pública. Agregaría a ello, por lo demás, que somos muchos los que esperamos de la intelectualidad de izquierda una ayuda para poder pensar mejor, y más críticamente, frente a las coyunturas que nuestra comunidad enfrenta. Por supuesto, uno puede estar equivocado al mantener este tipo de expectativas, pero en lo que a mí respecta, esperé siempre, y seguiré esperando, recibir esa colaboración de parte de personas a las que teórica e ideológicamente respeto.

Dado que discutí bastante sobre el tema, y presté atención a discusiones similares que algunos de los protagonistas del caso tuvieron, en este respecto, voy a concentrar mi atención, en las páginas que siguen, en algunas de las respuestas recurrentes que he encontrado, por parte de los defensores de esta (llamémosla así) «actitud políticamente acrítica.»

i. «Hay que proteger al gobierno en una coyuntura destituyente»

Según algunos, el gobierno necesita ser especialmente protegido en coyunturas difíciles como la actual, en donde aparecen voces y actitudes «destituyentes,» dispuestas a llegar «tan lejos como sea necesario» (sugiriendo así, de paso, riesgos para la estabilidad democrática) para defender sus intereses, que hoy resultarían desafiados.

Una descripción como la citada no es nada obvia (no es obvio que existan grupos efectivamente dispuestos a promover hoy un golpe de estado; no es obvio que existan condiciones estructurales para dar o sostener al mismo; no es obvio que el gobierno sea desafiante para un establishment heterogéneo, y que incluye -también- a poderosos grupos que explícitamente lo acompañan), pero por ahora voy a tomarla por cierta. Asumiendo tal descripción, entonces, puede señalarse que ella se apoya todavía en otras premisas falsas. Ello así, ante todo, cuando se presume que al gobierno se lo ayuda ocultando las críticas o, en otros términos, que se lo perjudica cuando las hace públicas, más explícitas. Para ilustrar lo que digo, pensemos en el siguiente ejemplo. Con el renacimiento de la democracia, y durante el gobierno de Raúl Alfonsín, se vivieron momentos genuinamente «destituyentes». Sin ninguna duda, en aquellos años la alternativa de un golpe militar rondaba por el imaginario colectivo como una amenaza. Dicha amenaza, a su vez, resultó efectivamente corporizada en sectores del establishment y del ejército, que en más de alguna ocasión dieron pasos en la dirección más temida. A pesar de ello, miles de personas se movilizaron una y otra vez contra el presidente en ejercicio, convencidos de que era necesario criticar severamente al gobierno frente a algunas de las decisiones que tomaba, y no obstante lo crítico de la coyuntura que se vivía. Dichos momentos nos recuerdan al menos dos cosas: por un lado, la crítica dura, expresada en notas periodísticas o movilizaciones callejeras, puede estar perfectamente al servicio del fortalecimiento de un gobierno. No tengo duda de que muchos de quienes nos movilizábamos, por entonces, lo hacíamos con la nada ingenua convicción de que de ese modo servíamos mejor a la democracia, y así también al gobierno. Por otro lado, tal activismo nos recuerda el valor, el sentido, y la importancia de la crítica y la protesta sin concesiones, aún en momentos que otros describían como de absoluta fragilidad institucional. Las escandalizadas reacciones de algunos -entonces u hoy- en nombre de la estabilidad institucional, o la supervivencia de la democracia, solían ser, como hoy suelen serlo, meras excusas destinadas a evitar la crítica.

ii. «Siempre hay errores.»

Una manera habitual de eludir los propios compromisos críticos consiste en apelar a frases tan generales como la que aquí cito («siempre hay errores»), que hubieran podido ser dichas, como sabemos, en apoyo del peor gobierno autoritario (que, valga aclararlo, para los más susceptibles, estoy lejos de pensar que sea el caso). Se nos dice entonces que «no todo es perfecto»; o que «hay desprolijidades, como en todo proceso de cambio;» o que los «nuevos edificios se hacen a veces con ladrillos viejos,» afirmaciones que pretenden legitimar la propia falta de crítica, mientras buscan diluir las existentes. Frente a tales dichos, corresponde señalar, primero, que es un valor público el conocer cuáles son esos errores, qué dimensión y qué lugar ocupan, o qué profundidad tienen; y segundo, que la intelectualidad de izquierda tiene un papel crucial que jugar, en este sentido (un papel que supo asumir, responsablemente, por caso, durante los años del menemismo). Por otra parte, agregaría que el conocimiento preciso de esos problemas resulta una condición indispensable para la resolución de los mismos. Pero de esto último me ocupo en la sección que sigue.

iii.»El cambio hay que promoverlo desde adentro.»

Reconociendo, en la intimidad, el riesgo de dar amparo a lo inaceptable, muchos intelectuales de izquierda sostienen alguna versión del viejo dicho según el cual «los trapos sucios se lavan en casa.» Se sugiere, entonces, que -antes que la denuncia pública- la crítica al interior del partido o del gobierno es más efectiva, además de más conveniente (aunque sobre esto último volveré más adelante).

Esta réplica, sin embargo, enfrenta varios problemas. En primer lugar, ella tiene sentido -si es que alguno- entre militantes experimentados, de base, con capacidad de promover movilizaciones políticas; o entre dirigentes encumbrados, directamente influyentes sobre el poder. Sin embargo, esta respuesta pierde casi todo interés cuando proviene de grupos que están lejos de situarse entre algunos de los nombrados.

En segundo lugar -y para el caso de los intelectuales que tienen alguna llegada al poder- habría que decir que son muy pocos los que tienen «línea directa» con la presidencia (por lo cual la idea del «cambio desde adentro» queda, en la gran mayoría de los casos, como una mera aspiración flotando en el vacío).

En tercer lugar, podría agregarse que -por lo que uno conoce- estos intelectuales con cercanía al poder no han destacado por sus filosas críticas «desde adentro». Finalmente, señalaría que estos intelectuales críticos con llegada al poder no han recibido, sino en casos excepcionalísimos y muy localizados, atención real por parte de quienes gobiernan, que (con razón o sin ella) no se muestran especialmente abiertos al asesoramiento, o sensibles a las opiniones de intelectuales y profesionales con conocimientos, que puedan asistirlos con reflexiones para el mediano y el largo plazo.

iv. «Estamos obligados.»

Otra forma de responder a cuestionamientos como los que presento parte de la idea según la cual «estamos obligados a adoptar esta postura (de sostenimiento acrítico del gobierno), dado el poder de aquellos a los que enfrentamos, que no cejan en su campaña contra el kirchnerismo.»

Esta respuesta también aparece como desafortunada, sobre todo cuando se advierte que las críticas al gobierno gozarían de menos receptividad si el gobierno resolviera muchos de los temas sensibles por los que es criticado. De allí la importancia y valor de fortalecer el lugar y el espacio público de la influyente e informada crítica de la izquierda. Se me podrá decir: «esto supone que las objeciones al gobierno están localizadas en algunos puntos críticos, y que si esos puntos críticos se disolvieran (porque el ejecutivo resuelve los problemas del caso), se terminarían con las impugnaciones al gobierno, pero lo cierto es que los opositores se muestran insaciables: ningún cambio les viene bien, nada va a resultarles nunca suficiente.»

Sin embargo, esta réplica peca por su condescendencia, que se manifiesta en dos aspectos, al menos. Primero, esta afirmación asume que la ciudadanía está conformada por una masa ingenua y desinformada, a la merced de las manipulaciones de los medios de comunicación. La ciudadanía no tendría capacidad para conocer y evaluar, por sí misma, y a partir de su experiencia cotidiana, la perfomance del gobierno. Segundo, esta afirmación insiste en su condescendencia cuando asume que el discurso machacoso a favor del gobierno (discurso a veces inverosímil, como lo fuera aquél de «Menem lo hizo») puede convertirse en una alternativa deseable, frente a los duros ataques de la oposición.

Contra tal tipo de creencias habría que recordar que la Argentina cuenta con una larga historia de prensa cerradamente hostil al gobierno de turno: la sufrieron, en su momento, Hipólito Yrigoyen, o Juan Perón, entre otros. Sin embargo, lo sabemos también, en todos los casos, la construcción de una contra-prensa híper-parcial, adicta y complaciente no sirvió para educar a la ciudadanía, sino para empobrecer, todavía más, la discusión colectiva. Como dijera Marx contra Proudhom: actuando de tales modos no se construye una síntesis, sino un error compuesto.

v. «Se trata de un proceso histórico, que hay que situar en su contexto.»

Por su carácter repetido y pretencioso -a la vez que por su superficialidad asombrosa- son pocas las defensas del gobierno que resultan tan impropias como ésta. A esta altura deberíamos saberlo: en su vacuidad, argumentos pretendidamente históricos como el citado, pueden ponerse al servicio de la justificación de cualquier fenómeno: desde Nelson Mandela a Idi Amín, desde Illia a Menem, siempre puede decirse, frente a cualquier crítico «hay que pensar en las circunstancias particulares que rodeaban al gobierno del caso, en ese momento.»

Contra esta pretensión, resulta claro, debe decirse que el hecho de que un particular fenómeno pueda situarse en la dimensión «tiempo,» y explicarse por una serie de causales que siempre conoceremos de modo incompleto, agrega poco o nada a la hora de reflexionar sobre la justificación del mismo. Y sin embargo, y a pesar de ello, una y otra vez se insiste con lo obvio: «hay que entender lo ocurrido dentro de su contexto.» «Y entonces» -correspondería preguntar- «ahora que conocemos el contexto en el que emergieron y crecieron gobiernos como el de Mandela o de Idi Amín, qué hacemos, cuando de lo que se trata es de evaluar lo que ellos han hecho?» En definitiva, la evaluación de un gobierno o proceso no debe resultar dependiente de su explicación. (De paso, convendría señalar -frente a los militantes del argumento «en contexto»- el notable hecho de que, en estos tiempos, distintos gobiernos latinoamericanos hayan tenido performances de gobierno tan diferentes, a pesar de estar enfrentados a vaivenes económicos externos relativamente semejantes, y condiciones internas también similares. Muchos de ellos, llamativamente, han llegado al final de su mandato con índices de popularidad altísimos, mientras que otros, como el nuestro, mantienen índices de popularidad muy bajos. El fenómeno llama la atención sobre los límites de la explicación «contextual» más común que, por caso, quiere dar cuenta de las caídas de popularidad de la dirigencia local, a partir de las resistencias del poder establecido frente a las políticas de cambio. Nada de esto parece haber ocurrido en ninguno de los países vecinos, sino todo lo contrario: dichos gobiernos ganaron popularidad, en lugar de perderla, a través del enfrentamiento con sectores poderosos).

vi. «Ustedes no entienden.»

La respuesta favorita de algunos -muy en especial, de aquellos que han tenido algún episodio ocasional de militancia junto a los más pobres- consiste en la aserción según la cual uno no entiende lo que otros («ellos») cabalmente comprenden, acerca del significado e implicaciones de la política argentina. Esta afirmación es similar a la anterior (y por tanto vulnerable frente a similares objeciones), aunque venga acompañada, en este caso, por un plus de irritante e injustificada arrogancia.

Sin embargo, hay otro elemento especialmente grave que se reconoce más claramente en este caso, y que merece ser destacado. Y es que hay pocos argumentos que, como éste, resultan tan funcionales al peor envilecimiento, a la peor degradación, que sufre y viene sufriendo nuestra política práctica. En efecto, el argumento en cuestión (acerca de la «ignorancia política» del interlocutor) aparece, de modo habitual, para amparar los pactos del gobierno con la dirigencia más corrupta del Gran Buenos Aires; o para sostener al ejecutivo frente a las acusaciones que recibe, con motivo de la corrupción que parece reinar en distintas esferas del gobierno (muy en especial, en el área clave de Obras y Servicios Públicos). Lo que se nos dice entonces, frente a eventuales críticas, es que «no entendemos» de qué se trata la «política real.»

Quienes articulan este tipo de defensas del gobierno no advierten de qué modo ellos se convierten en pieza clave para el mantenimiento del fenómeno criticado. Ellos parecen ignorar, en los hechos aunque no en el discurso, que a pesar de las tremendas limitaciones políticas, sociales, económicas, culturales, que afectan a nuestra vida pública, aún así, y a pesar de ellas, hay amplios territorios por recorrer, programas posibles, en procura de un cambio. Abrazar e impulsar cualquiera de estas posibilidades requiere, como paso necesario, el abandono del discurso falso, conservador o directamente reaccionario, que reclama para sí el contar con certezas que la realidad desmiente. Hechos recientes como la elección de un presidente negro, en los Estados Unidos; o experiencias de gestión decente en alcaldías marcadas por la violencia y el horror, en Colombia, reafirman simplemente lo que debiera ser obvio: muchas veces, lo que se presenta como utópico (i.e., en nuestro caso hacer política de otra forma en el Gran Buenos Aires; gestionar de un modo diferente la obra pública), se parece demasiado a lo no intentado. ¿Será que a veces llamamos imposible, simplemente, a aquello a lo que en realidad no apoyamos?

vii. «Están comprados.»

No quiero detenerme demasiado en este tipo de acusación aunque, de un lado y del otro de este debate, ella se escuche de modo frecuente, para justificar el propio lugar que uno ocupa en la disputa. No me detendré en la misma, aún aceptando la realidad de que existen, en ambos casos, personajes públicos cooptados, y periodistas que proclaman una independencia de la que en absoluto carecen. Son muchos, qué duda cabe, los que escriben o hablan de acuerdo con las directivas que acompañan al dinero que reciben. Sin embargo, no presumo ni quiero presumir aquí que la mayoría de las personas a las que critico se hayan «vendido,» o estén dispuestas a hacerlo, a cambio de algún dinero. Del mismo modo, me interesa simplemente afirmar que muchísimos de entre quienes criticamos al gobierno lo hacemos, simplemente, porque consideramos justo y relevante hacerlo. Como dijera Tulio Halperín Donghi, examinando el debate Alberdi-Sarmiento: se ha llegado al momento en donde lo que predomina es una actitud de hurgar en la historia o en el presente, en busca de motivos para la injuria, en lugar de razones para el debate.

viii. «Es preferible empujar ciertos cambios (a pesar de los problemas que encierren), cuando mejoran lo que tenemos y permiten cambios futuros (o curiosa defensa del gradualismo).»

En el debate por la Ley de Medios, o en la discusión que siguió a la creación de la «Asignación por Hijo», muchos de los defensores del accionar del gobierno presentaron un argumento del tipo citado. Básicamente, ellos reconocían que las iniciativas del caso encerraban fallas serias pero -nos decían- igual debíamos dar apoyo a las mismas (en lugar de criticar sus falencias), porque venían a mejorar lo que teníamos, a la vez que posibilitaban cambios, en un futuro cercano. «Una vez rotas las barreras que vienen bloqueando estas iniciativas» -podían decirnos- «se hará posibles introducir nuevos cambios que mejoren lo que aprobamos, y que nos posibiliten ir más allá de lo (mucho) alcanzado.»

Contra lo que estos dichos suponen, tales ejemplos pueden resultar apropiados, justamente, para ilustrar los problemas de la posición citada. Ambas situaciones (Ley de Medios, Asignación por Hijo), representan dos casos extraordinarios de políticas susceptibles de encontrar respaldo en mayorías amplísimas, pero frente a las cuales el gobierno insistió en alternativas legales mucho menos que óptimas, que implicaron a la vez resignar la posibilidad de sostener a las mismas a partir de coaliciones mucho más abarcativas. Al respecto, habrá que decir que si se llegó a ese resultado indeseable ello se debió, de modo muy especial, a la intervención de los sectores acríticos que aquí impugno que -cuando era posible y necesario hacerlo- silenciaron sus críticas, y decidieron «cerrar filas» con el gobierno, en defensa de proyectos que -lo reconocían- eran, en muchos puntos, seriamente objetables.

Frente a esto se podrá decir que «en ese momento no era posible otra cosa,» pero esto nos llevaría otra vez al paupérrimo «argumento histórico,» antes criticado. Típicamente, sugeriría, la Ley de Medios hubiera sido apoyada por una coalición mucho más amplia de la que la apoyó, si el gobierno hubiera eliminado, ya en ese momento, las inaceptables cláusulas que venían a favorecer la construcción de su propio monopolio comunicativo. Alguien podría decir, contra esto, que la oposición hubiera seguido siendo crítica y hostil al gobierno, aún si el gobierno hubiera aceptado la introducción de más cambios. Pero este argumento (que adolece de problemas ya examinados), no resulta persuasivo. Menos aún, cuando se lo examina a la luz de la reciente aprobación, en Diputados, de la ley de matrimonio gay. Este caso representa una excelente demostración de que, cuando se promueven medidas de importancia, que la oposición genuinamente valora, los sectores críticos del gobierno se muestran lejos de negar su apoyo parlamentario para las mismas. Claramente, éste hubiera sido el caso en la discusión de la Asignación por Hijo, que implicó por parte del gobierno una apropiación, en parte bastardeada, de iniciativas impulsadas y ampliamente compartidas dentro de la oposición: ¿Quién puede creer que (buena parte de) la oposición hubiera rechazado, parlamentariamente, un programa de Ingresos Básicos genuinamente universal, como el que hasta entonces ellos mismos proponían?.

Contra todo lo dicho hasta aquí alguien podrá alegar la política de los hechos consumados: «lo cierto es que hoy contamos con leyes democráticas, como la Ley de Medios, y esto es lo importante, contra todo el palabrerío de la oposición.» Pero, otra vez, este argumento a los empellones se enfrenta, como era de esperar, con problemas serios: hoy por hoy, la suerte de la Ley de Medios es muy azarosa, justamente, porque el gobierno prefirió no apoyar a la misma en una coalición más amplia. Decir esto, insisto, no implica sostener que ella no resultaría atacada, en caso de haber sido el resultado de un acuerdo más amplio -lo sería en todo caso, sin dudas, dado los desafíos que implica sobre el poder establecido. Lo que intento decir es otra cosa, esto es, que ella resultaría mucho menos vulnerable de lo que hoy resulta, frente a los obvios ataques que en todo caso recibiría. En tal sentido, el no haber apostado a la formación de coaliciones más amplias ha redundado, no sólo en peores normas (asumo aquí que las normas tienden a perfeccionarse más, cuanto más se discuten, aunque ésta no sea, obviamente, una regla necesaria de la política), sino también en normas políticamente más débiles, menos sólidas, previsiblemente menos estables. La cerrada defensa del gobierno -el inexplicable seguidismo de muchos de los intelectuales a quienes aquí objeto- resulta un elemento crucial, a la hora de explicar los innecesarios déficits que hoy rodean a normas que fácilmente hubieran podido aprobarse y mantenerse estables, de un modo mucho más firme y más justo.

ix. «La alternativa es mucho peor.»

Una expresión clásica entre los que defienden al gobierno, desde posiciones progresistas, es la que afirma -de modo simple y concluyente- que «la oposición es mucho peor que quienes hoy nos gobiernan.» ¿Para qué probar alternativas, entonces, que amenazan con acabar con lo bueno que ahora se ha hecho, al tiempo que no prometen nada demasiado interesante, sino, en todo caso, políticas repudiables?

Las dificultades que uno puede encontrar con esta postura son múltiples, y aquí sólo me refiero a algunas (aunque más arriba ya he sugerido respuestas que son aplicables al caso). En primer lugar, la existencia de alternativas peores no provee ninguna excusa para dejar de hacer críticas necesarias: si ciertos funcionarios del gobierno defienden lo indefendible (i.e., políticas de «mano dura»), o incurren en conductas ilegales (i.e., sobornos) ellos deben ser denunciados y criticados, en lugar de amparados a través de la justificación o el silencio, como hoy cotidianamente ocurre, por parte de sectores bien formados e informados. En segundo lugar, la afirmación según la cual «la oposición es peor» supone que criticando al gobierno se lo debilita, cuando la crítica puede servir perfectamente para fortalecerlo. En tercer lugar, es totalmente posible hacer las dos cosas al mismo tiempo, esto es, criticar al gobierno y a la oposición. En cuarto lugar, la afirmación del caso presupone también (alguien podría decir, interesadamente) una noción errónea (y a la vez tan presente en la historia de la política argentina), según la cual nuestra política es simplemente binaria.

En otras palabras, se supone aquí la existencia de sólo dos bandos u opciones políticas, que no dejan opciones serias a sus costados. Sin embargo, esta idea enfrenta al menos dos dificultades serias. Primero, ella es empíricamente falsa, dado que la oposición es, si algo, diversa y heterogénea. Y en segundo lugar, y lo que resulta tal vez más importante, se trata de una profecía que quiere autorrealizarse, dado que este tipo de argumentos socavan la posibilidad de formar coaliciones diversas y transversales, al ponerse a favor del status quo. En lugar, entonces, de criticar incondicional y severamente lo que es criticable; y en lugar de bregar incansablemente por la formación de coaliciones diferentes, menos comprometidas con lo peor del pasado, este argumento se pone al servicio de los pactos y las políticas que existen, por más que tales políticas incluyan conductas y acuerdos aberrantes, que de este modo quedan bien a resguardo.

Finalmente, en quinto lugar, y frente a una variante del argumento en cuestión que diría, en este caso, que la oposición «no tiene propuestas», podría señalarse lo siguiente. Mucho de lo interesante que apareció en estos años resulta un producto del trabajo de años que vinieron haciendo movimientos sociales y partidos distintos del oficialismo. Fue la oposición la que insistió, una y otra vez, con variantes del Ingreso Básico Incondicional, que el oficialismo rechazaba, hasta que aprobó una versión mucho menos radical de aquella propuesta, a través de la Asignación por Hijos; la causa del matrimonio gay, bandera habitual de la izquierda, resultó absolutamente ajena al oficialismo, hasta hace pocas semanas; la oposición supo presentar, años atrás, un detallado proyecto de ley de radiodifusión, que fue bastardeado entonces por el peronismo (aunque se asemejaba en mucho a la actual ley de medios, salvo en algunas cuestiones interesantes: no abrían espacio para la constitución de un nuevo monopolio estatal).

x. «Nosotros hacemos.»

Frente a la última cuestión examinada en la sección anterior, y según el cual ha sido la oposición la fuente de propuestas centrales que luego el oficialismo ha aprobado, alguien podría replicar, entonces: «bueno, lo que se demuestra entonces es que el oficialismo es el que hace las cosas -el que puede hacerlas- mientras que la oposición se va en palabras.»

Contra a este argumento diría por ahora sólo tres cosas. Ante todo, el peronismo ha sido un factor de bloqueo efectivo, en la oposición, frente a propuestas oficiales atractivas. Para decirlo de modo más claro: el oficialismo ha sido causa decisiva en que «los otros» no puedan hacer. Sin embargo, ése no es, precisamente, un mérito del que merezca jactarse el partido hoy en el gobierno. Por caso, la deslealtad de haber puesto el grito en el cielo frente a las tibias iniciativas privatizadoras de Alfonsín-Terragno («vendepatrias!»), para luego -y en boca de esos mismos críticos- pasar a hacer una desvergonzada defensa de un proceso delictivo de privatizaciones, no habla muy bien de parte del elenco político hoy todavía dominante.

En segundo lugar, merecería ponerse en duda el hecho hoy indiscutido según el cual, quienes están en la oposición, ya demostraron su incapacidad para hacer cosas (hoy son considerados los «inútiles» de la política). Empecemos por un caso: el juicio a las juntas. El juicio a las juntas es un hecho extraordinario, que merece ocupar un lugar importante en la historia contemporánea de la humanidad. Ése hecho fue llevado adelante por el radicalismo, en condiciones trágicas, en momentos de fragilidad institucional («destituyente») grave y, cabría decir, a pesar del bloqueo del partido hoy gobernante, que propiciaba entonces avalar la auto-amnistía de Bignone. Durante ese mismo gobierno, por lo demás, se aprobó la ley de divorcio, se terminó con la censura cinematográfica, se renovó la Corte Suprema, se firmó la Paz con Chile; se puso en marcha el Plan Alimentario Nacional, y un largo etcétera. Uno puede estar más o menos de acuerdo con esas iniciativas (alguien está realmente en desacuerdo con ellas???), pero es muy curioso que ese tipo de medidas den fundamento para hablar de una (actual) oposición que, desde el gobierno, «demostró su capacidad para no hacer nada».

En tercer lugar, también es cierto que, gracias a la violación de las formas, se pueden hacer muchísimas cosas. El gobierno de Menem es una buena demostración, en ese sentido. Su ejemplo nos ayuda a pensar, en todo caso, sobre el (temible) valor de gobiernos que -no importan los medios- se muestran dispuestos y capacitados para hacer, literalmente, cualquier cosa. Finalmente, queda la discusión acerca de esa formalidad o falta de formalidad con que a veces se hacen las cosas, pero sobre este punto me detendré más adelante.

xi. «Se le hace el juego a la derecha.»

El argumento más habitual, tal vez el que ha aparecido como el más importante, en defensa del gobierno, desde la izquierda, tiene que ver con la idea de que, criticándolo, uno ayuda a vigorizar a la (ya poderosa) derecha. Dada la sorprendente centralidad que ha adquirido este argumento en la discusión política local, quisiera detenerme sobre él, de modo también especial.

Es mucho, según entiendo, lo que puede decirse contra el mismo, y aquí sólo daré comienzo a una discusión posible y necesaria. Ante todo, y aunque aquí no me ocuparé de un tema ya tratado, quienes sostienen este argumento tienden a presuponer la superioridad política de quien critica, frente a la ingenuidad que se le asigna al criticado. Propondría dejar de lado este argumento, de carácter fuertemente elitista. En segundo lugar, diría que hay muchas medidas que merecen defenderse, y de hecho son defendidas, con independencia de cuál sea la posición de la derecha en dicho respecto. Por caso, uno puede valorar el esfuerzo de instituciones católicas como Cáritas, más allá de que pueda decirse que de ese modo se favorece a una Iglesia esencialmente conservadora; uno puede defender una política estricta de no censura, por más que dicho reclamo lo haya sostenido desde siempre cierta derecha; uno puede hacer campaña por la libertad en las opciones sexuales, por más que ésta sea vista por algunos como una posición puramente libertaria; uno puede proponer la despenalización del consumo y circulación de ciertos estupefacientes, por más que el paladín de la derecha económica, von Hayek, haya dicho lo mismo. En definitiva, muchos de nosotros no dejamos ni dejaríamos de bregar por ninguna de tales iniciativas, por más de que ellas sean atractivas para ciertos sectores de la derecha.

En tercer lugar, la idea de que uno «le hace el juego a la derecha,» indebidamente sobredimensiona el lugar que los dichos de la mayoría de nosotros ocupa, para las políticas de la derecha. Lo cierto es que las grandes empresas, los grandes intereses, han prescindido y pueden seguir prescindiendo de una mayoría de nosotros, para defender exitosamente la maximización de sus beneficios.

En cuarto lugar, la posición aquí objetada («así se beneficia a la derecha») desconoce el valor de algo crucial, aquí en juego, como lo es la defensa de una política no-consecuencialista, una política de la convicción, una política de los principios. Contra tal postura, tiene sentido reivindicar el lugar de los principios en política (sin asumir, por supuesto, que los principios se encuentran sólo, o fundamentalmente, «del lado de uno,» pero sí asumiendo que su lugar aparece muy degradado en el discurso de muchos de aquellos a los que critico).

En quinto lugar, resulta paradójico que muchos hayan pasado a suscribir cantidad de políticas propias de la derecha (medidas que tiempo atrás no hubieran osado sugerir siquiera, por caso, en relación con las políticas de seguridad o el pago de la deuda), para…no favorecer a la derecha!

Finalmente, quisiera sugerir que las políticas que aquí se critican (y que resultan defendidas con el latiguillo de que quienes las impugna le hacen «el juego a la derecha») son políticas que deberían ser criticadas, entre otras razones… porque sirven a la derecha.

En efecto, muchas de las críticas que uno merece hacerle al gobierno no son ideológicas, en un sentido estricto (aunque sí amplio) del término: criticamos la destrucción del INDEC, porque consideramos un valor contar con información estadística confiable y transparente (y sin necesidad de asumir una visión ingenua sobre los aspectos ideológicos de toda estadística); denunciamos que las campañas electorales del kirchnerismo se hayan financiado con el dinero de la «mafia de los remedios,» por el tremendo riesgo que representa la mezcla de la política con el narcotráfico; nos preocupamos por la presencia de reiterados negocios «sucios» con Venezuela, no porque creamos que la política es «blanca y tierna,» ni porque identifiquemos a Hugo Chávez con el demonio, sino porque resulta simplemente inaceptable que acuerdos que implican la circulación de valijas millonarias entre un país y el otro se hagan de modos no transparentes; criticamos las «candidaturas testimoniales» porque representan una manera de burlar al electorado, y de degradar la ya muy degradada política representativa local. Dicho esto, interesa resaltar lo siguiente: es dable esperar que, frente a un gobierno que se obstina, de modo insólito e inexplicable, en el mantenimiento incuestionado de prácticas que implican falsedades (por caso, las cifras mensuales sobre los niveles de inflación); o un gobierno que desconoce de manera arrogante a quienes critican lo que es para cualquiera inaceptable (por caso, el financiamiento espurio recibido por el Frente para la Victoria), la ciudadanía vote a favor de casi cualquier opción que tenga la perspectiva de vencer al gobierno, no porque su enojo la incline a optar por posiciones ideológicas de «derecha» sino -simplemente- porque así espera torcerle el brazo a un gobierno que se muestra sordo e imperturbable frente a las críticas.

El crecimiento absurdo de ciertas aisladas figuras de la derecha, en la Ciudad de Buenos Aires o -increíblemente- en la Provincia de Buenos Aires, tienen que ver fundamentalmente con lo señalado -y mucho menos con el hecho proclamado (pero empíricamente muy dudoso) según el cual «la ciudadanía se corrió a la derecha.» El ejemplo de las «candidaturas testimoniales» resulta, otra vez, muy apropiado, sobre todo cuando uno recuerda la cantidad de colegas kirchneristas que, en esos tiempos, desmerecían, con una sonrisa en sus labios, las preocupaciones «leguleyas» que uno alegaba. Esas mismas cuestiones formales, en el fondo tan sustantivas, jugaron un papel decisivo en el fortalecimiento de la «derecha posible» en las últimas elecciones. Necesitamos una reflexión más compleja, entonces, antes de determinar cuáles son las acciones y decisiones que «objetivamente» favorecen y han favorecido a la derecha.

xii. «Nosotros nos ocupamos de la sustancia, ustedes de las formas.»

Muchos de los defensores del oficialismo sostienen, a su favor, que ellos apoyan políticas sustantivas, mientras que los adversarios del gobierno (las «almas bellas») se preocupan por «formalismos» y se asustan por las «desprolijidades» que caracterizarían a algunas acciones promovidas por el ejecutivo (aunque guardarían silencio frente a similares «desprolijidades» cometidas por la oposición).

Este debate, como otros, suele mostrar en sus bordes las edades de sus protagonistas. Ocurre que parte central de la defensa del kirchnerismo ha quedado en manos de personas de cierta edad, que abordan la discusión política con las mismas claves con que lo hacían en las etapas primitivas del peronismo. En ese momento, resultaba especialmente interesante y productivo señalar de qué modo las «señoras gordas» de Barrio Norte se conmovían ante la llegada de trabajadores sudorosos al Centro de la ciudad, o manifestaban sus odio en consignas del tipo «viva el cáncer», frente a una Evita enferma.

Claramente, ha pasado mucho tiempo desde entonces, y aunque sigue habiendo «señoras gordas» que se indignan por la forma en que se viste la presidenta, sería bueno colocar el debate en otros andariveles menos rodeados de naftalina. De todos modos, puede valer la pena hacer un esfuerzo por tomar en serio lo que tienen para decir quienes todavía hoy sostienen posiciones semejantes en defensa del oficialismo (no tomaría en serio, en cambio, a los que centran sus críticas a la presidenta en el tipo de carteras que usa).

Sobre la crítica basada en la distinción sustancia-forma, entonces, podrían señalarse varias cosas. En primer lugar, muchas de las principales objeciones que merece el gobierno son crudamente sustantivas, tales como favorecer la explotación minera más brutal; poner las emprsas del Estado al servicio del «capitalismo de amigos;» financiarse políticamente con dinero proveniente de la mafia de los medicamentos (abriéndole la puerta a la explosiva mezcla política-narcotráfico). Este tipo de cuestiones serían suficientes para fundar una crítica demoledora contra el gobierno: bastaría con esto.

En segundo lugar, cuestiones tan aburridas complejas, formales y legalistas como el «debido proceso,» sirven para trazar una línea decisiva entre dictadura y democracia, autoritarismo y derechos humanos. Son los temas del «debido proceso» los que de inmediato resaltan cuando se critica a la dictadura por la tortura y los «apremios ilegales;» o se objeta al gobierno de George Bush por las bases de Guantánamo operando en un «vacío legal:» la leccción es que deben respetarse siempre, incondicionalmente, los procedimientos del debido proceso. Lo que allí está en juego es la vida, el respeto de la dignidad humana, la custodia de derechos humanos elementales. Lo dicho, por supuesto, está dicho no para sugerir que el gobierno tortura, sino para insistir sobre el valor de preocuparse por las cuestiones formales, aunque a veces parezcan naderías. Criticamos que el gobierno desobedezca órdenes de la Corte Suprema, en Santa Cruz; o que reniegue de sus obligaciones de dar información que debiera ser pública, porque creemos que, al actuar de ese modo, el gobierno abusa de su poder y aprovecha la falta de visibilidad de sus actos para favorecer el enrequicimiento de sus amigos, amparando injustas e indebidas desigualdades.

En tercer lugar, si la oposición es inconsistente en su preocupación por las cuestiones de debido proceso, allá ella: lo que aquí se sostiene sirve perfectamente para criticar, al mismo tiempo, al gobierno y a su (inconsistente) oposición: es posible y recomendable hacerlo.

En cuarto lugar, oficialismo y oposición suelen mezclar, intencionadamente, temas banales, como la desprolijidad con que se viste el ex presidente, o las operaciones faciales de la presidenta, con cuestiones que no lo son, tales como el ocultamiento de las rutas del dinero oficial, o sus maniobras para la designación de amigos en organismos de control: todas esas cuestiones pueden referirnos a «desprolijidades» y «excesos», pero mientras concentrarse en las primeras es una zoncera, encubrir las segundas apelando a la superfluidad de las primeras es un acto de mala fe.

En quinto lugar, no debe perderse de vista que suele haber una íntima conexión entre cuestiones formales y sustantivas. Por ejemplo, la queja por el no reconocimiento jurídico pleno de la central obrara CTA tiene que ver, fundamentalmente, con el hecho de que con tales omisiones se dificulta la defensa de los derechos de los trabajadores. Conviene recordarlo: la forma suele estar, como en este caso, demasiado cerca de la sustancia.

Fuente original:  http://www.cetri.be/spip.php?article1646&lang=es