El ínclito don Mario Vargas Llosa continúa dando lecciones de democracia en su tribuna habitual «Piedra de toque» del diario El País. La aparecida el 6 de febrero de 2005, Domingo en Irak, es un ejemplo de libro de texto para cualquier aprendiz de periodismo sobre cómo servir fielmente al Imperio, manipular la información y […]
El ínclito don Mario Vargas Llosa continúa dando lecciones de democracia en su tribuna habitual «Piedra de toque» del diario El País. La aparecida el 6 de febrero de 2005, Domingo en Irak, es un ejemplo de libro de texto para cualquier aprendiz de periodismo sobre cómo servir fielmente al Imperio, manipular la información y vivir para contarlo. En Rebelión no sabemos si reír o llorar ante un texto como éste. Las respuestas entre nosotros están divididas: los hay que empezaron a soltar carcajadas espasmódicas nada más poner los ojos en las primeras líneas, como si estuviesen leyendo una pieza de humor negro, pero los hay también que han caído en depresión y sollozan a lágrima viva. ¿Hasta dónde puede llegar la irresponsabilidad política y moral de algunos intelectuales? ¿Es posible, cuando se es una figura del mundo de las letras, escribir estas vilezas, burlarse así del pueblo iraquí, obviar lo obvio, sin sentir vergüenza? Aparentemente sí. Queridos lectores, pasen y lean.
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Me pasé casi todo el domingo 30 de enero prendido a la televisión, siguiendo las informaciones, en todos los canales internacionales, sobre las elecciones en Irak. Hace tiempo que un hecho político no me conmovía tanto. En verdad, «contra toda esperanza», esperaba lo que ocurrió. No porque esté dotado del don de la videncia, sino aleccionado por el recuerdo de mi breve visita a ese país, a fines de junio y comienzos de julio de 2003, donde, en todos los lugares que visité advertí una sensación de alivio generalizado y una gran esperanza con la caída de la dictadura del Baaz y de Sadam Husein.
Entonces, las acciones terroristas de Al Qaeda, de Ansar al Islam, de las brigadas enviadas por los clérigos ultraconservadores de Irán, las de Abu Musab al Zarqawi y de los grupos supervivientes del Baaz estaban sólo en los comienzos y era difícil imaginarse que crecerían hasta alcanzar las proporciones apocalípticas que han tomado. Esto, y, sobre todo, la formidable campaña internacional de los medios europeos embebidos de odio a los Estados Unidos, habían llegado a persuadir a un importante porcentaje de la opinión pública de que la intervención militar en Irak era un absoluto fracaso, y, además, una operación contraproducente que, en vez de desembocar en una democratización del país, incendiaría todo el Medio Oriente, dejándolo a merced de los fanáticos fundamentalistas antioccidentales. ¡Irak sería un nuevo Vietnam que, por segunda vez, haría morder el polvo de la derrota al arrogante coloso norteamericano! Toda la Europa del resentimiento y la nostalgia de la evaporada revolución se echó a las calles, a festejar este regalo de los dioses.
En un hermoso artículo titulado La prudencia política y el coraje de los iraquíes (EL PAÍS, 30-1-05), Michael Ignatieff se preguntaba, el mismo día de las elecciones: «¿Por qué hay tan poca gente que sienta siquiera un estremecimiento de indignación cuando ven a encuestadores tiroteados en una calle de Bagdad? ¿Por qué no hay ni el menor asomo de aplauso en la prensa por los más de 6.000 iraquíes que, arriesgando sus vidas, se presentan como candidatos a un cargo público?». Por una razón muy sencilla: porque esas elecciones no eran serias, sino una farsa de los ocupantes, que el pueblo iraquí, identificado con la «resistencia» -la palabra es un astuto embauque, para dar una aureola de dignidad a los terroristas-, iba a boicotear, mostrando así al mundo su rechazo de aquella intervención colonialista del imperialismo anglosajón. La corrección política lo había dictaminado y sólo faltaba que los hechos vinieran a confirmar la teoría.
El maltratado, diezmado, destrozado pueblo iraquí, sobreviviente de cuatro décadas de una de las más vesánicas satrapías que conozca la historia y de dos años de un terrorismo ciego y demencial contra la población civil, se ha encargado de poner las cosas en su sitio. ¿Cómo? Yendo a votar, pese a las amenazas de los fundamentalistas de que los recintos electorales y los votantes podrían ser blanco de los conductores suicidas arrebozados de explosivos y de que cada elector, por el simple hecho de depositar su voto en un ánfora, sería objeto de persecución y degüello, igual que toda su familia. No los intimidaron. Ahí estaban, en Bagdad, en Basora, en Nayaf, en Faluya, en todo el Kurdistán y hasta en el triángulo suní. Las imágenes eran exaltantes. Familias enteras haciendo colas de muchas horas a las puertas de los centros de votación, en una atmósfera festiva, y entre ellas, las mujeres, ululando o haciendo la V de la victoria ante las cámaras, con unas sonrisas de oreja a oreja. Y hombres y mujeres respondiendo siempre a la pregunta de por qué habían ido a votar, de la misma manera: «Porque queremos paz», «Porque queremos libertad».
Los comandos de asesinos suicidas mataron a cincuenta electores, cierto. Pero cerca de ocho millones de iraquíes, jugándose la vida, concurrieron a legitimar con sus votos las primeras elecciones libres en la historia de Irak. Casi el 60% de los inscritos, una participación cívica extraordinaria comparada incluso con las democracias más avanzadas, algo que consolida de manera resonante los comicios iraquíes. Y, también, muestra lo falaz y mezquino de aquellas argucias de los culturalistas, según los cuales es abusivo y prepotente «imponer» una democracia a la occidental a una sociedad cuya cultura la rechaza intrínsecamente porque lesiona prácticas, usos y creencias arraigadas a las que aquélla no podría renunciar sin perder en «identidad». ¡Y esos racistas se consideran progresistas! No advierten siquiera que su noción de identidad colectiva es un campo de concentración que condena a un pueblo entero a no progresar jamás, a eternizarse en el oscurantismo y la barbarie.
Después de lo ocurrido en estas elecciones, ¿pasará por la mente del Gobierno español la sospecha de que, acaso, fue prematuro retirar las tropas de Irak con la precipitación que lo hizo? ¿Que, tal vez, fue una imprudencia exhortar a los otros países que formaban parte de la coalición encabezada por Estados Unidos y Gran Bretaña a una deserción parecida? Naturalmente que no. Porque, ya, un ejército de escribidores progresistas estremecen los ordenadores para tranquilizarle la conciencia demostrando, en juiciosas argumentaciones deconstruccionistas, que estas elecciones no son de ningún modo lo que parecen -el inicio de un proceso de democratización en marcha en Irak, como ocurrió en Afganistán-, sino un accidente, un pequeño traspiés del pueblo iraquí, que, indebidamente manipulado, ha caído en una trampa, de la que pronto saldrá, descubriendo lo que verdaderamente es correcto y le conviene. Y que, en todo caso, las bombas y los asesinatos de «la resistencia» probarán pronto que nada ha mejorado, que todo va para peor. Nunca tan cierta como en nuestros días la frase de Arthur Koestler según la cual el intelectual es capaz de demostrar todo aquello que cree y de creer todo aquello que puede demostrar.
No importa cuál sea el resultado de las elecciones iraquíes, éstas han sido ya, por la masiva participación de votantes, un éxito de largas consecuencias para todo el Medio Oriente. Ellas prueban que es perfectamente posible que un país de inmensa mayoría árabe y musulmana opte por un sistema democrático, donde haya alternancia en el poder, se respete el derecho de crítica, y una descentralización vertical y horizontal de los poderes garantice a las minorías étnicas y religiosas una amplia autonomía. Por primera vez en su historia, los chiíes, el sesenta por ciento de la población, dejarán de ser marginados y explotados por la minoría suní, y los kurdos (casi un veinte por ciento) tendrán asegurada su lengua y su cultura dentro de la flexible unidad nacional.
Desde luego, queda mucho por hacer y, no hay la menor duda, el terrorismo fanático y cavernario causará todavía muchas muertes. Pero estas elecciones son un hito, que, acaso, contribuya a atenuar el escepticismo y la hostilidad de países como Francia y España y los induzca a colaborar con el pueblo iraquí en su empeño -que se ha hecho patente en estos comicios- por emanciparse del terror y la opresión y conquistar la modernidad.
Todo este domingo, mientras veía las imágenes de Irak en la pequeña pantalla, pensaba en el profesor Bassam Y. Rashid y su familia. Profesor de español en la Universidad de Bagdad, doctorado por la Universidad de Granada, el profesor Bassam fue mi traductor y compañero inseparable los doce días que pasé en Irak. La palabra «caballero» parecía inventada para este bagdadí musulmán y suní, de urbanas maneras y exquisitos gustos literarios, generoso y tolerante, al que tantos años de horror y dictadura no habían quebrantado el espíritu ni erosionado en él la convicción de que Irak sería, un día próximo -«como España», decía- una democracia moderna y próspera. Estoy seguro de que en una de esas colas largas de votantes estaban él y su maravillosa mujer, cuya hospitalidad convertía su modesta casita en un palacio. Y, sin duda, se habían llevado con ellos, a fin de que su memoria grabara para siempre este día histórico, al pequeño Ahmed, su hijo, quien me aseguraba que el paraíso tenía la apariencia de Granada. Como usted bien sabe, profesor Bassam, hay ficciones que se vuelven realidades. Con el coraje que han demostrado este domingo sus compatriotas, Irak será una de ellas, ya verá. ¡Y lo celebraremos comiendo el cordero que usted sabe, el Cusi, en The White Palace!