Hay unas profesiones y actividades más interesantes que otras. Y también, pese al bombo que se les da, unas más artificiales y por eso mismo más prescindibles que otras. Para no herir sensibilidades que no deseo herir, no diré que hay unas más nobles que otras… Pero no será difícil ponernos de acuerdo en que, […]
Hay unas profesiones y actividades más interesantes que otras. Y también, pese al bombo que se les da, unas más artificiales y por eso mismo más prescindibles que otras. Para no herir sensibilidades que no deseo herir, no diré que hay unas más nobles que otras…
Pero no será difícil ponernos de acuerdo en que, tratándose de oficios, es mucho más importante para la sociedad el trabajo de fontanero que el de chófer de ministro, o, tratándose de profesiones, que es más imprescindible la de médico que la de abogado, de economista o de periodista. Del médico bien nos gustaría asimismo prescindir, pero no podemos aun corriendo el riesgo de morir por su culpa y en sus brazos. Pero sí podemos prescindir del abogado, y probablemente obtendremos mejores resultados defendiéndonos nosotros mismos, y también del economista, que sólo nos será útil si tenemos mucho dinero; en cuyo caso su función «interesada» será la de permitirnos pagar menos al Fisco. A esto se reduce su interés, a ser útil al ciudadano o ciudadana adinerados…
En cuanto al economista, a menos que medie intoxicación o hipocresía, habremos de convenir que, en tiempos de bonanza, los economistas son casi opacos e irrelevantes al dedicarse a funciones de gestor administrativo y de contabilidad, a hacer liquidaciones fiscales y a asesorar a otros sobre la forma menos onerosa de tributar a la hacienda pública. Y eventualmente a dar a elegir a su cliente en ciertos casos, entre tributar por el artículo A o por el B. No hay más en su papel, oficio o profesión, a menos que haya especial interés en exaltar sus habilidades para proponer los mil enredos a que se presta el poseer mucho dinero. En todo caso lo cierto es que para la inmensa mayoría de la población el economista, más allá del interés que suscite cualquier materia de estudio, está demás…
Sin embargo, en tiempos críticos los economistas hacen el dignísimo papel de gurú, pero sin acertar nunca. Que no aciertan lo prueba el hecho de que si hubiese uno que acertase, todos los estados y todas las empresas irían detrás de él para ficharle como los clubs se disputan a ese entrenador conseguidor de muchas copas… Otra prueba más resonante todavía está en que el parecer de economistas de mucho relumbrón por haber obtenido el premio Nobel no se le hace más caso que al del economista que acaba de terminar la carrera…
En cuanto a los abogados, sus ganancias están en el mucho pleitear, no en conciliar ni en arbitrar. Ellos inducen al pleito, ellos son los que lo aconsejan. Y los que no se dedican al ejercicio propiamente dicho, se dedican a la honrosísima tarea de confeccionar en las leyes los mil modos de sortear los patricios el peso de la justicia. En esto consiste su mérito; desde el ministro del ramo hasta el último leguleyo del sistema. Véase, si no, la deriva de los millones de procesos judiciales y la suerte gloriosa que encuentran otros tantos miles de delincuentes que han ocasionado la virtual ruina de este país y de millones de personas…
De aquí resulta que en buena medida, en este aspecto de la prescindibilidad, a los economistas y a los abogados se suman los periodistas. La prueba está en que no ya economistas o políticos sino periodistas infectos llaman a rebato del escándalo a la población cuando un profesor de universidad que no es economista, procede fiscalmente según el asesoramiento de un economista, pero en cambio no dedican miles de portadas al escándalo entre ridículo y atroz que supone que un economista un día alzado a los altares de la economía mundial, haya alegado ignorancia ante un juez al responder que no sabía que debía tributar por la tarjeta de débito que el banco le había proporcionado, siendo así que él era, con otro, su principal directivo…
Y de los periodistas habría mucho que hablar. Aducen constantemente su «deber» de informar. Pero también bastantes de ellos son personajes públicos de cuya vida patrimonial y de las «artes» para conseguir esa concreta información querríamos saber pero nunca sabremos. Pues aunque no tenemos pruebas, muchos sí tenemos la impresión de que a menudo traspasan las líneas rojas de la legalidad obteniendo la noticia a través de toda clase de argucias que rozan o caen de lleno en la práctica corrupta, en la contravención de sus libros de estilo y de la ética y en la falta absoluta de escrúpulos. Los rendimientos del sensacionalismo son imprescindibles para los rendimientos de las tortuosas corporaciones en que se asientan los media. No nos extrañe. El periodismo es la iglesia civil de la modernidad en occidente y de la postmodernidad tardía en España. Y los periodistas que forman parte del poder o lo desean, son sus sumos sacerdotes que, en este simulacro de democracia, dieron un puntapié a los curas para apearles de sus púlpitos y ponerse ellos a predicar. No exagero: la misión opinadora que se arrogan y llevan a cabo sobre todo en los medios audiovisuales, traspasa constantemente la frontera de su cacareado deber de información. Por lo demás, hay que decir que el agradecimiento por los servicios de información honesta que eventualmente nos presta el periodismo, a menudo va acompañado de la rabia y de la impotencia que el conocimiento de los hechos nos provoca. Algo que a tal información resta interés que no sea malsano…
Todas estas constataciones corroboran el principio del materialismo histórico a cuyo propósito procedo a estampar, en corta y pega, uno de sus párrafos:
«El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia». (Marx. Pró logo a la Contribuci ó n a la Cr í tica de la Econom ía Política. 1859)
El materialismo histórico a que me refiero ahora, aplicado a las profesiones citadas me obliga nuevamente a afirmar que las tres son una fuente inagotable de problemas sociales e individuales que, desde el punto de vista sociológico y antropológico, más que contribuir a proporcionarnos la felicidad común, nos la escamotean. Por eso, en esta intrincada y dificultosa sociedad, en la medida de lo posible debemos evitarlas. Y en cuanto a los políticos, echémosles de comer aparte…
Jaime Richart es Antropólogo y jurista.
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