El conflicto entre el ruralismo y el gobierno reprodujo inicialmente una conocida disputa de la historia argentina. Como a diferencia de la energía o ciertos servicios la tierra nunca estuvo nacionalizada, los propietarios del campo se consideran dueños de la renta agraria. Han confrontado con todas las administraciones que intentaron utilizar parte de esos recursos […]
El conflicto entre el ruralismo y el gobierno reprodujo inicialmente una conocida disputa de la historia argentina. Como a diferencia de la energía o ciertos servicios la tierra nunca estuvo nacionalizada, los propietarios del campo se consideran dueños de la renta agraria. Han confrontado con todas las administraciones que intentaron utilizar parte de esos recursos para otros fines.
Esta pugna por dinero fue habitualmente recubierta de valores patrióticos y cuestionamientos al «fiscalismo del estado» o al «egoísmo de los productores». Pero el enfrentamiento reciente presentó una intensidad inédita e ilustró la irrupción de un sujeto capitalista que logró doblegar al gobierno.
Las banderas del ruralismo
La campaña contra retenciones móviles -que gravan las exportaciones en proporción al aumento del precio internacional de la soja- instaló la creencia que este impuesto es ilegitimo e inconstitucional. Los ruralistas afirmaron que el gravamen es «inconcebible en otros países», olvidando cuántos gobiernos aplican alguna variante de esa norma. Un impuesto a las ganancias excesivas rige por ejemplo en Estados Unidos desde 1917 para financiar las guerras.
Quiénes despotrican contra la «confiscación» de las retenciones, ocultan que los ingresos generados por el encarecimiento de la soja fueron mucho más significativos. Se presentan como víctimas de la voracidad fiscal, sin mencionar que las retenciones sólo aportan el 10% de la recaudación, mientras que el IVA representa el 42% de esos ingresos. Han colocado en la agenda pública la disminución de sus impuestos como un bien más apreciado y urgente, que la reducción de los gravámenes al consumo. Del IVA nadie habla, pero una pugna suscitada por un adicional del 1% de la recaudación paralizó al país.
Los ruralistas sostuvieron que el aumento de los costos erosiona sus beneficios. Pero estos incrementos no treparon en la misma proporción que la soja, cuyo precio máximo fue 300 dólares en los últimos quince años y en la actualidad ronda los 600 dólares. Esta cotización modifica todos los parámetros del agro-negocio a favor de la soja.
El bloque agrario consiguió implantar su demanda de rentabilidad como un dato normal de la vida social. En lugar de discutir la miseria que padecen los trabajadores y desocupados se habla de los lucros que le corresponderían al campo. Pero los esporádicos cálculos que circulan sobre esos beneficios retratan promedios muy significativos.
Estas cifras están respaldadas por el precio de la tierra, un indicador objetivo del agro-negocio que siguió ascendiendo durante todo el conflicto. Esta valorización ha sido el trasfondo de la irritación que exhibieron los contratistas, afectados por el incremento de los alquileres que acompaña al encarecimiento de la tierra. En un orden de costos, el arrendamiento ocupa el primer lugar, seguido por la comercialización, la siembra, la cosecha y finalmente los herbicidas o fertilizantes.
Pero los contratistas no realizaron esta discriminación, ni se insurreccionaron contra el precio de los arriendos. Se olvidaron de lo pagado a los propietarios y canalizaron toda su furia contra la recaudación del estado. Cuestionaron el gravamen que establece un poder público y no la renta que percibe el dueño de la parcela. Esta actitud reflejó su visión de la primavera económica que atraviesa la Pampa Húmeda luego de la crisis de los 90. Atribuyen esta mejora a la naturaleza y al mercado mundial olvidando el efecto de la hiper-devaluación, que solventó el grueso de la población y facilitó la recuperación exportadora. Pero, además, observan la valorización de la tierra como un dato favorable, ya que se consideran parte del nuevo modelo sojero.
Esta reivindicación explica la convergencia de la Federación Agraria con la Sociedad Rural. Los herederos del Grito de Alcorta actuaron en común con los sucesores de Martínez de Hoz bajo la bandera de anular la movilidad de las retenciones, porque han tejido estrechos lazos con los popes del agro-negocio. En lugar de pelear contra los grandes propietarios, ahora intentan compartir con ellos los frutos del cambio registrado en el capitalismo agrario.
Efectos de la tecnificación
Desde la introducción de la siembra directa, las semillas transgénicas y las nuevas cosechadoras, en un día de trabajo se realiza lo que antes requería un mes. Esa tecnificación incrementó sustancialmente el área y los rendimientos de varios cultivos. De 99 millones de toneladas producidas en el 2002 se pasó a 135 millones y Argentina se afianzó como un gran exportador mundial de aceite, girasol, maíz, maní y soja.
Esta oleaginosa desplazó a los cereales y la ganadería, mediante un esquema que en gran medida sustituye la vieja dependencia del clima y la fertilidad, por los parámetros de capitalistas de la inversión. Como consecuencia de este cambio la concentración de tierras ha perdido importancia frente a la concentración del capital, ya que sólo 10 firmas aportan el 75% de la producción. Algunos investigadores igualmente sostienen que la primacía de los viejos propietarios no ha desaparecido.
Pero esta continuidad no indica la subsistencia de la vieja oligarquía. Esa denominación aludía al terrateniente, que lucraba pasivamente con la renta generada por el pastoreo y el engorde de las vacas. En condiciones de persistencia de esa renta, la agricultura ha incorporado un nivel de tecnificación ausente en esa época.
Otro cambio relevante ha sido la transformación del chacarero en pequeño y mediano contratista. Ante la abrupta reducción del tiempo requerido para la actividad agraria, los antiguos arrendatarios han desaparecido junto a la explotación familiar. Quiénes lograron dotarse del capital suficiente para poseer una cosechadora trabajan en varios predios, en un escenario dominado por el alquiler en el grueso de la superficie pampeana (entre 55% y el 70% del área total).
Esta transformación también modificó el papel de los propietarios. Con el boom de la soja los ingresos generados por la simple tenencia de la tierra aumentaron abruptamente, beneficiando a todos los poseedores de algún predio significativo. El dueño de 100 hectáreas en la Pampa Húmeda obtiene unos 6000 pesos mensuales del alquiler de su tierra. Además, la posesión de 150 hectáreas le permite contar con un patrimonio cercano a 1,5- 2,2 millones de dólares, es decir un ingreso que lo ubica nítidamente en la clase media-alta de las ciudades.
A diferencia de los años 90, los contratistas que a su vez son rentistas no enfrentan ninguna amenaza de quebranto. Por eso frecuentemente afirman que las retenciones «conspiran contra su estilo de vida», al empujarlos a sustituir el trabajo directo por el alquiler del campo. En ese caso pasarían a vivir de un alto ingreso, en condiciones muy alejadas de los padecimientos que soporta la mayoría de la población.
El nuevo contratista tiene muy pocas afinidades con el viejo chacarero que forjó la Federación Agraria. Por esta razón la demanda de anular las retenciones móviles tuvo primacía sobre el programa histórico de reforma agraria y Junta Nacional de Granos. Tampoco los antiguos cooperativistas se parecen a los empresarios medianos que controlan CONINAGRO. A su vez, los grandes propietarios de CRA se han convertido en grandes burgueses y los latifundistas ganaderos de la Sociedad Rural en agro-capitalistas. Como consecuencia de estos cambios, solo un porcentaje mínimo de los productores mantuvo su vieja afiliación gremial, lo que explica la gran autonomía que demostraron las asambleas de auto-convocados.
El nuevo capitalista mediano de la soja actúa con plena conciencia de su rol empresarial. Por eso no exigió el manejo estatal de la provisión de herbicidas frente al aumento de los insumos. Tampoco reclamó la nacionalización del comercio exterior, ante las estafas que realizan los exportadores. Estas demandas estuvieron ausentes por una percepción de intereses comunes con los grandes actores del complejo sojero.
Esta convergencia oculta las enormes brechas sociales que se han creado dentro del agro pampeano. La subordinación de los sectores populares de los pueblos a una dirección capitalista tornó invisibles esas polaridades. Lo que predomina es el criterio de celebrar los negocios, como una gran aventura mientras se gana dinero y culpar al estado, cuando la coyuntura se torna adversa.
«Pequeños productores»
En lugar de caracterizar al nuevo estrato de capitalistas medianos que lideró la protesta rural se ha generalizado su reivindicación como pequeño productor. Esta denominación confunde al viejo arrendatario explotado por los latifundistas con los contratistas y propietarios de pequeña o mediana dimensión. Quiénes combinan la tenencia de una pequeña propiedad (100-200 hectáreas) con una cosechadora o sembradora logran importantes lucros con el cultivo de soja, que requiere menos inversión el trigo o el maíz.
El término de pequeño productor correspondería más bien a los propietarios de 50 o 60 hectáreas, de las zonas con rindes bajos, alejadas del boom sojero. También podrían encuadrarse en esa categoría los campesinos extra-pampeanos que desenvuelven una agricultura familiar en predios de 5 a 20 hectáreas. Este sector de productores de frutas, hortalizas, legumbres, caña de azúcar, tabaco o yerba mate estuvo ausente del bloque ruralista durante el conflicto, porque son víctimas de la expansión sojera.
Por la misma razón que nadie califica al industrial mediano de pequeño productor urbano es engañoso utilizar este término en el agro pampeano. El propio Buzzi se autodefinió varias veces como exponente de la «burguesía mediana». Este concepto es más esclarecedor, ya que retrata la actividad de un contratista que emplea peones. Es importante resaltar esta función frente a las miradas que idealizan a un sector que cumplirá un rol papel progresivo, mientras lucre con el sufrimiento de los peones y el usufructo de una renta que le corresponde a todo el país.
Esta hostilidad hacia los trabajadores rurales ha sido un dato cuidadosamente ocultado. Los asalariados del campo padecen un régimen laboral impuesto hace tres décadas por la dictadura que impide la vigencia de las ocho horas, desconoce la entrega de ropa de trabajo y el otorgamiento de extras por escolaridad. Por esta razón en el campo rige una elevada tasa de informalidad laboral (63%) y remuneraciones que apenas alcanzan al 60% del promedio urbano.
El protagonismo de los contratistas y rentistas durante el conflicto ha oscurecido la terrible polarización social que genera el modelo sojero. Argentina produce alimentos básicos para alimentar a 450 millones de personas, pero hay dos millones de personas que no consumen los nutrientes indispensables. Este dato ilustra como el esquema actual afianza el abismo entre los opulentos y los desamparados .
El discurso distributivo
El gobierno enfrentó los reclamos ruralistas proclamando una redistribución del ingreso que no implementa. Con el 35% de retenciones que recaudaba antes del conflicto ya manejaba ingresos suficientes para introducir mejoras sociales. Podría haber destinado el superávit fiscal récord para incrementar el salario mínimo, elevar las asignaciones a los desocupados o introducir la movilidad de jubilaciones.
Solo al promediar el conflicto Cristina anunció que el dinero recolectado con las nuevas retenciones se utilizaría para construir hospitales. Pero la cifra comprometida con esta finalidad equivalía a un tercio del costo del tren bala y nunca se aclaró que ocurriría con la iniciativa sanitaria ante una caída del precio de la soja. Solo la estatización en marcha de Aerolíneas Argentinas, le costará al fisco la mitad de la recaudación esperada con las retenciones.
El gobierno es incapaz de transformar el modelo sojero porque ha sido su principal impulsor a través de una alianza privilegiada con Grobocopatel y Urquía. Estos compromisos lo indujeron a encubrir la evasión impositiva de 650 millones de dólares, que realizaron los grupos exportadores al anotar anticipadamente operaciones de compra-venta.
Los Kirchner estimularon la comercialización privada que genera los grandes lucros del agro-negocio. Mientras atacaban verbalmente esa intermediación pusieron en marcha la re-privatización de ocho corredores de rutas, a favor de seis concesionarios que administran el peaje sin realizar ninguna inversión.
También apadrinaron durante años a los pools de siembra que cuestionaron durante la crisis, manteniendo una legislación financiera que asegura la capacidad de estas compañías para operar en gran escala y negociar con ventaja alquileres e insumos. Lo que impide la redistribución del ingreso es esta duplicidad de un matrimonio, que en el 2002 criticaban duramente las mismas retenciones que ahora defendieron.
Pero el gobierno chocó con el agro porque apuesta a un modelo económico neo-desarrollista, que manteniendo el pago de la deuda privilegie la subvención estatal a los grandes industriales. Néstor Kircner y el jefe de la bancada del PJ, Pichetto, confesaron que el verdadero objetivo de las retenciones era mantener ese destino del gasto público.
La derrota del gobierno abre ahora un interrogante sobre la continuidad de este esquema, ya que la propia UIA se alejó momentáneamente del oficialismo ante un giro económico adverso, que se verifica en frenos de la producción, caídas de ventas y continuidad de la inflación. La improvisación gubernamental acentúo este distanciamiento, ya que para frenar la especulación con el dólar fue socavado el tipo de cambio alto, que es el pilar del modelo. Cristina sigue tuteándose con los directivos de Techint, pero el esquema neo-desarrollista trastabilla.
Volver a empezar
Con la anulación de la resolución 125 el bloque ruralista logró retrotraer las retenciones al 35 % fijo. Toda la cosecha almacenada será comercializada a esa tasa y dentro del circuito de la soja se repartirán los 1250 millones de dólares en disputa con el controvertido decreto. Los ganadores inmediatos serán los exportadores y sobre todo los grandes productores, que pagarán un impuesto inferior al estipulado en el proyecto de ley que rechazó el senado.
Esta iniciativa incorporaba una segmentación del impuesto por volumen de producción, que el gobierno primero concedió a quiénes producen menos de 500 toneladas. Luego introdujo una escala que situaba las retenciones en un 30% hasta 300 toneladas, 35% hasta 750 toneladas y 40% por encima de 1500 toneladas. Esta diferenciación quedó sepultada con la derogación del decreto oficial, determinando una clara pérdida para quiénes fueron el estandarte de la revuelta rural.
Esta situación ha conducido a una paradójica combinación de festejos y lamentos por parte de Buzzi. Cuestiona la desmejora que sufren sus representados como resultado de un gran triunfo. Esta ridícula situación solo confirma lo que podía anticiparse: la consigna común de la mesa de enlace sirvió a los más poderosos. Tal como ocurre en los negocios corrientes, los grandes capitalistas se aprovechan de sus socios más pequeños en sus reyertas con los gobiernos.
Pero seguramente en la próxima cosecha se implementará alguna variante de las leyes debatidas en el Congreso, aceptando el mayor poder conquistado por el lobby ruralista. Para reintroducir la movilidad, el gobierno intentará consensuar la propuesta del PJ disidente (Sola, Reuteman, Schiaretti), que apuntó a reducir la curva de incremento de la alícuota de las retenciones frente a una suba del precio internacional.
También se recrearían las compensaciones, pero asegurando como pide las FAA que nadie queda afuera, es decir segmentaciones hasta 3000 toneladas para cubrir al 96% de los productores. Nuevamente la bandera del pequeño productor servirá para subsidiar a capitalistas, que no necesitan ningún socorro estatal para seguir acumulando fortunas.
Durante el conflicto se verificó una disposición del gobierno a otorgar concesiones muy superiores a la anulación de la movilidad de las retenciones. Solo las compensaciones reducían a la mitad la recaudación buscada con esa medida. Pero además se acordó un subsidio al flete y la apertura parcial de las exportaciones de carne y trigo. Se discutió aliviar los precios de los insumos importados por alguna vía fiscal o cambiaria y hubo promesas de créditos blandos o futuras deducciones del impuesto a las ganancias.
Pero este jolgorio no estará exento de conflictos, ya que hay mucho dinero en juego y su distribución pondrá sobre la mesa temas más conflictos, como la modificación de la ley de arrendamientos. Mientras que los grandes pools de siembra no objetan este cambio, los grandes propietarios lo ven con malos ojos.
Un programa perdurable
Al cabo de cuatro meses de intenso debate agrario todo el país ha tomado contacto con el modelo sojero. Se destapó, además, una discusión impositiva que tanto el ruralismo como gobierno querían evitar. El debate parlamentario que ahora todos ponderan, siempre fue evadido por ambos bandos. Por un lado, el bloque agrario tradicionalmente apostó a la eliminación total de las retenciones y no a su regulación legislativa. Por su parte, todos los gobiernos buscaron mantener la potestad del ejecutivo para establecer un gravamen que no se coparticipa.
La crisis puso sobre la mesa un debate sobre la redistribución del ingreso, que volverá a replantearse. Por esta razón resulta indispensable desarrollar un programa, para afrontar con soluciones populares el resurgimiento del problema agrario. Esta plataforma exige considerar ante todo la situación del peón rural y derogar de inmediato la ley de la dictadura, para asegurar un salario mínimo equivalente al costo de la canasta familiar.
Las retenciones deberían mantenerse hasta tanto se organice un nuevo sistema impositivo de carácter progresivo. Este instrumento debería limitarse en el nuevo esquema a divorciar los precios locales de los internacionales, para que el lomo no cueste los 80 pesos que reclamó De Angelis. Los ruralistas no proponen encarecer los consumos de lujo para abaratar los cortes populares. Quieren establecer el principio de aproximar lo más posible el precio local a las cotizaciones de exportación en todos los rubros.
Las retenciones móviles, diferenciadas (para desalentar la soja frente a otros cultivos) y coparticipables (para que su uso se controle localmente) deberían contribuir a bajar el IVA hasta su eliminación. Pero deberían cumplir esta función mientras se establecen los dos impuestos progresivos decisivos: uno a las ganancias y otro a la renta para permitir una transferencia de riqueza hacia las mayorías populares.
Para que este esquema sea factible es indispensable poner fin a la fenomenal evasión que salió a flote, ante el escaso número de productores que se presentó a solicitar compensaciones para evitar la inscripción fiscal. La evasión se consuma con maniobras para subvaluar y ocultar cosecha, crear arrendatarios fantasmas o declarar campos alejados de las rutas.
Un pilar de la transformación agraria debería ser la reconstitución de la Junta Nacional de Granos, para asegurar el manejo estatal de la compra y venta de los cereales. En cambio el gobierno solo ha considerado hasta ahora, un proyecto para gestar una entidad de seguimiento de la actividad rural.
El monopolio estatal de comercio exterior debería instrumentarse junto a una nueva ley de comercialización, que neutralice el manejo de los oligopolios y supermercados en la fijación de los precios de los alimentos. Frente a una escalada de carestía se requeriría la aplicación de la ley de abastecimiento y formas de control popular de precios.
Es también prioritaria la re-nacionalización del circuito de trenes y puertos privados, que el gobierno critica pero no modifica. Anular el tren bala constituiría un punto de partida para reconstruir la red ferroviaria para el transporte de cereales.
Pero una transformación popular del agro no prosperará sin nacionalizar el manejo financiero del agro-negocio y garantizar el manejo estatal de los laboratorios que proveen insumos, fertilizantes y agro-químicos.
Un plan agrario debe promover, además, una política de créditos y asesoramiento técnico. Por esta vía se puede combatir el monocultivo, diversificar la producción y asegurar la soberanía alimenticia.
La regresión social que impone el modelo de la soja no obedece al nivel de los impuestos, sino a la vigencia de las reglas del beneficio. Si estos patrones de rentabilidad continúan guiando la producción, no se revertirá la crisis de la lechería y el estancamiento del stock ganadero. Y tampoco se reducirán los efectos devastadores de este esquema sobre el medio ambiente.
«Dejar en libertad al campo» equivale a multiplicar la desigualdad y reforzar un modelo que no industrializa, ni crea empleo. El problema no es la soja, sino la agricultura capitalista. Llegó el momento de comenzar a revertir ese sistema, generando alimentos para todos y transformando la renta agraria en un bien colectivo.