El autodenominado «Proceso de Reorganización Nacional» (1976-1983) Mediante un golpe de Estado, el 24 de marzo de 1976 las Fuerzas Armadas removieron al gobierno peronista y dieron inicio al llamado Proceso de Reorganización Nacional. Desde ese momento, el poder quedó en manos de una junta militar formada por un integrante de cada fuerza , presididos […]
El autodenominado «Proceso de Reorganización Nacional» (1976-1983)
Mediante un golpe de Estado, el 24 de marzo de 1976 las Fuerzas Armadas removieron al gobierno peronista y dieron inicio al llamado Proceso de Reorganización Nacional. Desde ese momento, el poder quedó en manos de una junta militar formada por un integrante de cada fuerza , presididos por el miembro del Ejército (por ese entonces, el brigadier Orlando Ramón Agosti, el almirante Emilio Eduardo Massera y el general Jorge Rafael Videla). Se declararon caducos los mandatos de la Presidenta de la Nación (María Estela Martínez de Perón) y de los Gobernadores y Vice-Gobernadores de las provincias. Se disolvieron el Congreso Nacional y las legislaturas provinciales y municipales. Se removió a los miembros de la Corte Suprema de la Nación, al Procurador General de la Nación y a los integrantes de los Tribunales Superiores Provinciales. También se suspendieron las actividades políticas y gremiales.
Para el manejo de los asuntos económicos fue convocado José Alfredo Martínez de Hoz (representante del sector empresario y del pensamiento liberal-conservador), quien por aquel entonces se desempeñaba como presidente del Consejo Empresario. El proyecto llevado a cabo por Martínez de Hoz consistía en una transformación radical de la estructura socio-económica argentina. La idea era revertir, de una vez por todas, la matriz de relaciones sociales y económicas que el modelo populista/redistribucionista había impulsado a través de un Estado altamente intervencionista y, según él, sobre-expandido.
La matriz liberal económica en el pensamiento de Martínez de Hoz era clara: sólo un mercado libre, desligado de toda clase de «interferencias» políticas, proporcionaría una eficiente asignación de recursos. El nuevo liberalismo se propuso como objetivo explícito, pues, la liberalización de la economía. En pocas palabras, esto implicaba la apertura de la economía, la libre operación de los mercados de capitales y la eliminación de los privilegios fiscales, subsidios y de controles.
Ahora bien, esto no podría haber sido llevado a cabo sin el disciplinamiento de las fuerzas sociales, lo cual era, junto al plan económico, parte indisoluble del proyecto político de la élite gobernante. Uno de los puntos claves de dicho disciplinamiento era la reubicación de la clase obrera en su rol de subordinado, tanto en términos políticos como económicos e institucionales. Esto significaba debilitar las organizaciones político-partidarias y corporativas de esa clase, lo cual se llevó a cabo mediante la combinación de represión armada, reformas económicas que debilitaron el poder económico de esas organizaciones y de los trabajadores individualmente considerados y normas que limitaran el accionar y la influencia de los sindicatos.
Luego de siete años de terrorismo de estado, el saldo en la República Argentina fue de 30.000 desaparecidos (en su gran mayoría militantes políticos), el robo de más de 500 niños nacidos en cautiverio y la creación de innumerables centros clandestinos de detención en todo el país.
El juicio a las Juntas Militares (1985)
Ante la inminencia de un nuevo gobierno democrático, que presumiblemente intentaría juzgar los crímenes cometidos durante el «Proceso», los militares dieron a conocer, en 1983, un informe denominado «Documento final de la Junta Militar sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo». En ese informe las Fuerzas Armadas ofrecían una versión justificatoria de su propio accionar. El pasado se presentaba como una «guerra» de consecuencias dolorosas pero inevitables, en las que, como en toda guerra, se habían cometido algunos «errores y excesos». Había sido, en definitiva, una «guerra sucia». Este documento advertía, además, que «…quienes figuran en nóminas desaparecidos (…) se consideran muertos».
El 15 de diciembre de 1983, el presidente Raúl Alfonsín sanciona los decretos 157 y 158. El primero, ordena enjuiciar a los dirigentes de las organizaciones guerrilleras «Ejército Revolucionario del Pueblo» y «Montoneros». El segundo, ordena procesar a las tres Juntas Militares que gobernaron el país entre 1976 y 1982. También crea la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) para relevar, documentar y registrar casos y pruebas de violaciones de derechos humanos, lo cual permitiría fundar el juicio a las Juntas.
El 9 de diciembre de 1985, la Cámara Federal de la Ciudad de Buenos Aires dicta sentencia en el marco del juicio a las Juntas Militares. La sentencia confirmaba la noción de un plan sistemático de exterminio, justificaba la fuerza probatoria de los testigos y descalificaba los argumentos de la defensa. Videla, Massera y Agosti recibieron una pena de prisión perpetua. Mientras que los de la tercera Junta fueron absueltos.
El comienzo de la impunidad: las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y los indultos de Menem
La ley de Punto Final (1986) y la ley de Obediencia Debida (1987) establecen la impunidad (extinción de la acción penal y no punibilidad) de los delitos cometidos en el marco de la represión sistemática. La ley de Punto Final estaba dirigida a concluir con las investigaciones por los crímenes ocurridos durante el terrorismo de estado y a lograr la impunidad de quienes no fueron citados en el plazo que el texto legal estipulaba (60 días). La ley de Obediencia Debida, por su lado, impuso a los jueces que investigaban los hechos cometidos en el marco de la represión ilegal, una realidad según la cual los imputados habían actuado bajo coerción, en virtud de órdenes superiores de las que no tuvieron posibilidad de inspección, oposición ni resistencia en cuanto a su oportunidad ni legitimidad.
Junto a estas leyes, los indultos de Menem constituyen lo que se conoce como «las leyes de impunidad». Los indultos firmados entre 1989 y 1990 favorecieron a alrededor de 1200 personas, entre una inmensa mayoría de represores, líderes guerrilleros y hasta gente investigada por delitos comunes. Aunque se supone que los beneficiados tienen que estar efectivamente condenados, las listas incluyeron simples procesados. El último día hábil de 1990, Menem firma el decreto 2.741 en el cual perdona a Videla, Massera y otros condenados en la histórica causa 13 (1985). Fue una «última contribución al proceso de pacificación«, según el texto de la norma.
La agrupación H.I.J.O.S: El escrache como una forma legítima de protesta
El término «escrache» proviene del lunfardo, el habla de las clases populares, que se manifiesta, entre otros ámbitos, en la poética del tango y en la jerga carcelaria. Según la Academia Argentina de Letras, en su Diccionario del habla de los argentinos, el «escrache« es una forma de denuncia popular en contra de personas acusadas de violaciones a los derechos humanos o de corrupción, que se realiza mediante actos tales como sentadas, cánticos o pintadas, frente a su domicilio particular o lugares públicos. Marcelo Brodsky afirma que algunas de las acepciones más usuales del término «escrachar» son: retratar o fotografiar a alguien sin habilidad o contra su voluntad; arrojar una cosa con fuerza, estrellarla contra algo; romperle a alguien la cara; poner a alguien en evidencia; delatar a alguien abierta y públicamente 1.
La agrupación Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio surge en 1995 con el objetivo de denunciar la impunidad que, a partir de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final junto a los indultos de Carlos Menem, se había sellado definitivamente en la República Argentina. Según los miembros de H.I.J.O.S, «Escrachar es poner en evidencia, revelar en público, hacer aparecer la cara de una persona que pretende pasar desapercibida« (…) «Con el escrache -afirman- queremos hacer pública la identidad de estos sujetos: que los compañeros de trabajo conozcan cuál era su oficio en la dictadura, que los vecinos sepan que al lado de su casa vive un torturador, que los reconozcan en la panadería, en el bar, en el almacén. Ya que no hay justicia, por lo menos que haya condena social, que se los señale por la calle como lo que son: criminales. Que no puedan ocupar cargos públicos, que los políticos y empresarios (que en general sí conocen su pasado) deban echarlos o esconderlos para evitar la vergüenza de que se sepa que contratan asesinos«.
En un artículo publicado en «El País« el día 13 de abril de 2013 , Carlos Pisoni (militante de H.I.J.O.S) declara: «(…) Yo comencé a escrachar cuando me encontré en un bar al que torturó a mi padre. Podía haber optado por partirle una botella en la cabeza, pero pensé que la salida tendría que ser colectiva. Y conseguimos implicar a la sociedad». En ese mismo artículo, el periodista de «El País» le pregunta a Paula Maroni, otra integrante de H.I.J.O.S: «¿Y qué piensan de los escraches que se están produciendo en España ante las casas de los políticos del Partido Popular?» Maroni contesta: «Cuando una sociedad busca medidas alternativas es porque hay un contrato social que se ha roto. El escrache es producto de la impunidad y la impunidad tiene mucho que ver con la impotencia» «¿Y no se podría limitar el señalamiento público al lugar en que la persona en cuestión desempeña su trabajo?», repregunta el periodista. Y Maroni, nuevamente, contesta: «Les daría igual. Hasta que no tocas el timbre de la casa del tipo no surte efecto el escrache».
Dos cosas cabe resaltar en este artículo. En primer lugar, se nos dice que el escrache, al proveer de mayor visibilidad a un conflicto, genera una mayor implicación social. En segundo lugar, se afirma que el escrache no surtiría ningún efecto si fuera consumado en el lugar de trabajo del funcionario público o de la persona en cuestión.
Considero que hay aquí un debate planteado, y que nosotros no podemos rehuirle. El debate podría establecerse en estos términos: ¿Son acaso todos los escraches una forma legítima de protesta? ¿Gozan todos ellos de idéntica legitimidad? Mi respuesta a esta última pregunta es que no. Creo que hay tres aspectos fundamentales a tener en cuenta a la hora de legitimar o deslegitimar el escrache como una forma válida de protesta.
Primero, hay que indagar cuál es la coyuntura política que da lugar al escrache. Aquí cabría preguntarse: ¿Qué derechos nos estamos jugando? ¿Qué otras opciones hemos agotado con anterioridad a la realización del escrache? ¿Qué respuesta hemos recibido a aquellas otras opciones?
Segundo, se debe preguntar por el contenido de la protesta. ¿Es lo mismo un escrache a minorías vulnerables (tal como se hacía en la Alemania nazi con el señalamiento de puertas en los hogares judíos) que otro que, por el contrario, se realiza en defensa de esas minorías? En este sentido, cada uno deberá hacerse cargo de su ideología. Cada uno deberá responder por aquello que defiende.
Tercero, también hay que preguntar por la forma en la que se realiza el escrache. El escrache permite que una herida abierta se haga visible en la sociedad, y en este sentido aspira a constituirse en una «pedagogía popular». No es lo mismo un escrache con bombas molotov, que uno en el que, por ejemplo, el modo de protesta sea una representación teatral o histórica o musical en el domicilio del escrachado. Por cierto, cuanto más ilustrativo sea un escrache, mayor será la participación popular y mayor, acaso, su pedagogía. De cualquier manera, de lo que se trata es de evitar la violencia.
Ahora bien, teniendo en cuenta los tres aspectos señalados, podemos decir que, en nuestra opinión, los escraches realizados en España por la PAH son absolutamente legítimos.
En primer lugar, porque la coyuntura política española está pidiendo a gritos otras formas (menos convencionales) de protesta. El escrache es, hoy día, más que un derecho, un deber. Como bien señala Isaac Rosa en un artículo del 25 de abril , «(…) hace tiempo que en esta partida alguien dio un puñetazo sobre la mesa, cambió las reglas y rompió la baraja. Y no fue la PAH. Al contrario, los antidesahucios no han empezado por los escraches, sino que antes de llegar hasta aquí han ido subiendo todos los escalones previos: confianza en el sistema (que los dejó tirados), denuncias en los juzgados (pero la ley hipotecaria los desamparaba judicialmente), peticiones a los gobernantes (oídos sordos), manifestaciones (ignoradas o reprimidas), paralización de desahucios (recibiendo a cambio más policía), recogida de firmas y presentación de una ILP (que el PP se resistió a admitir a trámite, y piensa rechazar), y ahora, después de consumir todos los cartuchos anteriores, el escrache«.
Es importante que no perdamos de vista en ningún momento que los escraches no son la causa del drama social español, sino que son su consecuencia. La » agresividad » del escrache emerge cuando ninguna otra vía legal es posible, o cuando la ley (tal como en el caso de los desahucios) sencillamente consagra una situación de exclusión y violencia intolerables. Sorprende aún que en España la población no esté mucho más desesperada. Podríamos hablar, en este sentido, de los brutales recortes en salud y en educación, de la precariedad laboral (fruto de una reforma de flexibilización laboral) y del paro del 27%. Sin embargo, cuando hablamos de violencia nos referimos, en este caso, a que, a partir de la aplicación de una ley de Ejecución Hipotecaria, el Estado español está produciendo suicidios, desahucios y dramas familiares vulnerando el derecho a una vivienda digna (la cual es, por otra parte, un derecho humano fundamental). Por eso es que nosotros afirmamos que los ciudadanos y ciudadanas que participaron en los diversos escraches a los políticos del Partido Popular (esperando con esta acción de lucha que se enviara a debate parlamentario la ILP), no pueden ser calificados como «Filonazis» o «Filoetarras», sino como defensores genuinos de derechos humanos universales. En todo caso, deberíamos decir que, de haber existido alguna conducta nazi, tal vez no pudo ser otra que la de amenazar (¿no es la amenaza a un determinado colectivo una forma de señalamiento público?) con retirarle la nacionalidad a inmigrantes que participen en escraches y otras protestas, tal como pretende, en el Anteproyecto de adquisición y pérdida de la nacionalidad española, el Ministro de Justicia de este país. Según la diputada socialista Pérez Domínguez, el anteproyecto dice que los inmigrantes que hayan conseguido la nacionalidad pueden perderla por «razones de orden público, por oponerse a un desahucio o por participar de un escrache«.
En segundo lugar, el núcleo del contenido de los escraches de la PAH consiste en denunciar que ninguna mayoría absoluta legitima la violación de los derechos humanos. Como bien señala la Plataforma de los afectados por la Hipoteca, se han agotado todas las vías para cambiar una ley injusta que condena a miles de personas, y que beneficia a una banca criminal rescatada con miles de millones del erario público. La ILP (avalada por más de un millón cuatrocientas mil firmas) se aceptó a trámite gracias a la presión social. ¿Podemos dejar de considerar «violenta» la presión sufrida por los dirigentes del Partido Popular? Seguramente no. Ahora bien, ¿no es esa violencia infinitamente menor (recordémoselo a Felipe González) a la que sufren y han sufrido miles de familias españolas como resultado de la aplicación de una ley de Ejecución Hipotecaria la cual, hete aquí, no ha sido modificada por la presión ejercida por los lobbies financieros?
En tercer lugar, no nos parece que la forma en que se han llevado adelante los escraches de la PAH hayan estado enmarcados en un clima manifiesto de violencia. En todo caso, la violencia fue ejercida por el grupo parlamentario del Partido Popular cuando envió al resto de formaciones políticas una propuesta de «medidas urgentes para reforzar la protección a los deudores hipotecarios, reestructuración de la deuda y alquiler social« que desconoce las legítimas pretensiones de la ILP: dación en pago retroactiva, paralización de los desahucios que afecten a viviendas habituales de deudores hipotecarios y la posibilidad de que las personas afectadas puedan permanecer en su vivienda en régimen de alquiler social.
En 1972, durante su intervención ante la Asamblea General de Naciones Unidas, el presidente de Chile, Salvador Allende, alertaba acerca de la falta de control sobre las multinacionales y su papel nefasto para las democracias. Era el capítulo anterior al neoliberalismo que hoy domina el mundo. Lo que estaba en juego en aquel entonces era, según el presidente chileno, toda la estructura política del mundo, que estaba siendo socavada. Hoy podemos decir que aquella profecía de Allende ha sido, tristemente, cumplida. No sólo han socavado nuestras estructuras políticas y nuestras instituciones; también han secuestrado nuestras democracias. En este contexto, sólo resta decir que el escrache es un llamado a la lucha, una confirmación práctica de que, como afirma el Colectivo Situaciones, surgido a partir de la debacle argentina del 2001, «la acción transformadora es ahora o no es».
Nota:
1 Marcelo Brodsky. Memoria en construcción. El debate sobre la ESMA. Buenos Aires: La Marca, p.175.
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