En Italia hay 167 periodistas que para ejercer su trabajo y proteger su vida necesitan escolta policial. La transparencia informativa de algunos medios de comunicación choca con la actividad delictiva y la cuerda tiende a romperse por el lado más débil, es decir, el periodista. En España lo primero que hace un delincuente es contratar […]
En Italia hay 167 periodistas que para ejercer su trabajo y proteger su vida necesitan escolta policial. La transparencia informativa de algunos medios de comunicación choca con la actividad delictiva y la cuerda tiende a romperse por el lado más débil, es decir, el periodista. En España lo primero que hace un delincuente es contratar un buen bufete de abogados. Con eso basta.
No fue la prensa la que sacó a la superficie algo que conocía con algunos pelos y bastantes señales la sociedad catalana: el caso Palau. La estafa y sus manipuladores era algo que olía después de tantos años de uso. Aquí el delincuente tiene unas ventajas de opacidad sin parangón en la Europa occidental. Nos curamos en salud poniendo siglas al criminal, no vaya a ocurrir que la alianza maldita entre un letrado avispado y un juez inquisitorial te cierre la publicación al aplicar cualquiera de esos artículos de la legislación que defienden la honorabilidad del delincuente, siempre presunto, frente a la escrupulosa recreación de sus delitos.
La multa a la revista de humor Mongolia, con el corolario de su difícil supervivencia por falta de fondos, es una gesta más de las desconocidas hazañas de los modestos medios de comunicación locales. Basta una fianza para echar por tierra un proyecto y una realidad. Nunca debería olvidarse el modo como un constructor santanderino logró liquidar la mosca que le incordiaba, una humilde publicación, porque tenía un buen abogado y una juez comprensiva con los malhadados negocios y el amparo de un tejido de leyes creadas para burlar a los ciudadanos el derecho a conocer la verdad. La palabra presunto o presuntamente es como la sal que adereza los platos. Sólo la sentencia firme puede eliminarla. Es decir, hay que esperar varios años hasta poder escribir claro y por lo derecho de algo que sucedió ayer. Y lo que es más llamativo: te pueden echar, condenar, silenciar sin que el gremio y las inanes, cuando no corruptas, asociaciones profesionales dedicadas a los bombos mutuos digan absolutamente nada.
Aquí el arma que te da el tiro de gracia es el silencio. A unos porque son la competencia y a otros porque representan políticamente al adversario. Cada cual protege su rebaño. Benevolencia cero. Te pueden echar de un medio de comunicación independentista de fondo y equidistante de fachada, que es lo que se lleva. No será fácil que encuentres algún voluntarioso que señale la doblez. El espíritu del victimario lo cubrirá con apelaciones a lo que hace el contrario y sobre todo a no enfrentarse a lo políticamente correcto, que en este momento es la equidistancia.
Pocas cosas menos dignas para un periodista que la equidistancia. En primer lugar porque es lo contrario de la independencia. El equidistante queda bien o lo pretende con todas las partes en conflicto. El independiente no se atiene a la regla de lo políticamente correcto ni a los temores de que se pueda interpretar su trabajo de una manera u otra. Parte del hecho de que no es la misma verdad la de Agamenón que la de su porquero.
Son malos estos tiempos para la ética pero peores para la escritura libre. Demasiadas mordazas, además de las que marca la ley. Nos han ido metiendo en una guerra de trincheras y no hay posibilidad de ver el campo de batalla completo sin que te disparen y se ensañen mientras el gremio acojonado por la mendicidad galopante y la columna vertebral afectada después de tantas inclinaciones de devoción y respeto sólo se preguntará desde cuál de las trincheras salió el primer disparo. Entretanto, ovaciones de los equidistantes que van de dialécticos y que apenas alcanzan a charlatanes de feria para encandilar a la parroquia.
Yo pertenezco a una generación que al menos en el mejor momento de su vida sabía qué era comprometerse y a qué se llamaba escaquearse escribiendo de flores y violines, o sobre lo compleja que era la realidad para poder dar una opinión. Los líderes de opinión no la tienen, se contentan y gratifican con la variante más insolvente de cuantas inventó el periodismo: las tertulias. Los tertulianos son los únicos trabajadores que se ganan el sueldo con el sudor de su lengua. No hay políticos que los igualen, de ahí que se muestren tan sañudos con quienes caen y tan entusiastas con los que ascienden.
En el fondo, hemos de reconocerlo a la hora de valorar la militancia de «a tanto la línea» o de «la equidistancia descompensada», seguimos viviendo los restos de un gremio que se formó durante el franquismo y al que le han salido las ronchas del Movimiento Nacional.