Quemando en el camino manuales de ciencia política, la recta final hacia las PASO (Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias) está demostrando lo que parecía imposible: que polarización y apatía pueden convivir en la misma elección.
Por un lado, como viene sucediendo desde hace ya algunos años, todo indica que la sociedad se inclinará mayoritariamente por alguna de las dos grandes coaliciones: el Frente de Todos, que salvo la persistencia del indómito cordobecismo ha logrado unificar a la totalidad del peronismo, y Juntos por el Cambio, que reúne al espectro no peronista.
Esta configuración binaria comenzó a gestarse durante el conflicto del campo, el último partero de nuestra historia, y es resultado de un largo proceso de aprendizaje político. En efecto, durante buena parte de la década kirchnerista el no peronismo se presentó fragmentado en propuestas que iban desde la derecha tradicional a los intentos siempre fallidos por construir un polo progresista alternativo. Sobre el segundo mandato de Cristina, el peronismo también comenzó a dividirse, con las consecuentes derrotas kirchneristas en 2013, 2015 y 2017.
Ambos aprendieron, y hoy podrá haber tensiones y disputas pero las coaliciones se mantienen unidas, por el sencillo hecho de que es lo que les conviene a todos. Con Florencio Randazzo reducido a un meme superyoico fijado en su trauma fundante, terminaron de enterrarse los sueños lavagnistas de construir un centro potente, y hoy la política se organiza en dos bloques. Si hay novedades, como la que motoriza el ascendente Ricardo López Murphy en la interna porteña de Juntos, tensionan más hacia los extremos que hacia el centro, al igual que los pocos desgajamientos relevantes, de los cuales el que encarna Javier Milei es el más ruidoso.
La grieta, entonces, una vez más. Y un reconocimiento: aunque arrastró la conversación pública a niveles exasperantes de conflicto y aunque resultó muy paralizante desde el punto de vista de la gestión de gobierno, la polarización fue políticamente eficaz, en la medida en que permitió que ambos bloques lograran expresar los intereses y los valores de sectores mayoritarios del electorado, y transformarlos en una confrontación que hizo inteligibles las opciones políticas: se podrá preferir a uno u otro, pero nadie podrá decir que kirchnerismo y macrismo son lo mismo. Y además, y muy decisivamente, permitió procesar el desacuerdo de manera democrática, con reconocimiento mutuo de legitimidades y una alternancia –del peronismo al no peronismo y de ahí nuevamente al peronismo– impecable. Frente a los estallidos y los golpes de Estado que asolan a media América Latina, Argentina atraviesa una etapa de envidiable estabilidad democrática.
Es tristeza
Al mismo tiempo que se consolidaba la dualización del sistema político y que se potenciaban, sobre todo en el lado no peronista, los discursos extremos, se iba instalando, como una niebla que baja lenta de la montaña, una creciente distancia de la sociedad con la política, una apatía ciudadana que las encuestas ya comienzan a captar.
Este clima de desencanto pone fin al largo período de repolitización militante del kirchnerismo y también a la más breve etapa de efervescencia macrista, y remite por momentos a la atmósfera de fines de los 90, sólo que sin los años previos de boom de consumo y con una recesión de una década y una pandemia sobre las espaldas. Argentina ya estalló en 2001, y todos comprobamos el costo. Quizás por eso, la abulia no deriva por ahora en explosión social. No es un grito al estilo del “Que se vayan todos”, sino un “Que se queden, está bien, pero que hagan algo”. No es indignación, es tristeza.
Aunque resulta difícil de cuantificar de manera exacta, algunos indicios coinciden en señalar este estado general de desánimo. El más concreto es la participación electoral, que disminuyó notablemente en todas las elecciones locales que se realizaron en los últimos dos años: en Misiones, pasó del 79% al 60%; en Río Cuarto, del 62 al 50; en Jujuy, del 80 al 70, mientras que en Salta, en condiciones de normalidad epidemiológica, bajó del 73 al 64, y en Corrientes, también con pocos casos, pasó del 80 al 65. Aunque la pandemia puede haber pesado, sobre todo en el voto de los mayores, el porcentaje de caída sugiere que podría haber algo más.
El “índice de nihilismo político” elaborado por Alberto Quevedo e Ignacio Ramírez para FLACSO confirma esta intuición (1). En 2013, año en el que comenzó la medición, sólo un 36% de los encuestados decía estar de acuerdo con la afirmación “Todos los políticos son iguales”; hoy ya son el 45 (de manera inversa, quienes rechazan la idea cayeron del 57 al 45).
Las estimaciones de Quevedo-Ramírez, realizadas el año pasado, mostraban un desequilibrio importante por partido: el 50% de los votantes de Juntos por el Cambio respaldaba la posición escéptica, contra apenas el 34% de quienes apoyan al peronismo. Cabe preguntarse si esto sigue siendo así, si el rechazo sigue concentrándose sobre todo en el no peronismo. Episodios recientes como el vacunatorio VIP o las frecuentes transgresiones a la cuarentena por parte de funcionarios nacionales alimentan la idea de un gobierno insensible a los sufrimientos de las mayorías y estira la distancia que lo separa de la sociedad. Con sus aires de Puerto Madero, la foto de Olivos activó en el ciudadano común el recuerdo de lo que no pudo hacer por imperio de las restricciones sanitarias: el cumpleaños del nene sin amigos, los meses sin ver a los padres, el velorio desnudo de deudos. Y subrayó un rasgo quizás tolerable en un gobierno elitista, pero que resulta inaceptable en uno de corte popular –y menos en medio de una pandemia–: la indolencia.
Al impacto de la foto se suman la persistencia de la inflación y las dificultades para concretar la promesa de recuperar el salario real, redondeando un clima de decepción que quizás no se traduzca en un movimiento electoral profundo pero que sí redunda en una notoria falta de entusiasmo con la campaña. Y que nos propone otra pregunta. En su investigación, Quevedo y Ramírez concluyeron que, si las identidades políticas se construyen sobre una base de identificación y rechazo, el componente negativo está más concentrado en el no peronismo que en el peronismo. “La identidad política del electorado cambiemita está mucho más fundada en la diferencia, en el rechazo al otro. En cambio, la identidad kirchnerista se estructura fundamentalmente sobre una liturgia propia, no tan dependiente del contraste con los votantes de otras fuerzas”.
¿Sigue siendo así? ¿Los votantes del Frente de Todos lo hacen convencidos de apoyar el proyecto oficial o actúan por temor a un regreso del macrismo? Así como en su momento Cambiemos se constituyó como una coalición anti-kirchnerista, donde el espanto ante la continuidad de Cristina pesaba más que cualquier otra consideración, ¿no es hoy el peronismo, en gran medida, un anti-macrismo?
Juventud
La frialdad ciudadana resulta tanto más llamativa cuanto que se concentra especialmente en los jóvenes. La consultora Escenarios, dirigida por Pablo Touzon y Federico Zapata, preguntó por la autodefinición política y encontró que la categoría “independiente” pesa más entre los jóvenes que en el resto de las franjas etarias (2). Las encuestas señalan que las opciones anti-sistema estilo Milei recogen buena parte de sus adhesiones entre las nuevas generaciones de votantes.
Los motivos de esta despolitización juvenil no son misteriosos, alcanza con querer mirar. En primer lugar, la crisis económica: la tasa de desocupación juvenil duplicó en el primer semestre del año la del promedio de la población (20% contra 10%). Pero además está la historia: un joven de 25 años pasó prácticamente toda su adolescencia y su juventud en recesión, con recuerdos lejanos de los años dorados del primer kirchnerismo. Y conoció, como único paisaje político, el paisaje de la grieta. Sobre esta larga crisis socioeconómica y sobre esta inmutabilidad de las opciones políticas irrumpió la pandemia, que el gobierno de Alberto Fernández enfrentó imponiendo una cuarentena tan responsable como insensible a las particularidades de la juventud: un discurso rigorista que por momentos pareció provocar a los jóvenes, como sucedió con las acusaciones sobre adolescentes que, tras emborracharse en una fiesta clandestina, volvían a casa a contagiar al abuelo.
En todo caso, la retracción política de los jóvenes es un signo de descompromiso que impacta sobre todo en el kirchnerismo, el movimiento que capitalizó primero, e impulsó después, la repolitización de la juventud, un proceso que comenzó subterráneamente en 2003 y que se hizo visible en el mítico acto del Luna Park del 14 de septiembre de 2010, donde se estrenó el Nestornauta y donde Néstor Kirchner hizo su última aparición pública. El influjo juvenil del kirchnerismo lo llevó a imponerse claramente entre los nuevos votantes, a punto tal que si en las elecciones presidenciales de 2015 solo hubieran votado los jóvenes Daniel Scioli habría ganado… en primera vuelta (3).
Emergente principal de aquel fenómeno y expresión fundamental de la vibración ideológica kirchnerista, La Cámpora se consolidó durante esos años como una fábrica de militancia, una incubadora de buenos funcionarios y, con el tiempo, una estructura territorial de despliegue nacional. Pero en el camino, y como parte de este mismo proceso de crecimiento, fue perdiendo su componente juvenil. Sin llegar a los extremos de la Juventud Radical, que sobre el final del alfonsinismo contaba con una conducción íntegramente compuesta por canosos, los líderes de La Cámpora se han convertido en hombres de Estado cuarentones. ¿Cuándo se egresa de La Cámpora?
Fresa y chocolate
En un artículo que se convirtió en un clásico (4), los politólogos Peter Mair y Richard Katz explicaron las transformaciones que vienen atravesando los partidos políticos desde los años 90 como una reacción a los cambios sociales. Simplificando, sostuvieron que las divisiones ideológicas, sociales o religiosas tradicionales se han ido diluyendo en sociedades cada vez más complejas, heterogéneas y fragmentadas. La erosión de estas “referencias fuertes” transformó a los partidos en fuerzas amplias e ideológicamente lábiles. Como consecuencia, la estructura que sostenía y le daba consistencia ideológica al partido –la militancia, los sindicatos– fue perdiendo peso frente a la dependencia de los recursos del Estado, lo que a su vez invirtió –tal el hallazgo copernicano del planteo de Mair y Katz– el sentido de la representación: los partidos ya no son más los encargados de representar los intereses de la sociedad ante el Estado, sino los responsables de transmitir las políticas estatales a la sociedad.
Gerardo Scherlis, discípulo argentino de Mair, sostiene que el resultado de este “giro estatista” de los partidos es un cambio en su percepción: la gente los ve de otra forma. ¿Cómo? Como un servicio público provisto por el Estado, al estilo del gas o la recolección de residuos, algo caro y molesto, pero necesario para garantizar la continuidad de la democracia, un régimen que puede resultar enojoso pero que en última instancia es preferible a los demás (5). Al perder nervio ideológico, los partidos se transformaron en un fenómeno legal antes que social, una institución más de la democracia, como son el Congreso o la Presidencia. Resulta lógico entonces que no sean juzgados principalmente por su capacidad para expresar una ideología, sino por su eficacia a la hora de gestionar el Estado; menos por lo que son que por lo que hacen. El eslogan “venimos a resolver los problemas de la gente” resume este espíritu municipalista de las fuerzas políticas modernas.
Escrito pensando sobre todo en Europa, el planteo de Mair puede proyectarse, matizado, sobre Argentina. Aunque la polarización fortaleció dos núcleos duros de ideología intensa, sobrevive un amplio electorado flotante que, sumado a los bordes blandos de los polos, es el que define las elecciones, y que efectivamente vota en función del desempeño gubernamental de cada partido. Como en otros países, en Argentina la competencia política se organiza en torno al eje oficialismo-oposición.
La conclusión está abierta. Si la política está dividida en dos bloques, y las elecciones se definen por la eficacia de cada uno en la gestión del Estado, cabe preguntarse qué sucede cuando esos bloques ya fueron juzgados y castigados. En menos de una década, en efecto, los argentinos votaron contra el kirchnerismo (en 2015 y 2017) y contra el macrismo (en 2019), para inclinarse finalmente por el peronismo de centro expresado por el Frente de Todos. ¿Y ahora? El repliegue político de los jóvenes, la baja performance de algunas figuras hasta hace poco tiempo muy valoradas como María Eugenia Vidal y el ascenso de las opciones anti-sistema estilo Milei son indicios que abonan la idea de un clima general de desánimo. Mientras seguimos pendientes de la polarización, el malestar se cocina desde abajo. El problema no es horizontal (entre los políticos), sino vertical (entre la clase política como un todo y una sociedad disconforme). Por eso pueden convivir polarización y apatía.
Notas
1. https://www.eldiarioar.com/opinion/usos-desconfianza_129_7296123.html
3. Véase el editorial de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, de mayo de 2017.
4. Richard Katz y Peter Mair, “Changing Models of Party Organization and Party Democracy: The Emergence of the Cartel Party”, Party Politics, Vol. 1, N° 5, 1995.
5. Ver el artículo incluido en el libro de Andrés Malamud (compilador), Adelante radicales, Capital intelectual, 2019.