La disputa entre el gobierno y la oposición por el llamado Fondo del Bicentenario y de dónde sale la plata para pagar la deuda muestra la coincidencia programática y de intereses de los dos bandos en disputa. Su única distinción es táctica. Tanto gobierno como oposición concuerdan en volver al ciclo del endeudamiento de los […]
La disputa entre el gobierno y la oposición por el llamado Fondo del Bicentenario y de dónde sale la plata para pagar la deuda muestra la coincidencia programática y de intereses de los dos bandos en disputa. Su única distinción es táctica. Tanto gobierno como oposición concuerdan en volver al ciclo del endeudamiento de los ’90. La diferencia es que el gobierno aspira a imitar a Menem y Martínez de Hoz sin terminar como Raúl Alfonsín o Celestino Rodrigo. Por su parte, la oposición quiere ser Menem a partir del 2011, pero que el gobierno haga el ajuste previo (es decir asuma el papel de los caídos en desgracia). Los dos coinciden en endeudarse nuevamente y en favorecer a los prestamistas extranjeros y a los capitales nacionales a costa de los obreros, sobre quienes recaerán en última instancia las consecuencias de esta política.
De la 125 y la nacionalización de las AFJP al Fondo del Bicentenario
Pese a los discursos oficiales, el escenario de crisis general de la acumulación de capital en la Argentina está planteado. Después de la devaluación, el sostén de la recuperación fue la fuerte suba de la renta agraria, empujada por el alza en el precio de la soja. Esto permitió un esquema proteccionista basado en un tipo de cambio subvaluado y subsidios que compensaban la baja competitividad de la industria local, tanto en manos nacionales como extranjeras. Esto explica la recuperación de la actividad industrial y del empleo luego de la debacle del 2001. Pero proteger significa transferir recursos reales y si la gran mayoría de los capitales recibe más de lo que da, es necesario encontrar nuevas fuentes.
Una parte de lo gastado en mantener el dólar alto y otorgar subsidios salió de la renta de la tierra captada vía retenciones, y de la plusvalía por el aumento de la tasa de explotación a los obreros, captada vía impuestos (IVA y ganancias principalmente). Sin embargo, otra parte importante no tenía una base real. Los pesos para comprar dólares, los créditos vía emisión de bonos y los subsidios se hicieron en gran parte con emisión monetaria sin respaldo, lo cual aceleró la inflación. De esta forma, el efecto proteccionista del tipo de cambio a 3 a 1 se fue perdiendo. Además se pusieron cada vez más en evidencia los problemas fiscales del gobierno, en particular de las provincias, aunque también, y en forma cada vez más acuciante, del Estado nacional. Las soluciones buscadas fueron siempre en el mismo sentido: conseguir fondos frescos para seguir transfiriéndoselos a la burguesía local y extranjera vía protección cambiaria y subsidios. Primero aumentando las retenciones, después nacionalizando las AFJP. Pero el plan que siempre estuvo detrás de toda esta búsqueda fue volver a endeudarse.
De hecho, la campaña de Cristina para la presidencia se hizo coqueteando en el extranjero con los futuros acreedores y prometiendo «seguridad jurídica» y ajuste cambiario y de tarifas como ofrenda para conseguir plata fresca. El plan de Cristina para volver a los ’90 está implícito en su plataforma electoral, más allá de los discursos. Por eso la tapa del nº 39 del periódico El Aromo, de noviembre de 2007, bajo el título «Resultados y perspectivas» mostró una foto de Cristina cara a cara con Menem. Pese a la polémica que generó, la comparación fue y es pertinente. Sin embargo, ese plan no pudo aplicarse tal y como Cristina quiso. Pese a que reemplazó todo vestigio de keynesianismo y colocó como funcionarios en el ministerio de economía a lo más rancio de la ortodoxia neoliberal (el ministro Boudou viene del riñón del CEMA, mientras que el hoy repudiado Martín Redrado, igual que su eventual reemplazante, Mario Blejer, tienen una prosapia aún peor), no basta con la simbología para que los bancos internacionales presten plata. El principal problema pese a todos los gestos (o agachadas, para ser más precisos) es el que el plan de Cristina para ser Menem se topó con la caída financiera y la escasez de crédito. Por eso nunca pudo concretarse el pago al Club de París pese a las repetidas negociaciones, ni se terminó de arreglar la situación de los bonos en default pese a la voluntad oficial. La clave no es la falta de voluntad o una posición firme del gobierno en la negociación, sino la falta de crédito.
Las condiciones de la menemización kirchnerista
El objetivo de pagar es volver a pedir prestado y tapar los crecientes problemas. Para hacerlo, el gobierno tiene que cumplir dos condiciones. La primera y fundamental es la disponibilidad financiera a nivel internacional. La segunda es la solvencia, aunque sea aparente. Por eso, el gobierno no puede usar fondos propios, ya que más allá de las manipulaciones del Indec es evidente que la recaudación no podría servir de garante ante ningún prestamista. De ahí que la utilización de las reservas sea clave en el esquema.
En el contexto de los dos últimos años, a partir del derrumbe hipotecario en los EEUU, la disponibilidad financiera internacional estuvo casi cortada. Esa es la razón por la cual el plan de Cristina tuvo que posponerse y gran parte del endeudamiento no pudo venir de la banca europea o estadounidense, sino que provino de Venezuela. De ahí que Cristina haya coqueteado con supuestas posiciones de unidad latinoamericana, pese a su claro perfil pro yanqui y europeo en la campaña electoral. La crisis mundial, aunque lejos de superarse, se encuentra en un breve impasse producto de una nueva fase de expansión del capital ficticio. Esta vez de la mano de un creciente déficit estatal. Esta nueva burbuja tiene como consecuencia una cierta disponibilidad de créditos internacionales. Ante esta realidad, Cristina vuelve a las fuentes y apura el acuerdo con el Club de París y en particular con los díscolos bonistas que no aceptaron el pago parcial de sus bonos en los canjes anteriores.
Estos últimos son el mayor dolor de cabeza del gobierno y merecen un párrafo aparte. Mientras que con los grandes acreedores como el Banco Mundial y el FMI no hay problemas porque se saldó toda la deuda y con el Club de París está casi todo arreglado, con los miles de pequeños bonistas la situación es mucho más complicada. Con menos por ganar en caso de que la Argentina se vuelva a endeudar y más preocupados por sus finanzas individuales, este sector ha apelado a la justicia buscando embargar los fondos del país. La justicia de los EEUU de hecho respondió a favor de ellos en varios fallos parciales, uno de los argumentos de Martín Redrado para no usar las reservas. Como estas se encuentran en gran parte fuera del país, pueden ser sujetas a embargo. Con todo, esta amenaza no parece tan real porque los principales interesados en que Argentina vuelva a endeudarse son los países donde residen estos bonistas. De hecho, gran parte de los fallos a favor de embargos fueron luego apelados y puestos en suspenso.
Pero el problema fundamental es de dónde sale la plata para respaldar un nuevo endeudamiento (eso es lo que se esconde detrás del eufemismo «pagar» la deuda y de la disputa sobre si usar o no las reservas). El uso de 6.500 millones de dólares de las reservas como garantía a través de la emisión de un nuevo canje de bonos es explícitamente presentado por el gobierno como una forma de conseguir créditos a una menor tasa de interés. Como veremos en el próximo acápite, nadie presta sin pedir algo a cambio y menos aún las potencias económicas.
La oposición quiere usar su veto parlamentario con el argumento de la autonomía del Banco Central de la República Argentina (BCRA), para conseguir que la garantía para los nuevos préstamos salga de la caja fiscal del gobierno. Para hacerlo, como algunos de los economistas de la oposición proponen, se deberían limitar los subsidios y achicar el gasto estatal. Para compensar estas medidas proponen a su vez liberar las tarifas de los servicios públicos y valuar aún más la moneda para así no afectar las ganancias de los capitalistas. Por supuesto poco y nada dicen sobre qué pasará con los gastos en servicios sociales y con el empleo. Aunque queda claro que nada bueno.
Las consecuencias del nuevo ciclo de endeudamiento
Frente a la propuesta de la oposición de usar los recursos del Estado y no las reservas, la posición del gobierno tiene la apariencia de ser más progresista. En lugar de reducir el déficit fiscal para usar esos fondos como garantía para el nuevo endeudamiento, se mantiene el gasto estatal y se usan recursos que no están siendo aprovechados en la actualidad. Así se presenta la dicotomía entre ajuste neoliberal opositor y expansión del gasto keynesiana del gobierno. Pero se trata de una falsa elección. Repetimos: los dos quieren endeudarse. Si el gobierno se sale con la suya y se queda con las reservas como garantía, el resultado va a ser una entrada masiva de dólares. El resultado será una nueva sobrevaluación de la moneda, acercándose a la situación del 1 a 1 de los ’90, como ocurre ahora en la mayoría de los países de América Latina que han privilegiado el endeudamiento como vía para crecer. Brasil, Colombia, Chile, Uruguay y Perú tienen en este momento una moneda mucho más valuada que la Argentina y, salvo Brasil, un claro comportamiento importador del estilo «deme dos» de Martínez de Hoz y Menem en la Argentina.
El reingreso al circuito financiero internacional tiene como contrapartida favorecer a los capitalistas que prestan. Una vez más: nadie presta sin pedir nada a cambio. Lo primero que exigirán los acreedores será un peso más fuerte para aumentar la capacidad de importación del país, y para que las empresas extranjeras radicadas en la Argentina remitan mayores ganancias en dólares. El resultado será una contracción en la actividad económica, menor recaudación y menor empleo. Es decir lo mismo que proponen a coro Carrió, Duhalde, Cobos, De Narváez y Macri entre otros.
El paso de una economía subvaluada a una sobrevaluada siempre ha sido mediado por un ajuste. De Cámpora a Videla medió el Rodrigazo, de Alfonsín a Menem la hiperinflación. No se trató de impericia política sino de las condiciones necesarias de los ciclos de acumulación en la Argentina. La idea de que los Kirchner serán capaces de hacerlo en forma diferente presenta muchas dudas. La oposición por lo tanto no se opone a la cuestión de fondo sino que pretende que la crisis la asuma el gobierno actual. Por eso busca apurar el ajuste por la vía de evitar el uso de las reservas. Es decir, que Cristina sea su Alfonsín o su Rodrigo.
El gobierno no quiere jugar ese papel, presentándose como garante de los intereses nacionales y populares. Sin embargo, aun siendo exitosos, el ajuste se hará de todas formas, sólo que un poco más adelante, ya que deberá seguir complaciendo a los acreedores para conseguir más plata. Ningún discurso puede seguir ocultando que el mito K se terminó. Hasta para el más recalcitrante nac&pop será difícil justificar la «nueva» política y su correlato de pleitesías al FMI y el BM.
El problema no es la deuda
Planteado el contenido de la disyuntiva queda claro que ninguno de los bandos en disputa expresa alguna salida a favor de intereses de los obreros, ni siquiera en términos parciales. No hay mal menor en alguna de las facciones porque los dos se proponen lo mismo. Pero también hay otra conclusión importante. El endeudamiento es una política permanente de la burguesía argentina, de todas sus fracciones. Es la forma en que el capital ficticio, cuando la renta no alcanza, viene a compensar temporariamente el atraso sistemático de la productividad del trabajo local. Cuando la situación resulta insostenible, se proclama el default para regenerar las condiciones en que opera la economía local: mediante la devaluación se procede a desvalorizar la fuerza de trabajo, se promueven las exportaciones y se hace posible el ingreso de divisas. Recuperada la economía sobre esas precarias bases, las ventajas obtenidas se licuan y la revaluación del peso debe compensarse con un nuevo ciclo de endeudamiento.
La deuda, entonces, no es el problema central de la economía argentina, sino la forma en que se manifiesta su escasa capacidad competitiva general. Como ya hemos visto, dejar de pagar es la antesala de volver a pagar, que es el paso previo al retorno a la «buena conducta». Por la misma razón, si por arte de magia se pudiera pagarla toda, reaparecería en un plazo breve. No es la deuda la causa sino la consecuencia de las taras histórico-estructurales que corresponden a la naturaleza capitalista del país y al lugar que le cupo (y le cabe) en el proceso de acumulación mundial y que no tiene solución bajo esta forma social.
Esta es la razón por la cual la consigna «no pago de la deuda» es sustancialmente correcta pero incompleta. Es correcta no porque, como suele escaparse por allí, haya sido concebida de manera fraudulenta: toda la deuda, incluso aquella que pudiera reputarse «legítima» según criterios burgueses, no es más que masas de plusvalía producto de la explotación capitalista. El no pago debe justificarse como limitación a la explotación y no como «indignación» contra el robo «a la nación». No queremos pagar la deuda por la misma razón por la cual no queremos seguir produciendo plusvalía. No sostener esta consigna sobre esta base da pie a conciliaciones perniciosas con fracciones pequeño-burguesas que construyen ilusiones en torno al «buen capital productivo nacional», al estilo Pino Solanas o incluso el mismo kirchnerismo.
Cuando se acompaña esta consigna, debidamente justificada, con la reivindicación para la clase obrera de la riqueza producida por la propia clase obrera (eso son las reservas), la perspectiva política apunta en el sentido correcto. Es necesario, sin embargo, profundizar este camino. No es la deuda lo que está en discusión, sino las reservas. La izquierda no debe dejarse arrastrar por el nacionalismo pequeñoburgués del solanismo. Es más, debe dar un paso adelante negando el derecho a las dos fracciones políticas de la burguesía a decidir sobre el destino de esa masa de riqueza social. Para ello, la consigna debe completarse con medidas organizativas en ese sentido: una convocatoria a todas las organizaciones políticas y sociales populares a una asamblea nacional que exija el derecho del proletariado a participar de la discusión sobre el destino de la riqueza social.
La acumulación de capital en la Argentina se encuentra en crisis. Las empresas radicadas en el país son incapaces de sobrevivir por sí mismas sin ayuda estatal o aumento de la tasa de explotación a niveles jamás vistos. El desempleo y la pobreza, lejos de haberse erradicado, están latentes e in crescendo. Lo que esta crisis pone sobre la mesa es que ninguna de las alternativas burguesas (tanto la parlamentaria como la presidencial) tienen una salida que no pase por sufrimientos sin límites para las masas. Por lo tanto, es hora de avanzar hacia el control de la riqueza en manos de quienes la producen. Frente al reclamo de autonomía del BCRA por parte de la derecha, hay que exigir su democratización y su control popular. Frente al deseo del gobierno de usarla como garante para endeudarse, hay que exigir su disponibilidad para planes sociales, obras pública y paritarias generales por aumentos salariales. En definitiva, hay que avanzar hacia las verdaderas causas de la miseria y la desocupación, el capitalismo, preparando el control obrero de la riqueza nacional.
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