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El hombre, la muerte y la historia

Fuentes: Rebelión

Un amigo me dijo que es una suerte que nos toque vivir este momento histórico. Otro, durante la mismísima jornada fúnebre, sintió que el que se había mandado a mudar para siempre era uno de nuestro bando. Otro no dijo nada; agarró los puchos y el celular de la mesa y se tomó el primer […]

Un amigo me dijo que es una suerte que nos toque vivir este momento histórico. Otro, durante la mismísima jornada fúnebre, sintió que el que se había mandado a mudar para siempre era uno de nuestro bando. Otro no dijo nada; agarró los puchos y el celular de la mesa y se tomó el primer tren a Plaza de Mayo. A mi modo, con todos disentí; de todos fui parte a su vez.
 
Alguna vez Marx escribió (bastardeando concientemente su propia figura con semejante burrada) que la historia se repite dos veces. Por suerte no es así, y él lo sabía. También Perón sabía que la única verdad no es la realidad, y sin embargo expresó exactamente lo contrario. La historia no se repite, las verdades son múltiples y la realidad, en si misma, no existe sino como un concepto idealizado, abstraído, sintetizado. No sé si lo que pasa tiene exactamente que ver con lo que escribo y lo cierto es que, lo que escribo, a su vez, será borrado del mapa con la primera brisa que a la historia se le ocurra soplar.
 
El que murió el miércoles 27 no fue Perón, ni Isabelita la viuda. Mucho menos soy yo un militante de los setenta. Aunque me deje la barba, que sí. Aunque crea que otro mundo es necesario y posible, que también. Socialista, si me dan a elegir, y federado si me dejan agarrar del codo. Pero la cuestión es otra, me parece. Porque la realidad no sólo es compleja sino caprichosa, porque -justamente – la historia no se repite.
 
De la muerte del muerto se abren varias diagonales; la mayoría de ellas tienen que ver con la cuestión política nacional y coyuntural; es decir, el aquí y ahora. Pero no son las únicas. Algunas cuestiones tienen que ver con un marco más amplio e impreciso, menos necesario probablemente, por lo menos aquí y ahora. Porque cuando hablo del muerto no hablo de Néstor Kirchner exactamente; hablo de Kirchner muerto. Me refiero a que, de momento, pareciera que alguna gente tiene la suerte de vivir y ser alguien, y morir y ser otro. Kirchner no creó el movimiento caótico y sin embargo bastante preciso que llenó la plaza la semana pasada. Kirchner no congregó jamás a ese movimiento porque no sabía que ese movimiento existía; De haberlo sabido no se habría apoyado en mafias sindicales ni en grupos económicos podris como los que se apoyó. Kirchner nunca nombró a ese movimiento que lo fue a despedir y quién sabe si alguna vez lo imaginó. De existir alguna posibilidad, esa es la que cabría: que Kirchner lo haya imaginado, solo eso, porque en términos concretos ese movimiento no existía antes de su muerte.
 
Sabemos que en algún sentido esto puede resultar contradictorio o al menos paradojal. No habría de todas maneras que sorprenderse demasiado; después de todo la historia está llena de paradojas y contrasentidos. Lo cierto es que luego de diciembre de 2001 algunos cuantos movimientos populares lograron cierta unidad de acción; bastará recordar la heterogeneidad del Puente Pueyrredón en Junio de 2002, cuando mataron a Darío Santillán y a Maximiliano Kosteki. Sin embargo esa especie de consenso en rebelión fue disminuyendo su fuego a medida que un nuevo consenso nacía de la mano de un hombre vivo, muy vivo. Ese hombre se llamaba Néstor Kirchner, ahora lo sabemos, el visco parecido a tristán, el de los extraños ademanes al asumir el gobierno, el que se golpeó la cabeza, el que llegó de la mano de Duhalde porque Duhalde ya no podía solo y el pueblo seguía pidiendo que se vayan todos. Pero todos eran muchos y si hay algo que sabe hacer el poder es negociar cuando el pueblo exige. Todos no, dijeron ellos: uno desconocido. Y entonces llegó el sorpresivo sureño que probablemente no conocía ni la mitad del escaso 22 % del padrón que lo votó. 2003, país en llamas, un presidente perdedor, desconocido, un pueblo movilizado. Ese era parte del «infierno» del que tantas veces habló Kirchner, vivo.
 
El resultado de la política «pingüina» fue la pérdida de aquel consenso en rebelión y la paulatina formación de un nuevo consenso institucionalizado y direccionado. Ahora el barco tenía capitán y el precio del pasaje era clarito: la desradicalización de la protesta. El no pago de la deuda externa, no; pero un menor sometimiento sí. Un peso competitivo para la Unión Industrial, también. Expropiaciones no, obviamente no, pero retenciones sí. Derechos Humanos también. Enfrentamiento con todos los grandes poderes, no, ni locos; con algunos sí, con los más necesarios. Represión callejera, en lo posible no. Pero limpieza de sindicatos tampoco; negociaciones graduales sí. Una balanza favorable y mayor distribución también, pero acompañada de libertades civiles. En fin, un viaje menos pretencioso, pero algo más confortable. La realidad no se equivoca: la mayoría quiso subirse.
 
Lo que resulta interesante es que el pueblo fue subiéndose muy de a poco, y nunca sin abrir grande el ojo. Yo me subo, dijo más de uno, pero cuidado con virar el timón, miren que yo no pienso ir a cualquier lado. Y ahí la 125 y el comienzo de la radicalización. El culo en dos caballos no; o acá o allá. Y la respuesta -siempre viva, siempre rápida – no se hizo esperar, y llegó la ley de medios. Mirá qué conejito negro que sacó de la galera este tipo. La izquierda abrió el ojo como el dos de oro. Pero antes había estado la despenalización de la marihuana y ahí nomás la ley de glaciares, y antes la asignación por hijo y la unión sudamericana siempre arriba, el guiño a la toma de los colegios, el matrimonio igualitario, Néstor en la cresta de la ola con Cristina en el sillón. El pueblo, en su mayoría, contento. Nunca menos de un 40% de aceptación. Y ahí, en la cresta y mirando más para acá que para allá, la muerte. Una muerte extraña, llena de vida por qué no decirlo. Si es por eso que se llora y se canta. Unas jornadas militadas y fúnebres, por eso se canta.
 
Una muerte que da inicio a un nuevo proceso dentro del proceso; algo cambió de aquí en más y es innegable. Nadie sabe muy bien qué es, pero habrá que estar atento porque la historia no se anda con minucias cuando tiene que tirar a alguno del barco, y si no pregúntenle qué le pasó al PC durante el peronismo. Algunas certezas coyunturales hay, pero nunca se sabe. Los hechos políticos históricos son siempre coronación de algo que se puede analizar, para atrás, claro. Pero también son abono de un futuro difícil de prever. La naturaleza de la sorpresa política no vuelve al pueblo adivino pero al menos le cuestiona sobre el lugar que debe ocupar de allí en más; o más aún, aquí y ahora.
 
Por mi parte, en principio, me visto de alguno de los festejos y cánticos que se observaron durante el funeral. No tengo una foto de Kirchner en mi habitación, ni siquiera una de Perón. No obstante me niego a desconocer que el piso social que se creó durante el kirchnerismo elevó la calidad de vida de varios miles de personas, honró algo más a nuestros padres ideológicos desaparecidos y le tiró un par de guantazos a algunos – ¡al menos a algunos! – de los grupos económicos y políticos que azotan este país.
 
Yo no sé, pero me parece que de ese barco es difícil bajarse, y ese rumbo eleva a su vez el piso y la calidad de las propias críticas del pueblo. El mismo pueblo que votó, reeligió y odió a Menem, el mismo que echó a De La Rúa, a Saá, a Duhalde, y que en 2003 empezó a bajar la guardia al ver cómo el visco, el tristán desconocido, comenzaba poco a poco a hacer realidad algunos de sus humildes anhelos. El mismo pueblo al fin y al cabo que, en continua transformación y movimiento, joven e inevitablemente visibilizado por la historia y los grandes medios de comunicación, acaba de nacer – de volver a nacer – con la muerte de Kirchner.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.