Fue en la Edad Media en que la tierra comenzó a ser considerada como «propiedad privada» convirtiendo lo que hasta entonces solía transmitirse mediante testamento en un bien que podía ser comprado y vendido como cualquier otro, las armas, los muebles, los utensilios de cocina, de trabajo u otros. Lamentablemente el acceso a la propiedad […]
Fue en la Edad Media en que la tierra comenzó a ser considerada como «propiedad privada» convirtiendo lo que hasta entonces solía transmitirse mediante testamento en un bien que podía ser comprado y vendido como cualquier otro, las armas, los muebles, los utensilios de cocina, de trabajo u otros. Lamentablemente el acceso a la propiedad fundiaria generó mayores desigualdades que las ya existentes. Una manera de «reducir sin escándalo la desigualdad -decía en 1785 Thomas Jefferson en una carta al Rev. James Madison- sería eximir fiscalmente a toda propiedad inferior a cierta medida, gravando en progresión geométrica las porciones mayores» y agregaba «Allí donde existan -en cualquier país- tierras sin cultivar y pobres sin empleo, es evidente que la propiedad ha crecido en violación del derecho natural. La tierra nos viene dada como soporte común para que el hombre trabaje y extraiga de ella su subsistencia. Si para estimular la laboriosidad permitimos que sea objeto de apropiación, hemos de cuidar de que exista otra ocupación para los excluidos de ella». Y concluía «Los pequeños propietarios rurales son las partes más preciosas de un Estado»
Con la revolución industrial y mucho más recientemente con la explotación agrícola extensiva y la concentración de la tierra en pocas manos el problema se ha visto considerablemente agravado. Según el Censo Agropecuario de 2002 existían en la Argentina poco más de 300.000 establecimientos agropecuarios, casi la mitad de los censados en 1966 o sea una reducción del 50% en apenas algo más de tres décadas. La mitad de esos establecimientos tienen un promedio de alrededor de 17 Has mientras que por otra parte hay 1.000 propietarios con un promedio de más de 35 Has. De modo que las enormes desigualdades ya no se establecen solamente entre el pequeño productor campesino y el gran terrateniente sino también dentro de la perversa lógica de los grandes latifundios, puesto que el 40% de las áreas productivas pertenece a solo un 4% de propietarios.
De modo que hablar de retenciones exige no sólo analizarlas desde un punto de vista meramente económico sino que requiere introducir algún otro tipo de consideraciones.
En primer término nuestra Constitución Nacional consigna en su artículo 14 que los habitantes de la Nación gozan del derecho de «usar y disponer de su propiedad», es decir, arrendarla, enajenarla, cederla, cultivarla pero en modo alguno hace referencia a la disponibilidad sin límites de la producción fruto, desde luego, del trabajo agrícola, ganadero o forestal al que nadie niega su justo valor.
Por otra parte nadie puede negarle a la tierra, así como al sol, al aire y al agua el ser elementos insustituibles para el sostenimiento de la vida, y por lo tanto su carácter de patrimonio irrenunciable de la humanidad. Es decir, que dada la imposibilidad de que cada ser humano pueda disponer en la actualidad de una fracción de tierra que le permita producir sus propios alimentos parece lógico que quienes ocupan ese nicho de la producción y usufructúan parte de un patrimonio común a toda la sociedad aporten una fracción de los beneficios que la fecundidad de esa tierra les genera. No otro sentido tiene a mi criterio la imposición de retenciones a la producción y/o a las exportaciones que no sóo transfieren comercialmente a otros países los frutos de la tierra sino que esa transferencia incluye inevitablemente humus, minerales y otros nutrientes que se han incorporado a los mismos durante los procesos vegetativos y cuya reposición debería exigirse a quienes perciben sus réditos por el simple hecho extraerlos precisamente del patrimonio común.
Además algunos cultivos provocan mayor deterioro del suelo que otros, como es el caso de la soja, y en consecuencia deberían ser motivo de mayores retenciones que al menos en parte serían destinadas a instrumentar formas de recuperación de esas tierras que como suele decirse estamos tomando prestadas a las generaciones futuras.
Las primeras retenciones a las exportaciones de los productos rurales fueron establecidas por la Constitución Nacional del 53 y debían ser destinadas a cada una de las provincias productoras, pero al estallar la guerra del Paraguay (1865/1870), Buenos Aires consiguió que las provincias renunciaran a esos tributos para poder mantener los gastos bélicos y aunque había quedado establecido que esa decisión se mantendría solo «hasta 1866 en cuya fecha cesarán como impuesto nacional» y que a partir de esa fecha las producciones provinciales que salieran del país deberían tributar recursos correspondientes al origen de cada una de ellas, es decir las provincias, esa previsión nunca se cumplió ni parecían existir intenciones de cumplirla.
De modo que las retenciones son justas y necesarias y deben contribuir a la tan pregonada aunque postergada distribución de la riqueza entre las capas de la sociedad que no están accediendo de forma directa a los beneficios que debería procurarles la tierra como patrimonio común, ya que como decía Thomas Paine a finales del siglo XVIII: «Originalmente no podía existir tal cosa como la propiedad de la tierra. El hombre no creó la tierra y, aunque tenía un derecho natural a ocuparla, no tenía ningún derecho a colocar bajo su propiedad a perpetuidad ninguna parte de ella, ni el Creador de la tierra abrió un registro de terrenos, de donde saliesen los primeros títulos de propiedad».
Es decir, que una parte de la riqueza generada por la producción y la comercialización internacional de los productos de nuestro suelo debe ser no sólo compartida por las provincias sino indefectiblemente aplicada al desarrollo de las regiones más postergadas y la mejora de las condiciones de vida de sus habitantes, ayudando en lo posible a combatir las migraciones y a evitar el desarraigo a que se ven permanentemente sometidos grandes sectores de la población de nuestro país.
El abanico de propuestas que va desde eliminar las retenciones hasta su reducción y segmentación, pareciera que ha regresado, en cambio, al Congreso, con la intención de complacer solamente a los grandes empresarios, es decir, a quienes se arrogan el apelativo de «El campo» ignorando no sólo a los pequeños propietarios, a los campesinos, a los arrojados de sus territorios ancestrales y a todos aquellos que expulsados de su medio natural emprenden el camino de los centros urbanos en una errática búsqueda del humanitario derecho a vivir con dignidad a partir de todos los elementos que el Creador y la naturaleza han puesto a disposición de todos los habitantes del planeta sin distinción alguna.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
rCR