Aunque algunos se esmeran en reducir la pandemia de falsedades (Fake News) al solo campo de los expertos en lo “comunicacional”, para que pontifiquen diagnósticos y pronósticos, la dimensión del problema ha escalado latitudes de gravedad inusitada. ¿Están haciéndonos adictos a lo falso? Informarse es un derecho transversal a múltiples derechos y responsabilidades. Incluye a la educación, a la democracia, a la justicia… a la política. La información y su relación con la verdad no pueden ser marionetas del circo mercantil mediático, servil a la manipulación ideológica de algunos gobiernos y empresarios oligarcas. Es inaceptable, se lo mire desde donde se lo mire, y cada caso de falacias mediáticas constituye una agresión a la realidad, a sus protagonistas y a la historia de los pueblos. Al modo de conocer y al modo de enunciar la realidad. Nada menos.
En la praxis está la clave. Verdades o mentiras no deben presentarse como “opciones” antojadizas que se ofrecen en el “menú” cotidiano de las conveniencias manipuladoras. Eso es una obscenidad. Aunque la moral burguesa tenga, para sí, un repertorio amplio de justificaciones a la hora de mentirnos. “El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico”. Marx.
En las Fake News se establece claramente una fractura que corrompe el carácter objetivo y social de una verdad. Los comerciantes de falsedades pasan horas pergeñando qué estrategia del desfalco cognitivo es más funcional a sus intereses sin tener que someter sus Fake a la prueba de los hechos. Eso convierte al “consumidor de falacias en un glotón de embutes disfuncional y sofisticado. Mientras tanto, la producción de mentiras genera relaciones de producción que, para sostenerse, requiere de extinguir la verdad objetiva. Sitúa a los grupos sociales como animales de noria -como si fuese su destino- para motorizar el saber de lo falso. Desfigura las verdades objetivas y la práctica colectiva que las sustenta.
Esta demolición de la verdad objetiva, se genera para negar la posibilidad de conocer el mundo y con ello la posibilidad de transformarlo. Atenta contra el derecho humano fundamental de crear condiciones mejores de existencia y desarrollo de capacidades, sin límite, gracias al goce de las riquezas naturales y las del producto del trabajo. Hasta ese punto la pandemia de Fake News intoxica la vida y las culturas. Es escandaloso. Entre las agresiones perpetradas por las máquinas de falacias mediáticas, que desempeñan un papel considerable, están los tipos de quiebres decisivos en el punto de vista de la vida que convierte al “auditorio” en holgazán sin pensamiento crítico y lo reduce (a los ojos de la burguesía y sus cómplices) en inútil, incómodo e impertinente. La pandemia de falacias aplasta al raciocinio libre y lo hace adicto a cualquier chatarra idealista; la adicción a las falacias aplasta todo lo que de ingenioso o profundo tiene el pensamiento crítico.
Por lo general las Fake News son extravagancias de la irracionalidad que, como todas las extravagancias, desfiguran a la experiencia. Hay quienes borran con falacias mediáticas la propia vivencia y la sepultan bajo los escombros del “sinsentido” común hegemónico. Emboscados por la pandemia de Fake News no podemos demostrar la exactitud de nuestro modo de entender e intervenir en un proceso social evaluándolo con independencia de praxis. Nos vemos sometidos a restringir nuestros derechos humanos (el derecho a la información) y, a cambio de ponemos al servicio de los propios fines del engaño, damos al traste con la realidad y nos volvemos puramente contemplativos de las mentiras que hacemos propias. Despojados de nuestros derechos, mutamos y nos hacemos parásitos de generalizaciones abstractas y especulaciones subjetivas que obran como “verdades” placebo. Es la burocratización de la verdad.
Despojarnos del derecho a informarnos no sólo es privarnos de “datos”, es sepultar una necesidad social que reduce el acto de informar al capricho convenenciero de una guerra ideológica alienante. Eso implica una ofensiva contra la consciencia emboscada con una realidad deformada, desfigurada, desinformada. Es un fraude de punta a punta. No es una “omisión” más o menos interesada o tendenciosa… no es una “falla” del método; no es un accidente de la lógica narrativa; no es un incidente en la composición de la realidad; no es una peccata minuta del “descuido”; no es una errata del observador; no es miopía técnica ni es, desde luego, “gaje del oficio”. Es lisa y llanamente una canallada contra el conocimiento, un delito de lesa humanidad. Es como privar a los pueblos de su derecho a la educación.
A estas alturas de la Historia y, especialmente de la historia de los “medios de comunicación”, es insustentable e insoportable cualquier excusa para informar oportuna, amplia y responsablemente. No hay derecho que justifique la acción deliberada de tergiversar lo que ocurre y, en el poco probable caso de que un “medio de información” no se entere de lo que ocurre, ese medio realmente no merece respeto alguno. La excusa de “no saber”, de “no conocer”, de “no tener información” para, por ello, no asumir la responsabilidad profesional y ética… es francamente sospechosa y ridícula. Ningún pueblo debería soportar la falacia inducida al transmitir la información que es propiedad social. Hay tecnología y metodología suficientes que invalidan toda palabrería esmerada en excusar las intenciones míseras de los que des-informan y mienten. Incluso si lo hacen mintiendo con emboscadas finamente elaboradas en laboratorios de guerra psicológica.
Léase críticamente: Artículo 19 “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”. Declaración Universal de los Derechos Humanos. A la vista de todas las canalladas inventadas por el capitalismo para violar el legítimo derecho de los pueblos a la mejor información -evaluada ética y científicamente por las sociedades- bien vendría instruir una revolución jurídico-política hacia una nueva justicia social, irreversible, que tuviera como ejes prioritarios los que competen a la cultura y a la comunicación como inalienables. O dicho de otro modo, que nunca más la cultura, la comunicación -ni la información- puedan ser reducidas, retaceadas ni regateadas por el interés de la clase dominante contra las necesidades de las clases oprimidas, impunemente. Informarse -bien- es un Derecho.
Dr. Fernando Buen Abad Domínguez, Director del Instituto de Cultura y Comunicacióny Centro Sean MacBride. Universidad Nacional de Lanús