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El poder y el control de las calles

Fuentes: Rebelión

«En los últimos años se ha reactivado la figura de la peligrosidad social en clave sarmientina, el aluvión zoológico, el desborde plebeyo de las masas, que resurgen en la escena política reactivando representaciones clasistas y racistas que tienen larga data en el país. La imagen civilización o barbarie no es más una clave explicativa general; […]

«En los últimos años se ha reactivado la figura de la peligrosidad social en clave sarmientina, el aluvión zoológico, el desborde plebeyo de las masas, que resurgen en la escena política reactivando representaciones clasistas y racistas que tienen larga data en el país. La imagen civilización o barbarie no es más una clave explicativa general; ha sido cuestionada al igual que otras representaciones binarias de la historia, pero queda como un mecanismo de descalificación política y como una representación que resurge en períodos de grandes crisis, que ponen de manifiesto la inconsistencia de lo social. La crisis del ’89 o la del 2001 serían ejemplos de momentos en los cuales la amenaza de la descomposición social crea temores que se cristalizan en ciertas figuras que aparecen como peligrosas. Después de la dictadura militar, la imagen de la civilización sólo podía ser recreada por una tradición autoritaria, represiva y criminal.»

Maristella Svampa , noviembre de 2006.

En los últimos años, la política argentina argentina ha girado de modo creciente en torno a los límites de la movilización popular. Este desarrollo, corolario natural de la crisis de 2001 y de su procesamiento institucional -procesamiento en el que, como señala Halperín, el Estado retuvo el monopolio de la violencia a condición de no ejercerla, algo especialmente visible luego de la masacre de Puente Pueyrredón-, se ha acentuado conforme avanzaba la descomposición política de la alianza nacional con que el kirchnerismo supo gobernar, sin demasiada dificultad, hasta 2007. En efecto, 2008 quedará en la historia como el año en que el poder se dirimió, una vez más, en las calles, en las rutas, en las plazas, pero esta vez con la inesperada victoria de una derecha de masas, que no renunciaba, sin embargo, a estigmatizar a quienes imitasen su praxis de protesta.

En 2009, sin embargo, la derrota electoral del kirchnerismo abrió paso a una institucionalización del conflicto social que caracteriza a la Argentina en la post – convertibilidad. Las nuevas contiendas políticas tendrán en el Parlamento un ámbito de resolución privilegiada, y en esa perspectiva, que supone una ventaja relativa para una oposición definida como bloque frente al kirchnerismo, la calle aparece, no obstante, como un problema. Frenar la movilización social -paradójicamente, uno de los objetivos emblemáticos del primer kirchnerismo- ha pasado a ser sinónimo de un control adecuado del proceso político argentino. Tanto las denuncias del ACyS respecto a la supuesta presencia de grupos piqueteros armados -denuncia en que ha tenido especial protagonismo Elisa Carrió -, como el intento de Macri de crear una fuerza de choque antipiquete en tanto eje central de su política de seguridad, parecen confirmar un clima en el cual, para determinados sectores ligados a los núcleos autoritarios del país, un ciclo -el de la protesta legitimada y aceptada por arriba- debe ser clausurado. Estas declaraciones tuvieron el oportuno aval de los personeros intelectuales del modelo neocon argentino, como Abel Posse y Luis Alberto Romero. Para este último, en un texto francamente paradójico,

«La crisis del campo devolvió a la calle, por un tiempo, su función de expresión de la opinión. Hoy el Gobierno no aspira más a una calle plebiscitaria -cuyo montaje es demasiado burdo para impresionar a alguien- pero no desdeña la calle combativa, y está dispuesto a impedir que se constituya la calle de la opinión, movilizando a las corporaciones amigas, que disponen de una considerable capacidad de violencia. Al hacerlo, se colocan en el filo mismo de la legalidad. Amagan con emprender un camino similar al que en 1922 le permitió a Mussolini y sus squadristi destruir las instituciones desde el gobierno. De modo que lo que se viene es un combate de resultado incierto. El destino de la oposición se juega, en primer lugar, en su capacidad para articularse y construir, a partir de varios segmentos, una alternativa de gobierno. Deberá hacerlo cuidando de la legalidad, algo que hoy le preocupa poco al Gobierno, en franca actitud desinstitucionalizadora

Es notable observar cómo ciertos tópicos parecen perdurar más allá de las estructuras que les dieron sentido: para Romero, la ruta tomada por los sectores agropecuarios era una expresión genuina de la «opinión», mientras que cualquier movilización de sectores convergentes con el gobierno no solamente deberá incluir lugares ya un tanto comunes, como la violencia, la cooptación y prebendas -aparece incluso una mención a hipotéticos «barras bravas», el equivalente contemporáneo del lúmpen y del criminal plebeyo, etc.-, sino incluso un movil contrario al orden institucional. Romero, que supo escribir para periódicos como Convicción, vinculado a la Marina de Guerra y a Massera, hace honor a una larga tradición académica, que ha visto en la movilización social un signo patológico.

El tema tiene su importancia, y ha merecido el repudio de intelectuales de cierto prestigio -la mayoría, no identificados con el kirchnerismo- que ven, en la avanzada «normalizadora», un reflejo autoritario y represivo, un retorno a los «buenos viejos tiempos», en general identificados con el apogeo neoliberal. Los firmantes, en su mayoría docentes e investigadores universitarios, no se privaron de señalar que:

«En la actualidad, la criminalización de los movimientos sociales es una acción que parte de la identificación de la lucha por los derechos sociales con el delito, estigmatizando a los movimientos populares que ejercen el derecho a luchar por sus derechos y transformando toda protesta en causa penal. De esta manera, se traslada la política social al ámbito judicial. Por este camino, desde mediados de los ’90 hasta el día de hoy, miles de luchadores y luchadoras populares en nuestro país han sido judicializados, hecho que constituye un gigantesco chantaje sobre las posibilidades de resistencia a las políticas de hambre, exclusión y precarización de las condiciones de trabajo y de vida hoy vigentes.»

En efecto, hoy, la calle aparece como un factor de desestabilización, en cuya disputa intervienen tanto el gobierno como una oposición más confiada en los canales institucionales, desde lecturas marcadamente binarias, que reactualizan, en los sectores opositores, idearios racistas, reaccionarios y elitistas. Debe señalarse la paradoja que implica la alusión del gobierno a la calle como instrumento de presión para – institucional, cuando históricamente, entre 2003 – 2007, su principal objetivo fue debilitar la protesta, volverla menos visible, domesticarla. Esta alusión, desprovista de canales de participación adecuados, de una lógica masiva que difícilmente abreve en un gobierno electoralmente debilitado, parece todo menos inteligente: el gobierno de la pacificación y la unidad nacional de 2003 – 2007 no puede, súbitamente, volverse el propulsor de un conflicto que no buscó provocar, de la mano de una movilización que supo contener, pero nunca controlar. La mera enunciación de esta posibilidad implica una lectura bastante pobre de los acontecimientos.

¿Es factible la normalización? Difícilmente, al menos sin caer en costos sociales incompatibles con la vigencia del Estado de Derecho, nos advierte Pablo Vommaro. Del otro lado, ¿será la calle el escenario de una nueva épica popular, como pretende el kirchnerismo? Tampoco. La calle, sencillamente, no es de nadie. Y ese aspecto es su mayor fortaleza, al mismo tiempo que el efecto que más nos perturba.

Fuente original: http://ezequielmeler.wordpress.com

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.