Hoy despertamos con nuevos carteles en la Ciudad de Buenos Aires, convocando a «La noche de la memoria» este 23 de marzo. Parafraseando la cartelería del bello proyecto «La noche de los Museos», esta nueva «Noche de la memoria» propone una galería del horror, pasar la vigilia del 24 de marzo en un recorrido por […]
Hoy despertamos con nuevos carteles en la Ciudad de Buenos Aires, convocando a «La noche de la memoria» este 23 de marzo.
Parafraseando la cartelería del bello proyecto «La noche de los Museos», esta nueva «Noche de la memoria» propone una galería del horror, pasar la vigilia del 24 de marzo en un recorrido por la ESMA, el Olimpo, Club Atlético, Automotores Orletti y Virrey Cevallos, cinco centros clandestinos que funcionaron en la Ciudad de Buenos Aires. Por si no fuera suficiente, el cartel se remata con la aclaración de que la propuesta es «gratis».
No sería justo creer que la banalización del horror ha comenzado con este nuevo cartel o con este nuevo gobierno del «cambio». Ya tuvimos asados en la ESMA (con absoluto desdén por el dolor de quienes vieron a sus seres queridos quemados en las «parrillas»), tuvimos murgas, clases de cocina, payasos, bares. Pero siempre hay lugar para algo más. Cambiar para peor. Mantener lo malo y destruir lo bueno. Una nueva falta de respeto. Quizás los genios del márketing podrían proponer también que los desplazamientos entre uno y otro centro clandestino se realizaran en Ford Falcon verdes o escenificar una sesión de tortura en el sótano de la ESMA, aunque me da pudor escribirlo de sólo pensar que pueda volverse realidad. Porque no parece haber límites.
La tendencia a transformar la recordación del genocidio en espectáculo no es sólo argentina. Cada vez gana más consenso, desde algunos ex campos de concentración del nazismo hasta las ex prisiones del apartheid sudafricano, gestionadas por una burocracia que parece entender mucho de «impacto publicitario» pero muy poco acerca de los modos de elaboración de las consecuencias traumáticas de los procesos genocidas. Pero parece que es en Argentina donde dicha espectacularización alcanza cotas bizarras.
No llama la atención que este desprecio y banalización del sufrimiento y de sus necesarias estrategias de elaboración vengan de la mano (desde hace unos años, pero con mucha más fuerza desde el cambio de gobierno) con la burla y desjerarquización de quienes se bautiza como la «aristocracia del dolor» por parte de periodistas o académicos, una tendencia que encuentra numerosos voceros, pasando por el temprano libro de Beatriz Sarlo, los planteos del historiador Romero (h), muchos de los trabajos producidos en el IDES en los últimos años o en las notas de los «jóvenes provocadores» de la Revista Panamá. Quienes sufrieron en sus cuerpos o en los de sus familiares las consecuencias directas del terror genocida serían, para estas visiones, «demasiado subjetivos» para poder confiar en su palabra. Estarían «demasiado involucrados» para poder entender con claridad qué es lo que nos conviene hacer con el horror como sociedad. Ha llegado la hora de quitarles la palabra. Calificarlos de «aristocracia» parece otorgarle a este acto despreciable un halo revolucionario. Los que no han sufrido en sus cuerpos o en los de sus familiares el dolor vendrían a representar entonces al «proletariado». Lo lamento, pero me niego a aceptar tan espantosa inversión de valores. El secuestro o desjerarquización de la palabra del sobreviviente o del familiar en nombre de la «verdad académica». Consagrar en el ámbito de la comunicación la destrucción producida con la picana como herramienta, precisamente en un momento en el que la posibilidad de someter a juicio a los perpetradores intenta (tarde, mal, pero es algo) restituir aquellas palabras negadas, olvidadas, calificadas de «locas», de «mentirosas», de «exageradas». Cuando la justicia (y todo el aparato de la «prueba», y la descalcificación de documentos) comienzan a legitimar el testimonio de quienes fueron silenciados por décadas, ya llegan quienes quieren llamarlos otra vez al silencio: ya hablaron demasiado, se han transformado en una «aristocracia del dolor», cállense de una buena vez que queremos escuchar también a los perpetradores, a los opinadores profesionales, a los genios del marketing, a los especialistas en describir lo inteligentes que han sido los zorros para cazar a las liebres .
Estos «profesionales» del horror se autodefinen como «objetivos», tendrían la capacidad de «calibrar» a los distintos actores, matizar la palabra de la víctima con la de su torturador, como si estuvieran en un pie de igualdad a la hora del trabajo de elaboración colectiva de los efectos traumáticos del terror. Es prescindiendo de la palabra y la sensibilidad de quienes sufrieron directamente el horror como se fue pasando del «asado» en la ESMA a la «noche de la memoria», una iniciativa que cualquier esbozo de análisis psicológico serio calificaría de «delirio»: invitar a la población a pasar la vigilia del golpe cívico-militar del 24 de marzo en una gira nocturna por las instalaciones de los lugares que funcionaron como centros clandestinos de detención. Y «gratis». Una convocatoria a que los fantasmas se despierten y pueblen nuestras pesadillas, destruyendo todo halo de sacralidad que durante milenios la humanidad intentó construir para poder elaborar de algún modo la muerte, la ausencia, el dolor, el terror.
Hago un llamado a que dejemos vacíos a los micros (¿o los Ford Falcon verdes?) que trasladarán a los «visitantes» de la «noche de la memoria». A que repudiemos esa iniciativa. No necesitamos ser parte de esa noche. Que se queden los «profesionales» del horror charlando entre ellos, «objetivamente», en la noche del 23 de marzo.
Dejemos vacíos esos micros y encontrémonos en las marchas en todo el país este jueves 24, como lo hemos hecho siempre, dándonos calor de compañeros, abrazando a quienes pudieron volver de las cámaras de tortura, a sus madres, a sus hijos, a sus familiares, a todos los que son «subjetivos» y movilizan nuestra subjetividad y nuestra sensibilidad. No en un tren fantasma. No «gratis». No con la imaginería publicitaria del afiche. No con los «profesionales objetivos». Sino en la Plaza de Mayo, en todas las plazas del país. Con nuestra subjetividad y nuestra sensibilidad a flor de piel. Y acompañados por el pueblo argentino.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.