No se trata de una ecuación matemática porque en política pesan no sólo los ingresos sino también las pertenencias, las ideas y los afectos. Pero, aún con esa aclaración, hay que decir que con la actual desigualdad de ingresos no podrán cerrar la crisis de 2001. En sus discursos en actos públicos en el país […]
No se trata de una ecuación matemática porque en política pesan no sólo los ingresos sino también las pertenencias, las ideas y los afectos. Pero, aún con esa aclaración, hay que decir que con la actual desigualdad de ingresos no podrán cerrar la crisis de 2001.
En sus discursos en actos públicos en el país y el exterior -la última vez, ante los inversores de la Bolsa de Wall Street-, Néstor Kirchner suele citar de corrido sus logros económicos. Se ufana de que la pobreza cayó del 52 al 31 por ciento, que la desocupación está cercana a un dígito y que el producto bruto crece a tasas del 8 por ciento anual.
Algunos de esos indicadores no son plenamente ciertos, como el relativo al desempleo abierto, que subiría al 12 o 13 por ciento si el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec) agregara a los desempleados que perciben los 150 pesos del subsidio.
Aún concediendo que toda la estadística meneada por el presidente de la Nación fuera certera, le queda una gran asignatura pendiente: la distribución inequitativa del ingreso. En esta materia tiene varios aplazos y no puede alegar que recién comienza porque ha transitado tres años y cinco meses de gestión.
El nivel de ganancias y negocios ha operado el milagro de que los popes empresariales manifiesten su satisfacción con el rumbo gubernamental. Ese punto de vista lo tiene Enrique Pescarmona, titular de la metalúrgica Impsa y del Coloquio del Instituto para el Desarrollo Empresarial Argentino (Idea). Esta entidad del establisment se apresta a realizar en noviembre su 42º convención en Mar del Plata. Esta vez el clima es distendido, a diferencia del imperante el año anterior, cuando Kirchner disparaba con munición gruesa contra Alfredo Coto y otros supermercadistas atrincherados en Idea.
Los bancos dicen que han vuelto a ganar dinero grande, aunque nunca dejaron de hacerlo. En el primer semestre de este año ganaron 1.800 millones de pesos, más que en todo el ejercicio anterior. Un reflejo de esta tendencia es que desde julio de 2005 hasta setiembre de este año se abrieron 94 nuevas sucursales bancarias, a las que deben sumarse otras 43 nuevas bocas de atención autorizadas semanas atrás por Martín Redrado, del BCRA. Como ya se ha puesto de resalto en otra nota, Jorge Brito pasó en una década de contar con sólo dos sucursales de su Banco Macro, a atesorar 280.
En el «Ranking Clarín de Prestigio 2006» , Repsol-YPF aparece en segundo lugar, mordiéndole los talones a Arcor. Del informe surge que la petrolera «anotó el año pasado ventas netas por 22..000 millones de pesos, con un resultado neto de 5.337 millones».
Esa evolución patrimonial y de rentabilidad dibujó sonrisas en la mayoría del empresariado más concentrado, que hizo suficiente «colchón» de precios como para amortiguar algunos controles del Estado en la materia.
En el otro rincón
El banquero Brito encara proyectos inmobiliarios en Puerto Madero apuntando al sector más adinerado de la población, dispuesto a pagar entre 3.000 y 5..000 el metro cubierto. No vaya a creerse que esta minoría liquida bien sus impuestos porque sólo hay 19.000 contribuyentes que pagan el impuesto a la riqueza por poseer más de un millón de pesos.
Los argentinos son 37 millones y la abrumadora mayoría no entra en los proyectos de Brito; ni en los pensados para el público ABC1 ni para los créditos a treinta años para adquirir una propiedad de 200.000 pesos.
El domingo último se difundió un estudio del Indec según el cual el 30 por ciento de la población argentina, 11,4 millones de personas, vive con menos de dos dólares diarios. Esa suma es el rasero adoptado por el Banco Mundial para marcar el límite de la pobreza: quien vive con dos dólares es pobre y quien lo hace con uno es directamente indigente.
Vale la pena insistir en la tremenda injusticia de que en un país productor de alimentos para 300 millones de personas, como Argentina, campee semejante pobreza a más de tres años de gestión de un gobierno que se jacta de defender los derechos humanos. Incluso un consultor gubernamental, Bernardo Klisksberg, asesor de Naciones Unidas, al comentar esa situación, declaró: «además la pobreza mata a mucha gente».
Es bueno recordar eso en momentos en que los principales banqueros e industriales, con el acompañamiento mediático de Joaquín Morales Solá y otros, quieren hacerle creer al país que el principal atentado a la vida fue el incidente de San Vicente. «Madonna» Quiroz, el matón de camioneros, si hubiera disparado a los cuerpos en vez del portón, podría haber matado a nueve personas; el hambre y enfermedades curables matan cada día en nuestro país a 100 chicos menores de cinco años.
Klisksberg, a quien nadie puede sospechar de antikirchnerista, declaraba «que la principal causa de la pobreza es la desigualdad» (Clarín, 4/9). Argentina está entre los más altos exponentes latinoamericanos de desigualdad, lo que a su vez tiene el agravante de que esta región es considerada la más inequitativa del planeta.
La semana pasada Página/12 comentó un estudio académico titulado «Distribución funcional del ingreso en Argentina, Ayer y Hoy», realizado por tres economistas del Centro de Estudios sobre la Población, Empleo y Desarrollo, de la UBA.
Allí se demostraba que la participación de los asalariados en el ingreso nacional había caído del 31 por ciento del 2001 al 24 por ciento de la actualidad. Los mejores años de la serie histórica fueron 1954 y 1974, cuando los trabajadores se llevaron casi el 50 por ciento del ingreso nacional. Kirchner podría alegar que estamos mejor que en 2003, cuando la porción de la torta del sector se había achicado al 22 por ciento.
El rol de los monopolios
Que en lo que va de gestión K los trabajadores tengan el 24 por ciento del ingreso y los empresarios el 76 restante, es una desproporcionalidad bien elocuente.
Otra manera de abordar el mismo problema es acudir a la «Encuesta Permanente de Hogares» (EPH) del Indec sobre la diferencia de ingresos entre el 10 por ciento más rico y el 10 por ciento más pobre. En el primer trimestre de este año la brecha era de 36 veces, pues el primer decil se apropiaba del 37,1 de la renta nacional y el último decil tenía apenas el 1 por ciento.
En el segundo trimestre el abismo seguía siendo muy profundo: 32 veces. El jefe de Estado, al conocerse ese resultado, en la primera semana de octubre, dio una valoración positiva: «desde que empezamos nuestro gobierno hemos mejorado la distribución del ingreso entre ricos y pobres».
La realidad indica otra cosa. La disparidad es abrumadora e injusta por donde se la mire; es como un cáncer frente al cual el auto elogio de Kirchner suena a grandilocuencia y desubicación política.
El mencionado asesor de K dijo bien que el origen de la pobreza es la desigualdad, un diagnóstico correcto que hacen suyo muchos sectores, entre ellos la CTA. Pero a su vez cabe preguntarse cuál es la causa de la desigualdad, un tema soslayado por la mayoría de los especialistas y políticos.
La respuesta es sencilla: en Argentina hay 200 grupos monopólicos nacionales y sobre todo extranjeros, que sobre la base de detentar la propiedad de las principales empresas, bancos, comercios, tierras y negocio de exportación, se llevan la parte del león a la hora del reparto.
Este fin de semana se conoció la Encuesta Nacional de Grandes Empresas (Enge) realizada por el Indec, de donde surge que entre las 500 empresas no financieras más grandes generan el 34 por ciento del valor agregado de todo el país y venden el 77,3 por ciento del total exportado. El estudio puso de relieve la extranjerización de este contingente líder, pues sobre las 500 principales empresas, en 1993 eran nacionales 281 y en 2004 sólo ostentaban esa condición 165. El segmento extranjero genera el 91 por ciento de las utilidades del universo de medio millar de firmas más importantes.
Si se quiere combatir la pobreza y la desigualdad habría que tomar medidas de fondo contra ese lote monopolista. Incluso si se quiere combatir la violencia que brota por todas partes, también en el fútbol, habría que hacerlo. ¿Pero quién se atreve a ponerle el cascabel al gato?