A veces ocurre en los lugares menos pensados. En enero de 2002, en el Barrio Ituzaingó de la ciudad de Córdoba, cuatro mujeres se encontraron en la verdulería y, casi sin saberlo, dieron comienzo a una lucha que ya lleva diez años. El 21 de agosto de 2012 esa lucha resultó en la primera condena […]
A veces ocurre en los lugares menos pensados. En enero de 2002, en el Barrio Ituzaingó de la ciudad de Córdoba, cuatro mujeres se encontraron en la verdulería y, casi sin saberlo, dieron comienzo a una lucha que ya lleva diez años. El 21 de agosto de 2012 esa lucha resultó en la primera condena en la Argentina a un productor agropecuario y a un aplicador aéreo por contaminar con agroquímicos y multiplicar los casos de cáncer en el barrio.
Aquella mañana de enero una de ellas contó que a su hijo le habían diagnosticado leucemia, y entonces lo que parecía casualidad pasó a ser sospecha, porque en la zona había muchos casos similares. Y allí mismo esas cuatro mujeres, que luego fueron cinco y llegaron a ser trece Madres de Ituzaingó, se pusieron a hacer cuentas. En ese verano atroz en que la Argentina parecía venirse abajo, en medio de una crisis económica y financiera sin salida y la caída de un presidente tras otro, salieron a preguntar casa por casa si alguien estaba mal de salud, -y sí que los había, en muchas de las casas de la cuadra, y a la vuelta, y más allá también.
Todos culpaban a los transformadores de electricidad con PCB, que de vez en cuando explotaban; se veía el aceite en el suelo. Pero cómo saber. Preguntando, llegaron a Raúl Montenegro, biólogo y presidente de la Fundación para la defensa del Ambiente (FUNAM), que tras caminar por el barrio detectó que otras fuentes contaminantes, como el tanque de agua, las líneas de alta tensión y las pulverizaciones de agroquímicos.
Con los datos, las Madres fueron al Ministerio de Salud de la Provincia de Córdoba. El Ministerio guardó los datos en un cajón. En marzo, una de las Madres consiguió que un canal de TV se interesara. «Un vecino propuso que hiciéramos una protesta frente al tanque de agua, porque acá nuestro problema era el agua: se nos cortaba, era mala, y todo el mundo relacionaba los problemas con el agua», recuerda Vita Ayllón, quien tras la división del grupo original hoy forma parte de Madres de Ituzaingó Anexo. «Como hacía diez días que estábamos sin agua, cuando convocamos a los vecinos la gente salió, y en el programa también denunciamos los casos de leucemia. A partir de ese momento, el Ministro recibió a las chicas y mandó a realizar un análisis del agua del tanque».
El estudio -era de esperar- dio como resultado la presencia de agroquímicos y metales pesados en el agua. En tiempo récord conectaron el barrio a la red para intentar, tarde, reparar en algo el desastre. Más tarde, numerosas luchas mediante, el barrio logró que el agua dejara de pasar por el tanque, que seguía contaminado. Pero las Madres no se conformaron. Comenzaron a reunirse todos los sábados y a planificar lo que seguía. Así lograron que se realizara un relevamiento oficial de enfermedades en todo el barrio -así lograron conocer, al fin, toda la magnitud del problema.
«No me gusta dar números, porque no somos cifras y alcanza con un solo afectado por contaminación para que se tomen medidas, pero nosotros nos sorprendimos: imagínate que en casi todas las casas había un afectado», dice Vita.
Pero todavía no lograban que se aceptara la causa. «Era un tema nuevo y no era fácil convencer a la gente de que las fumigaciones hacían mal. Era una pelea de todos los días, porque nadie te tomaba en serio, nadie creía en lo que se estaba diciendo. Éramos las locas que hablábamos pavadas, nos trataban de ignorantes. Acá se hicieron hasta campañas en las que daban cosas para que cuando se hiciera el relevamiento oficial no contestaran, no hablaran de las enfermedades, y mucha gente no dijo nada», cuenta Vita.
Hubo que moverse. Viajaron a los barrios y pueblos vecinos y explicaron que las pulverizaciones generaban problemas. Cortaron la ruta 9 y recorrieron despachos y contactos para ganar influencias, pero como las pulverizaciones continuaban y cada vez estaban más cerca de las casas, decidieron meterse en los campos a pararlas cuerpo a cuerpo.
«Al principio, el campo estaba a como setecientos metros de la calle, y se sembraba sandía, otras cosas», rememora Vita. «Cuando aparece la soja, se acercan un poco más. Y luego llegan hasta la cancha de fútbol. Y cuando empiezan con la soja transgénica, sacan la cancha de fútbol y vienen hasta la orilla de la calle. Entonces, cuando nosotros descubrimos lo que eran los agroquímicos, que dañaban y hacían mal, empezamos a entrar al campo cuando venían a fumigar, a denunciar y a llamar a Medio Ambiente, a la Municipalidad, al Ministerio, a todo el mundo. Y cuando veían entrar a la Municipalidad, más vale que se iban. Después empezaron a retroceder hacia adentro del campo y empezaron a fumigar con avioneta, con mosquito [el sistema de aplicación terrestre]. Incluso, la Policía los custodiaba».
La Policía, desde ya, comenzó a presionar. Un día, cinco patrullas se presentaron en la casa de Sofía Gatica, otra de las Madres, para «enfatizar» que no estaban custodiando a nadie. No eran sólo ellos. Algunos vecinos y dirigentes políticos locales también se les opusieron, porque, decían, estaban desvalorizando las propiedades del barrio. Otros las acusaron de estar haciendo política o de buscar dinero. Un ministro de Salud provincial llegó a afirmar que el Barrio Ituzaingó tenía la misma tasa de enfermos que cualquier otro barrio. No se le ocurrió pensar, claro, que la contaminación podía ser similar en todos lados.
Los fumigadores, por su parte, cambiaron de táctica: creyeron que pulverizando de noche nadie se iba a dar cuenta. Las Madres consiguieron entonces que se declarara la emergencia sanitaria y, más tarde, se aprobara una ordenanza que establecía una zona de protección del barrio no menor a 500 metros y de 2500 para vertido aéreo, y reunieron firmas para que fuera parte de la Ley Provincial de Agroquímicos.
Recién entonces llegaron la denuncia y el juicio: porque ahora las fumigaciones estaban violando la ordenanza y la ley. Esto también generó una polémica, porque implicó dejar a un lado otros contaminantes y enfocarse en los agroquímicos. «Sucede que el juicio se presentó como una violación a las leyes. Los que estaban siendo juzgados eran productores y aplicadores, así que no se los puede hacer cargo de los otros factores contaminantes. Y logramos que los condenaran porque ellos sabían perfectamente bien el daño que estaban haciendo. Se habían realizado reuniones en el Consejo Deliberante donde se les notificó y explicó lo que eran los agroquímicos, y ellos para fumigar lo que menos hicieron fue tener en cuenta el estado del viento, ni la precaución de avisarnos para que al menos cerráramos la ventana», explica Vita.
Después de más de dos meses de juicio, dos de los tres imputados fueron condenados a tres años de prisión no efectiva y tareas sociales; el productor fue inhabilitado durante ocho años para realizar aplicaciones de agroquímicos en campos, y el aviador por diez años. El tercer imputado fue absuelto por falta de pruebas, y en general hay consenso en que el proceso judicial fue correcto y las penas, adecuadas.
Sin embargo, también consideran que los imputados fueron apenas el último eslabón de la cadena.
En estos años de lucha, el barrio cambió ostensiblemente. Las calles se asfaltaron, se renovó el tendido de cables y se instaló un médico de manera permanente. Luce como muchos otros: casas bajas, una plaza, veredas altas, mucho cemento y hormigón. Al mediodía todos paran para la siesta, y en el terreno en que alguna vez hubo una cancha de fútbol y poco después, soja, y que presuntamente sigue contaminado, hoy hay un loteo con grandes posibilidades comerciales.
Por supuesto, esto también suscitó una denuncia porque, aunque la Municipalidad quitó la autorización por estar sobre zona rural, las casas siguieron construyéndose, buscan compradores y no se hace mucha mención a la presunta contaminación con químicos y metales pesados que sigue presente en el suelo.
En estos años, también, el grupo original de Madres se dividió, porque sin debate interno un grupo aceptó cargos en la Municipalidad: ahora están las Madres de Ituzaingó y las Madres de Ituzaingó Anexo. La escisión representa también una división interna del barrio y previa al conflicto: mientras Barrio Ituzaingó es la porción del barrio que abarca desde la entrada hasta la plaza central, el Anexo es el sector más cercano a los campos. Y si bien las Madres -en sus inicios, antes de la división- buscaron el apoyo de todo el barrio, incluso el de la zona denominada Los Eucaliptus, repiten una y otra vez que nunca fueron acompañadas. Vita, de hecho, recordó con orgullo que en el corte de la ruta 9 llegaron a ser… treinta. La alegró que hubo 17 personas que se sumaron a las 13 Madres.
«Este es un éxito espectacular de lucha grupal, pero no es un ejemplo de lucha comunitaria», afirma Raúl Montenegro. Viste ropa clara y liviana, tiene amplios rulos canosos y usa cadenitas y pulseras con macramé y semillas. «Eso me parece importante, porque lo que a mí me molesta es que la lucha tomó el nombre de un barrio donde no hubo lucha ni trabajo comunitario, y es injusto, es socialmente injusto. Es bueno por los logros, pero el problema es que en este barrio siguen existiendo fuentes de contaminación, riesgos ambientales que no están siendo tratados».
Justamente, como producto de esa falta de acompañamiento de la comunidad, el juicio no está en absoluto instalado como tema entre los vecinos. Las Madres se dirigieron entonces a los alumnos de escuelas primarias, con la idea de que ellos llevaran el asunto a sus familias. Por eso Raúl acaba de salir de una charla con los chicos y ahora, en pleno mediodía, entramos en el comedor escolar, nos sentamos entre el bullicio y un gurrumín le pregunta si tiene Facebook. Luego vienen las maestras con los platos y un nutritivo almuerzo: puré de calabaza y milanesas, sí, de soja.
Por su tarea en defensa del medioambiente, Raúl Montenegro fue distinguido en 2004 como Premio Nobel Alternativo por la Right Livelihood Award de Estocolmo, Suecia. Hoy piensa en términos de estrategias de lucha y compara el caso Ituzaingó con el movimiento que se está produciendo en Malvinas Argentinas, localidad cordobesa donde Monsanto -como si el juicio no se hubiera producido, como si estuvieran exponiendo su omnipotencia- está instalando una planta de procesamiento de semillas de maíz. Pero allí el pueblo se está alzando en conjunto, hay un grupo específico que trabaja en el día a día y una asamblea que interactúa con el resto de la población. «Al haber lucha comunitaria hay más posibilidades de que el grupo social se incorpore y sea parte de la lucha», afirma, algo más optimista.
Montenegro fue autor de la querella en la causa madre que se inició en 2002 y que este año, para evitar que prescribiera, se volvió a presentar, ahora con una acusación que incorpora a todos los actores involucrados. «Yo creo que la condena es importante, pero siempre hay que tener mucha cautela. En este juicio se condenó a perejiles. Eran dos productores y un agroaplicador. Uno quedó absuelto y dos quedaron condenados. Sin desmerecer su responsabilidad, no estuvieron sentados los verdaderos responsables: el Gobierno, la Secretaría de Agricultura, la Secretaría de Ambiente, los ingenieros agrónomos que hacen la receta fitosanitaria, los grandes pool sojeros», dice.
¿Por qué son los grandes responsables?
Porque en realidad, aun existiendo esos productores o ese agroaplicador, si el Estado hubiera asumido su responsabilidad nunca debió pasar lo que pasó en Ituzaingó Anexo. Hay que tener en cuenta que hay una ordenanza que prohíbe la aplicación de pesticidas en la franja de 2500 metros y que es una zona declarada en emergencia sanitaria. Por eso, si el Estado hubiera cumplido y actuado, desde el año 2002 en adelante no debió haber un gramo de plaguicida aplicado.
No termino de entender si considerás responsable al modelo productivo o a los organismos de control.
Son todos responsables. Es muy simple: el gran error de hacer análisis es buscar una causa de contaminación o un único responsable de lo que sucede; lo correcto es que lo que afecta la salud, la morbilidad y mortalidad; es un sistema, son muchos actores. Entonces, en este caso, decir «la responsabilidad del modelo» no deja de ser una frase poética. A mí no me gusta utilizar la frase «el modelo». La palabra «modelo» define en forma muy poética a actores reales que son el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa) que autoriza los plaguicidas, la Comisión Nacional Asesora de Biotecnología Agropecuaria (Conabia) que autoriza los transgénicos, la Comisión Nacional de Semillas (Conase), corporaciones de sojeros como la Sociedad Rural, los funcionarios de Gobierno, los grupos corporativos de aplicadores. Para mucha gente que no está advertida de esta complejidad, da la impresión de que con esta condena el problema ya está debidamente encarado. Mi respuesta es no, no estamos en la buena senda. Hasta que no tengamos condenado a un funcionario público, a un ingeniero agrónomo que hace recetas fitosanitarias, a un funcionario del Senasa o de la Conabia, el problema va a seguir existiendo.
La agricultura industrial sostiene que como en el año 2050 la población alcanzará los 9000 millones de habitantes es necesario incrementar en un 50 por ciento la producción de alimentos, algo que sólo se conseguiría con mayor tecnología. ¿Cuál es tu postura?
Primero, no hay problemas de alimentación en nuestro planeta. No hay falta de alimentos, lo que existe es mala distribución. Eso es importante para no justificar una tecnología que vaya a solucionar algo. A mí me parece que la tecnología va a seguir la misma asimetría. Hay alimentos y en exceso, y lo remarco: en exceso. En segundo lugar, como en el planeta está totalmente distorsionado el sistema de producción, se sigue insistiendo en generar alimento para ganado y biocombustibles. Esta no es una estrategia de alimentación directa sino indirecta, de modo que la segunda equivocación es creer que producción agropecuaria indirecta contribuye a solucionar el hambre.
¿Es posible una producción sin agroquímicos? Industria y Gobierno coinciden en que no.
Toda forma de agricultura industrializada es una forma de megaminería, pero una megaminería particular: si la de metales valiosos extrae oro y plata, en la agricultura industrial se extraen oligonutrientes que también terminan yéndose hacia afuera. En un barco que se lleva cuarenta toneladas de soja, por lo menos el 10 por ciento son nutrientes importantes que nunca van a ser recuperados. Argentina ha tomado una decisión política incorrecta pero económicamente beneficiosa, que es transformar el país en uno de los grandes productores de transgénicos y así obtener grandes réditos económicos. Eso explica por qué se unen Estados y particulares. Ahora bien: si la resistencia ambiental de un país está dada por el balance entre ambientes dedicados a la producción y ambientes nativos donde funcionan las cuencas hídricas, la fábrica de suelos y de estabilidad ambiental, en Argentina, donde está destruido el 83 por ciento de los ambientes boscosos, ya estamos en rojo.
¿Qué perspectivas de cambio hay?
La resistencia ambiental argentina es la más baja de toda su historia, y a esto se agrega otro problema: la mayor parte de la superficie cultivable se está dedicando a transgénicos cuyos derechos de propiedad intelectual están en Missouri, en el caso de Monsanto. Hoy a las corporaciones extranjeras no les importa ser propietarias de la tierra sino de lo que crece arriba de la tierra, y Argentina transformó su esquema agrícola en un sistema de propiedad intelectual extranjera. Entonces hoy el suelo es mío, pero la semilla ya no y la nueva Ley de Semillas cambiaría la comercialización de semillas y ya no permitiría que yo deje semillas transgénicas de mi propio campo para la próxima producción. Si la soberanía alimentaria consiste en la biodiversidad productiva de un país cuyo abastecimiento de alimentos no se afecta frente a cualquier contingencia externa, cuando se dedica más de la mitad de la superficie cultivable a transgénicos cuya patente está afuera, se disminuye tanto la biodiversidad de producción local propia como la propiedad intelectual de lo que estoy produciendo. La situación es cada vez más difícil y complicada, y como en esta línea hay trabajo conjunto de gobiernos, sectores privados y en parte de la sociedad -que no logra leer lo que le está pasando al país en términos de organización ambiental-, el resultado es que la expectativa de que una forma de explotación industrial continúe es altísima.