“El crimen descarga al mercado de trabajo de una parte de la superpoblación sobrante, reduciendo así la competencia entre los trabajadores y poniendo coto hasta cierto punto a la baja del salario, y, al mismo tiempo, la lucha contra la delincuencia absorbe a otra parte de la misma población”
Karl Marx
Para cualquiera que no se quede en la anécdota del “péndulo” superestructural, no resulta un secreto que la Argentina es un país que viene en una suerte de espiral decadentista. El punto en desacuerdo, en cualquier caso, es el de la determinación de cuándo es que habría comenzado.
En lo personal, sostengo la posición de que no es como fofa y sosamente nos venden los ideólogos liberales, de que “la decadencia” argentina se debe a la hegemonía desde hace 70 años del modelo nacional-justicialista; sino a la situación de “empate hegemónico” que, de tanto en tanto, adquiere la forma de un “empate catastrófico” entre los distintos bloques sociales que se aglutinan o abroquelan en torno a distintos modelos de país, y que, por lo demás, hace que tales modelos de desarrollo no puedan desplegarse en forma “pura”, por así decirlo, sino que aparecen siempre “contaminados” por tendencias o elementos –“lastres” o “herencias” más o menos “pesadas”– de los otros modelos en disputa. Es la irresolución secular de esta lucha de modelos –más allá de las circunstancias coyunturales que los empujan al éxito o a la crisis eventual-, lo que explica la tendencia “decadente” del país (que para mí se profundiza a partir de la última dictadura, y que no debería de confundirse con su apariencia pendular, pues, efectivamente, se trata de un proceso de decadencia general, más allá de la eventual supremacía de uno u otro modelo).
El in crescendo de la población sobrante y una marcada lumpenización del tejido social han signado el derrotero de nuestra restauración democrática. Desde la apuesta socialdemócrata del radicalismo, pasando por la experiencia neoliberal justicialista y radical (hasta la crisis del 2001), continuada por la experiencia populista, del justicialismo también, y atravesando, asimismo, el reordenamiento republicano del neoliberalismo, de la mano de la alianza Cambiemos, hasta llegar a la actualidad del momento socio-liberal del justicialismo, nuevamente. La proliferación intensivo-extensiva de los planes sociales, así como el aumento creciente de los “batallones del crimen” así como de su contraparte dialéctica, el incremento continuo de las filas del personal policial (que surgen y hacen parte de esa misma “población sobrante”), son todos síntomas de esta situación de decadencia, que, pandemia mediante, parece pronta a manifestarse, como cada tanto de un tiempo a esta parte, como una nueva situación crítica, en términos de un “empate catastrófico”.
Tal y como viene siendo, esta dialéctica histórica parece llevarnos hacia un hundimiento general de la sociedad, en tanto que las alternativas histórico-concretas de su (ir)resolución parecen dirimirse, tal y como adelantaos en el título, entre una administración progresista de la decadencia, y una superación de la misma por derecha, a través de una salida reaccionario-policial. Ese el secreto de la última asonada policial, que ni siquiera es tan relevante por los hechos en sí, si no, más aun, por la espectaculización de la misma, y por lo que en ello se avizora y simboliza, la posibilidad concreta de un desgobierno policiaco, que derive en una bolsonarización de la escena política nacional.
En su momento, el kirchnerismo significó una politización expansiva de la sociedad civil (que terminó por hastiar), el macrismo significa una policialización expansiva de la sociedad política. La epicidad “k” fue de índole política (populista, agonística, filo-jacobina). La opacidad “PRO” sería de corte policial (civista o civilista, securitaria, anti-jacobina). El kirchnerismo no pretendió jamás una transformación radical de la infraestructura social, pero intentó, sí, una subversión de su ordenamiento simbólico –racista, machista, heteronormado. Mas, como tal subversión no parce haberse consumado del todo, sólo parece haber quedado la imagen de una degradación moral de la sociedad, que ha convertido al kirchnerismo en la nueva concreción del “hecho maldito del país burgués”. Y es en ese horizonte que la alianza Cambiemos ha logrado convertirse -más allá de su estruendoso fracaso gubernativo- en algo así como el semblante de la fuerza social de la bonhomía, capturando, con ello, toda una serie de arraigados prejuicios sobre las bondades y virtudes de la vieja inmigración ultramarina (y en ello subyace el desprecio y la estigmatización de la hediondez mestiza, y/o negroide); allí radica el secreto de la eficacia transversal (policlasista) de su imaginería. Por otra parte, propone y propende hacia un paisaje post-peronista (aquí hace jugar, también, el gorilismo) que más que desplazar el eje de trabajo-dignidad por el de consumo-mérito, propicia una mutación del eje primordial -el del trabajo-, hacia el de emprendedurismo-merito.
Donde efectivamente ha operado un desplazamiento ético-político, sí, es en la concepción de los “sujetos de derecho” que aquella mutación supone e implica. Se plantea el concepto de que los derechos -cívicos, políticos y, sobre todo, los sociales- no son innatos, ni mucho menos se conquistan, sino que se adquieren cultivando virtudes y/o méritos tales o cuales.
A diferencia de lo que fuera la politización populista, la alianza liberal-republicana es franca y decididamente policial; declama, proclama y declara haberse constituido para combatir las mafias, salvar la república, hacer justicia, poner Orden y traer Progreso. En pocas palabras, la alianza Cambiemos no vendría a antagonizar con tales o cuales rivales o adversarios políticos, sino que anatemiza con supuestos némesis morales, montando(se) para ello (sobre) todo un dispositivo policiaco (mediático-judicial) de eugenesia moral, y habilitando con ello diversas formas de fascistización post-moderna. Su filosofía moral es ahistórica y antihistórica, reniega del pasado y pregona un futuro que no es más que un eterno retorno al presente neoliberal.
En tal sentido, el “(neo)liberalismo republicano” de Cambiemos se opone, asimismo, al “(neo)liberalismo popular” de corte menemista; “corrupto”, “salvaje”, “mafioso” -peronista, bah-, y que lejos de ser combatido, habría sido amparado por “el garantismo nacional y popular”. Restaurar la República y ordenar su infraestructura neoliberal sería la tarea. ¿Qué mejor manera de sublimar las diferencias de clase que una sistemática eugenesia moral? ¿Qué mayor muestra de cuidado para «la gente de buena voluntad» que la represión, estigmatización y persecución de sus abyectas otredades? ¿Qué mayor muestra de igualdad de oportunidades que la de pasar “la prueba de la blancura” y pasar a formar parte del partido de la gente “blanca, hermosa, pura”?
El Albertismo, entendido como estilo de gobierno, significa un irónico retorno del lema oligárquico-roquista de “paz y administración”, lo cual no puede más que traducirse, y en el mejor de los casos, en una administración progre -socio-liberal- de la decadencia (la pandemia no ha hecho más que mostrar, in extremis, a que se reduce este estilo de gobierno). Y es que estos ilusos ejercicios de estilo socialdemócrata se demuestran totalmente inoperantes para lograr una salida centroizquierdista más o menos viable de la crisis que acarreamos, al mismo tiempo que se encuentra jaqueada por una oposición impolítica que su misma irresolución progre coadyuva a envalentonar. Y es que, de una parte, el Albertismo nunca ha prometido otra cosa más que una “economía social/popular de mercado” (¡oh Alsogaray!), es decir, nunca ha pretendido ir más allá de un neoliberalismo progresista, al tiempo que, de la otra, la oposición de derecha parece cada vez más encaminada hacia una radicalización paleolibertaria, económicamente darwinista, moralmente eugenésica, gubernativamente policial. Oponerse radicalmente a esta última, acicateando hacia su radicalización a la primera, es, a mi criterio, la tarea actual de las izquierdas anticapitalistas.
Empujar al progresismo contra sus propios límites, volver tangible frente a sí, sus ilusiones. Persuadir empíricamente a sus bases y simpatizantes de la necesidad de su superación histórico-política, como lo que a todas luces parece ser. Una cuestión de vida o muerte.
Hic Rhodus, hic salta.