Durante el peronismo la política de verdad y justicia se hizo mainstream. En el 2015, Martín Rodriguez cuestionaba si la sensibilidad hacia las atrocidades del pasado puede convivir con el discurso punitivista. Una discusión que, cumpliéndose 38 años del restablecimiento del orden democrático, sigue tan vigente como la violencia institucional.
Desde 1983, los derechos humanos fueron una de las herencias más pesadas de todos los gobiernos. Raúl Alfonsín, Carlos Menem y Néstor Kirchner optaron por colocar en la política de derechos humanos su gesto de mayor densidad simbólica: juicio a las Juntas (Alfonsín tramó la escena de fundación del orden civil), indulto (Menem quiso encarnar un gesto “mandeliano” de perdón promotor del olvido) o reapertura de los juicios (Kirchner optó por establecer con la “memoria, verdad y justicia” la cifra didáctica del proyecto que continuó Cristina). Los tres presidentes marcaron el domicilio existencial de sus gobiernos en “ese” tema.
Víctimas y victimarios
¿Qué pasó entonces con los derechos humanos en este tiempo? Vivimos entre el optimismo que vio sentarse en el banquillo a cientos de militares y varios civiles, y el escepticismo que sigue contabilizando víctimas crecientes de la violencia institucional. Es decir, cuando hablamos de “derechos humanos” lo hacemos sobre esos dos ejes: los juicios por delitos de lesa humanidad cometidos durante el terrorismo de Estado, con una cadena de mandos integral y jerárquica de principio a fin, y la violencia institucional del presente, que compromete a fuerzas de seguridad nacionales y provinciales, estamentos judiciales y autoridades políticas a distinta escala, de un modo atomizado e invertebrado. Si de la dictadura se juzga la acción criminal del Estado, en democracia se coloca el foco frente a cada gobierno para analizar sus acciones pero también, y sobre todo, sus omisiones. La democracia es un juego de Estado contra Estado, de organismos de control contra fuerzas de seguridad. El Estado en disputa.
Vivimos una década llena de nombres de nuevas víctimas de la violencia estatal dispersas en sus sentidos, aunque reagrupadas bajo el ala de una cultura institucional violenta. Si cada muerte en represión a la protesta social (durante los años 90, durante el gobierno aliancista y duhaldista) se guionaba como síntoma trágico del impacto del neoliberalismo (Víctor Choque, Teresa Rodríguez, José Luis Cabezas, Darío Santillán, etc.), los nombres de los “mártires sociales” de estos años recorren el territorio nacional mostrando procedencias y perfiles distintos de disputas desarticuladas: Carlos Fuentealba (docente neuquino asesinado durante una protesta), Julio López (víctima y testigo del circuito Camps), Luciano Arruga (sobre cuya desaparición y muerte está sospechada la Policía Bonaerense), Rubén Carballo (asesinado en un recital de Viejas Locas a manos de la Policía Federal), Mariano Ferreyra (asesinado por una patota sindical), Cristian Ferreyra (campesino de Santiago del Estero asesinado por una banda de sicarios bajo las órdenes de un productor sojero), o los muertos de la toma del Parque Indoamericano y las muertes durante los saqueos del 2013. O los tres jóvenes asesinados en 2010 por la policía de Bariloche en los barrios del Alto. Se trata de una larga lista que compromete docentes sindicalizados, testigos de juicios, campesinos que enfrentan sicarios de empresarios de la expansión sojera, militantes contra las tercerizaciones laborales, jóvenes que se niegan al “reclutamiento delictivo” de la policía, casi todos pobres.
Esta violencia no podría ser pensada como un plan sistemático, pero sí como un estado de situación institucional de las fuerzas de seguridad que la permite y reproduce articuladas por poderes económicos y políticos locales. A la vez, es un mapa de los conflictos sociales desplegados en Argentina y no contenidos en la conflictividad regulada del kirchnerismo. Si en los 90 las muertes constituían una versión de la sociedad resistente (veamos, si no, las películas de Solanas), en estos años ese relato se hizo estatal, y las muertes quedaron sin un relato que las englobe. La metáfora sugestiva de que “la bala que mató a Mariano Ferreyra rozó el corazón de Néstor” es un síntoma de esa pulsión narrativa que pretende colocar al Estado como centro (y cuerpo) de las tensiones. De hecho, el gobierno ha hecho desde el principio una bandera identitaria de la “no represión a la protesta social”, que tuvo impacto en el escenario clásico de protestas urbanas pero no en esta multiplicación de casos periféricos, ocurridos en los márgenes del territorio y el Estado.
Digamos más: la protesta social más dura que enfrentó el gobierno fue protagonizada por el “sujeto agrario” (las “patronales del campo”) e incluyó cortes de ruta, protestas, actos y sabotajes durante los largos meses del otoño/invierno de 2008. La respuesta oficial no fue la represión, por más agresividad simbólica que haya desplegado. Gobierno y campo se disputaron la calle y el relato, pero la población agraria del interior sojero, perteneciente a una clase productiva y “dominante”, no fue objeto de represión, dicho esto sin reduccionismos clasistas aunque también colocándolo a la luz. Las víctimas de la violencia institucional, estatal o paraestatal siguen siendo en su mayoría jóvenes y pobres.
Hay poca estadística confiable en materia de violencia institucional. La ausencia de datos es un enorme déficit que permite que cada quien genere datos propios, no siempre confiables. Por esta razón me centro en los datos de la Procuración Penitenciaria Nacional, un organismo creado estos años que cuenta con estadísticas confiables desde 2009. Su último informe anual muestra los casos de torturas denunciados en cárceles federales (judicializados y no, ya que si la víctima no quiere denunciar el organismo registra pero respeta la decisión). Las denuncias vienen creciendo: 113 en 2008, 197 en 2009, 204 en 2010, 403 en 2011, 441 en 2012 y 724 en 2013. Según fuentes del propio organismo, en todos estos años no hubo ninguna modificación de fondo o democratización en la formación de los agentes penitenciarios. “El accionar del Servicio Penitenciario Federal y de la policía se nutre de marcos regulatorios ambiguos y ajenos a los principios democráticos. Hay una cultura institucional que persiste. Por ejemplo el Servicio Penitenciario Federal realiza sus propios sumarios internos. Y si son llevados a juicio el Estado les paga un abogado, y así [existen] un sinnúmero de protecciones típicas de una fuerza de seguridad reñida con principios democráticos y una inoperancia alta del poder político de penetrar estas estructuras”, afirman en el organismo.
Los datos de la Comisión Provincial por la Memoria confirman la gravedad de la situación. Por su parte, un informe presentado por la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI, un organismo de abiertas críticas al gobierno, por momentos cuestionado por la forma en que procesa la información) dio cuenta de que, desde 1983 hasta 2014, se registraron 4.278 muertes por violencia institucional. Sobre esta cifra, elaborada por el propio organismo, se desprendían las proporciones del modus operandi de esos crímenes: 46% por gatillo fácil, 39% en cárceles, 1% mediante causas judiciales fraguadas, 2% en contexto de movilizaciones por protesta social, 8% intrafuerzas de seguridad y 1% en otras circunstancias. El 51% de los casos corresponde a menores de 25 años. Si se suman los menores de 35 años, llegan al 77% del total. En la provincia de Buenos Aires se registró el 45% de los casos (las policías provinciales son las responsables del 58%). Otras fuerzas de seguridad involucradas son el Servicio Penitenciario Federal (27%), la Policía Federal (10%) y efectivos de seguridad privada, Gendarmería y Prefectura (1% cada fuerza). El informe de la CORREPI destaca el crecimiento de este tipo de muertes en la última década.
Pasado y presente
Persiste en el presente un discurso que identifica los derechos humanos como una “gestión del pasado”, que distrae la atención pública “mirando para atrás”. Es una lógica deliberadamente confusa que asume que el juzgamiento de los delitos de lesa humanidad perjudica una política de represión del delito. Es una disputa de tiempos: pasado contra presente. Es una disputa de prioridades: juzgar al “Estado” o a “los delincuentes”. Y es una disputa simbólica: cargar las tintas sobre los uniformados o no. Como si en una puerta giratoria imaginaria cada militar preso fuera un preso común que se libera. Juzgar militares implicaría, según esta lógica, debilitar al Estado, negándole simbólicamente el monopolio del uso de la violencia. E implicaría sacar recursos de un lado –la Justicia de los delitos comunes– para trasladarlos a otros delitos que se considerarían más “ideológicos” y menos urgentes de castigar.
Berni usó el concepto central del populismo punitivo: los derechos humanos de los delincuentes. Una frase en la que reside la disputa más acalorada. Si los derechos humanos reivindican de alguien lo universal que esa persona tiene, es decir, su humanidad, la frase cancela la universalidad y la reemplaza por la “particularidad”, en este caso la condición de delincuente.
¿Cómo se tramita este tema en la campaña? Los tres principales candidatos presidenciales, más allá de sus diferencias, se muestran reacios a las grandes refundaciones. ¿Comprenden que reciben un tema “resuelto” a grosso modo, y que tocarlo, torcer el curso de las causas, significará pagar un precio muy alto? Scioli ya prometió la creación del Ministerio de Derechos Humanos como modo de coronar la institucionalización de un reclamo histórico de la calle en el Palacio. Macri habló de cortar el “curro de los derechos humanos”, en una referencia al investigado proyecto de vivienda “Sueños Compartidos”, y la frase tuvo un alcance generalizado que el candidato no aclaró. Massa propuso “cerrar la etapa”, aunque dijo que se haría “con justicia”, y se acomodó sobre un cierto “hartazgo” social en torno a los derechos humanos. Lateralmente, el secretario de Seguridad, Sergio Berni, también desdeñó la figura de la anterior ministra, Nilda Garré, con el argumento de que ella se preocupó por “los derechos humanos de los delincuentes”.
Pero Berni usó el concepto central del populismo punitivo: los derechos humanos de los delincuentes. Una frase en la que reside la disputa más acalorada. Si los derechos humanos reivindican de alguien lo universal que esa persona tiene, es decir, su humanidad, la frase cancela la universalidad y la reemplaza por la “particularidad”, en este caso la condición de delincuente. Digamos que en esta lógica los derechos humanos (de los delincuentes) son derechos para la minoría que delinque y desprotegen a las mayorías, que serían siempre “víctimas potenciales”. Porque los que delinquen –se presume– tienen las garantías del Estado que los debería castigar y al que las leyes “le atan las manos”; en cambio, las víctimas del delito carecen de garantías frente a sus victimarios. Según esta visión, los derechos humanos del pasado impiden el castigo del presente. En otras palabras, la víctima de un delito está más desprotegida frente a un victimario (delincuente) que lo que éste se encuentra frente al Estado. ¿Qué significa esto? La respuesta a una pregunta que nos acompaña desde 1983: ¿quién queremos que sea “peor”: el Estado o cualquier individuo?
No hay una causa social que explique la raíz del delito. Incluso visiones realistas y serias sobre esta década, como la de Gabriel Kessler, admiten que los avances sociales no aseguraron la baja del delito. A la vez, el contrapeso del garantismo frente al punitivismo extendido no implica desconocer la evolución compleja del delito: sus industrias, mercados, circuitos, tecnologías. Y mucho menos una sospecha generalizada acerca de que la policía es la gestora del gran delito, del que depende el pequeño delito. Es decir: si para algunos la delincuencia es sólo un problema de raíz social, y para otros es sólo un problema de autoridad pública, estamos ante un empate odioso. Como ilustración, retomo declaraciones del sociólogo Federico Lorenc Valcarce al diario Tiempo Argentino en abril del 2014, durante la fiebre de linchamientos vecinales a presuntos delincuentes: “Sería interesante volver a ciertas cuestiones clásicas de la criminología. Por ejemplo, tengo una actividad delictiva que es el robo de autos, otra que es la sustracción de carteras, otra que es el tráfico de drogas. Cada una de estas actividades tiene actores, motivaciones y lógicas específicas, articulaciones distintas con las actividades legales, con la policía y con la política. Si alguien dice que todo eso es inseguridad y que hay que aumentar penas y dar más plata a la policía, me siento estafado. […] El delito de los jóvenes seguramente se puede resolver con inclusión social. Pero si el problema es una banda mixta de policías y delincuentes profesionales con capacidad empresarial, el problema es otro. Ahí seguramente tenga razón Marcelo Sain, que piensa que una de las causas no dichas de la inseguridad no es la falta de policía, sino el desempeño de la policía como reguladora del delito”.
Consensos simultáneos
¿Cuánto demora una víctima de un robo o un crimen en pararse frente al micrófono y decir: “¿ Y mis derechos humanos?”. Esa aparente contradicción se subraya como si en estos años no hubieran convivido la violencia institucional con los juicios y castigos, la desaparición de Luciano Arruga con la prisión de Miguel Etchecolatz. ¿O acaso la condena al ex comisario bonaerense inhibió la existencia progresiva de casos de gatillo fácil o torturas en comisarías? El feriado del 24 de marzo, la masiva presencia juvenil en la marcha en recordatorio del golpe o el afecto social extendido hacia Estela de Carlotto no se relacionan automáticamente con una sensibilidad en el discurso del orden: conviven.
En este sentido, hay una desarticulación entre los consensos de los juicios sobre ese pasado y los consensos punitivos sobre la represión al delito. De todos modos, la política de verdad y justicia contribuyó a hacer mainstream una cultura antes identificada con la marginalidad política (la cultura de los derechos humanos), que produjo algunos resultados positivos como la creación del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura, una ley vigente que espera su puesta en funcionamiento. O el crecimiento institucional de organismos, como la citada Procuración Penitenciaria, que velan por los derechos de los presos. O la misma creación del Ministerio de Seguridad a nivel nacional (cuya gestión definió en muchos barrios metropolitanos la ubicación de gendarmes para quebrar la presencia tóxica de los “azules”). Se trata de la continua formación de cuadros técnicos profesionalizados que representan una garantía –incompleta, parcial– de que estos temas sigan existiendo en la agenda pública, pero que consagran una limitada capacidad de la clase política, ubicada en esto a la izquierda de la sociedad.
El consenso sobre el juzgamiento de los delitos de lesa humanidad del siglo pasado no disimula que los derechos humanos nadan contra la corriente y velan por el modo del castigo y de la pena que sufren en el presente aquellos sobre los que hay consenso y deseo de castigar. La ESMA recuperada no ayudó tanto a civilizar las cárceles comunes. Finalmente, no todo preso fue político.
Fuente: https://www.eldiplo.org/notas-web/entre-los-juicios-y-la-maldita-policia/