Cada vez siento más repulsión hacia la clase periodística. En realidad la siento hacia todos los colectivos profesionales cuyos miembros más activos y menos inteligentes suelen refugiarse en la impersonalidad de su asociación; asociaciones inventadas precisamente para amparar a tanto pusilánime. Si no es por esto, ¿para qué existen? Pero hay unos colectivos más odiosos […]
Cada vez siento más repulsión hacia la clase periodística. En realidad la siento hacia todos los colectivos profesionales cuyos miembros más activos y menos inteligentes suelen refugiarse en la impersonalidad de su asociación; asociaciones inventadas precisamente para amparar a tanto pusilánime. Si no es por esto, ¿para qué existen?
Pero hay unos colectivos más odiosos que otros. No es lo mismo una Iglesia, una secta, un club, un partido político o una agrupación de profesionales de pretendida dignidad pero prescindibles, que una corporación de los que se consideran a sí mismos indispensables y además indiscutibles. A esta clase de asociaciones pertenecen el periodismo y los periodistas.
En efecto, en la sociedad podemos prescindir del médico, del abogado y del cura pero no podemos prescindir del periodismo y de los periodistas. Están metidos en todo, todo lo fiscalizan; en todo, menos en lo que debieran. Nunca los grandes pufos, los desfalcos, los abusos de empresas, incluidas las mediáticas y sus agencias con sus empleados, los excesos de las policías y de otras instituciones son denunciados por los periodistas. Los periodistas se limitan a exprimir los escándalos puestos en marcha por venganzas o escrúpulos tardíos de los particulares. Si fuera de otro modo, hace muchos años que los gigantescos abusos urbanísticos en las costas españolas, por ejemplo, habrían pasado profusamente a las primeras páginas de los periódicos y de los informativos televisivos. Pues quince años hace que se presentaron las primeras denuncias en Marbella sin que ni periódicos ni televisiones les diesen la más mínima importancia; siendo tan estruendosos los atropellos, los destrozos y las fechorías en aquel municipio como luego se ha puesto de manifiesto…
Hablan constantemente los periodistas, entre ufanos y engreídos de su función como contrapoder del poder legítimamente constituido. Y al tópico ya insufrible recurre una vez más el secretario general de Uteca, entidad que agrupa a las televisiones privadas. Lo hace en esta ocasión para responder a Rosa Regás, directora de la Biblioteca Nacional, quien ha hecho crítica justa de los excesos y tendenciosidad de los medios, posicionados sin excepciones del lado de la oposición.
Esto, lo que dice Rosa Regás, debiera haber sido destacado por la propia prensa si fuera alguien en ella minimamente objetiva. Pero no lo ha hecho ni lo hace. En este país ni una sola voz autorizada de autocrítica se puede escuchar acerca de las desmesuras del pretendido contrapoder que acaba siendo el primero. Desmesuras en las que además incurre con inviolabilidad e irresponsabilidad de hecho, pues sólo de vez en cuando algún juez despistado da un tirón de orejas con una irrisoria multa a algún medio que se ríe de ello…
La autocensura que ejercen los medios es prácticamente nula. Ese ‘deber’ de informar al público que -dicen- lo pide, se ciñe apenas sin barreras a las andanzas y privacidad de personas y personajes públicos que o se resisten inútilmente a su propuesta proxeneta o acaban prostituidos por ellos.
Los medios y los periodistas, al menos en España, no tienen freno ni lo quieren tener. Es tal su soberbia, su influencia y su dominio, que ni ellos mismos saben qué hacer con su poder. Actualmente la sociedad en su conjunto depende mucho más de ellos y de su penetración en conciencias y mentalidades que la que ejercía el clero durante la dictadura franquista.
El poder mediático, televisual o impreso es mucho más que un Parlamento, que un gobierno y que el poder judicial. Y ellos, medios y periodistas, lo saben y lo explotan. Por eso, por la animadversión que genera todo abuso de poder de cualquier clase, se hace tan odioso el periodismo y tan repulsivos sus profesionales. Ya es hora de que en España se tomen medidas enérgicas para poner bridas a los periodistas, habida cuenta que no son capaces de poner puertas a su propio campo.