De pronto, se ha sabido lo que ya se sabía: que en Iraq no había armas de destrucción masiva, que siempre se había sabido que no las había y que Bush y sus cómplices mintieron a la opinión pública ayudados por un ejército de periodistas y, por supuesto, de propietarios de medios de comunicación. O […]
De pronto, se ha sabido lo que ya se sabía: que en Iraq no había armas de destrucción masiva, que siempre se había sabido que no las había y que Bush y sus cómplices mintieron a la opinión pública ayudados por un ejército de periodistas y, por supuesto, de propietarios de medios de comunicación. O sea, lo que muchos sabíamos ya desde el principio. La novedad es que quien ahora lo ha ratificado es Scott McClellan, el ex secretario de prensa de la Casa Blanca, es decir, uno de los fundamentales artífices de la patraña. Hay tanta hipocresía en la indignación suscitada por sus revelaciones que es imposible saber qué es lo que ha sentado tan mal, si lo que ha contado, el hecho de que lo haya contado o que lo haya contado en periodo electoral. ¿O quizás, simplemente, que haya salido a la luz el papel de la prensa en la construcción y la propagación de esta mentira? Los medios de comunicación (y no sólo los estadounidenses) han sido cómplices de una matanza en la que han muerto centenares de miles de inocentes. Sin su colaboración, la guerra no habría sido posible.
En su último libro («Medios violentos. Palabras e imágenes para el odio y la guerra»), Pascual Serrano señala con acierto que los medios de comunicación no sólo se comportan como un cuarto poder que suplanta cada vez más al resto de los pilares del Estado de Derecho. El verdadero problema está en que se trata del único poder que no tiene contrapeso. El gobierno tiene un contrapoder en la oposición. El empresario, en los sindicatos. El poder ejecutivo, el legislativo y el judicial se limitan mutuamente y se obligan a ceñirse a la Constitución. Pero el poder que tienen los medios de comunicación para apropiarse del uso de la palabra en el espacio público carece por completo de contrapeso. Esto ha hecho que ciertas mentiras sean imposibles de combatir. ¿Cuáles? Todas aquellas que convengan en general a los grandes consorcios empresariales de la prensa privada. Y son muchas las mentiras en las que los oligopolios mediáticos no tienen interés en llevarse la contraria, pues las grandes empresas, por mucho que compitan entre sí, no dejan por ello de ser lo que son: grandes empresas.
Un ejemplo llamativo de unanimidad fue el apoyo que la prensa española prestó al golpe de estado contra Hugo Chávez en abril de 2002. Todos los medios de comunicación difundieron entonces varias noticias falsas que ya entonces sabían falsas (Le Monde Diplomatique había demostrado -después lo harían los Tribunales- la falsedad de la principal, el famoso tiroteo a los manifestantes opositores). Los más importantes diarios españoles mintieron, jalearon y apoyaron un golpe de estado que, de haber triunfado, habría provocado sin duda una guerra civil, un río de sangre que todavía seguiría corriendo a día de hoy.
El libro de Serrano presenta mil y un ejemplos: llamamos libertad de prensa a que unos cuantos grupos empresariales pueden mentir con un ejército a toda la población, sabiendo que no encontrarán enfrente más que unas cuantas páginas web para grupos marginales. A esto es a lo que Berlusconi llama libertad de prensa (y a lo que solemos llamar libertad de prensa).
Esta impunidad para la mentira a veces convierte a la prensa en un arma criminal al servicio de unas cuantas grandes fortunas. ¿Qué remedio tiene este cáncer de nuestras democracias? ¿Habría que fiscalizar la información, que vigilar judicialmente la objetividad? En primer lugar, eso es imposible, y en segundo, ¿quién vigilaría a los guardianes de la imparcialidad? ¿Y como podría hacerse sin incurrir en la censura?
La solución no es coartar la libertad de expresión sino fortalecerla. Y la fórmula es muy simple. Se trata simplemente de instituir la independencia profesional del periodista, del mismo modo que los profesores tienen libertad de cátedra y los jueces tienen blindado el ejercicio libre de su función. En el terreno de la enseñanza, la libertad de cátedra termina en el ámbito de la enseñanza privada, donde un profesor puede ser despedido por no ceñirse a los dictados de la empresa que le contrató. En el ámbito de la Justicia se consideraría obviamente una catástrofe que los jueces pudieran ser cesados por dictar sentencias que no convinieran a determinados grupos empresariales. En ambos casos la libertad de cátedra y la independencia judicial se soportan en el carácter estatal de dichas instituciones.
La idea de estatalizar la prensa, sin embargo, se considera siempre una extravagante ocurrencia totalitaria. Se confunde aquí muy interesadamente la idea de una prensa estatal con la de una prensa gubernamental. Es tan absurdo como decir que la enseñanza pública es gubernamental o que es una ocurrencia totalitaria. Lo mismo que sería pretender que, como siempre se corre el peligro de que el gobierno manipule el poder judicial, lo mejor sería… ¿qué? ¿una justicia privada? Una prensa privada es tan incompatible con la libertad de expresión como una justicia privada sería incompatible con la justicia.
Los periodistas deberían acceder a los medios de producción de información y comunicación a través de un sistema de oposiciones, con tribunales que juzgaran en sesión pública según baremos aprobados por el poder legislativo. Deberían poder ejercer su función sin temor al despido, por periodos también acordados por la ley. De este modo, habría tanta libertad de prensa como libertad de cátedra en la enseñanza pública. En la situación actual, hay tanta de la primera como de la segunda en la enseñanza privada: ninguna. En estas condiciones, si no hay censura es porque no hace falta: la verdadera censura es el paro, todos los periodistas que jamás serán contratados o que serían despedidos nada más escribir una línea.
Una prensa estatal podría convivir con la prensa privada, siempre y cuando, por supuesto, legislaciones implacables prohibieran la financiación de los medios de comunicación por procedimientos que sobrepasaran los que tiene a su disposición cualquier ciudadano medio. Y el dinero de la publicidad tendría que ser recaudado por el Estado y administrado según la Ley.
Quizás otros quieran otra cosa. Pero, así tendríamos libertad de prensa, en lugar del derecho de unos cuantos oligopolios mediáticos a apropiarse del uso público de la palabra.
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