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Estrategias comunicativas para una masacre

Fuentes: Brecha

De la tragedia de Londres no hay imágenes ni de cadáveres ni de sangre y, a pesar de la atribución a Al Qaeda de los atentados, se rechaza rotundamente la conexión con la matanza iraquí. Es una precisa estrategia comunicativa. Vacila a cambio la estrategia vaticana contra el choque de civilizaciones

En la tarde y madrugada del 7 de julio miles de redacciones periodísticas en el mundo han buscado sin éxito una imagen simbólica de las masacres de Londres. Pues, ¡no había!

Aquella vana búsqueda fue originada por una precisa y probablemente ponderada y preventiva decisión conjunta de los grandes medios británicos, del Ministerio de Interior y de los organismos policiales. No hay fotos de las duras, no hay detalles desde adentro del metro, ni cadáveres, ni sangre, humo, mochilas abandonadas, destrozos. Ni siquiera hay escenas de desesperación, pocas de gente que llora. La totalidad de la prensa mundial, el viernes como en los días sucesivos, ha utilizado fotos de heridos leves, en condición de caminar, y algunas fotos del autobús de la línea 30, tomadas con zoom desde considerable distancia. No está dicho que no esté bien pero del 7 de julio londinense no quedará una foto símbolo como el avión que se estrella contra las torres o el albatros que se hunde en el petróleo o otras fotos históricas que simbolizan el gueto de Varsovia o el guerrillero español de Robert Capa.

Aunque nadie dude de la libertad de prensa británica, el sistema mediático de este país está muy centralizado sobre la BBC, otro par de canales televisivos nacionales y un puñado de grandes diarios, Times, Guardian, Independent, Observer. Si está en juego un sentimiento nacional y la percepción de un enemigo externo, no es difícil para estos pocos medios autorizados orientar la opinión pública hacia una percepción común que aparece severa y digna. No estaba dicho que así fuera, ni que esta fuese realmente la idiosincrasia del país si se piensa en la duradera locura colectiva frente a la muerte de Diana Spencer. Estamos así ante una elección comunicativa con rasgos muy distintos y más complejos de la estadounidense del 2001 y de la española del 2004.

El 11 de septiembre el sistema mediático del país y del mundo cabalgaron la conmoción colectiva hasta el paroxismo. Nada de toda la sangre, el humo, el polvo, la desesperación que había, fue ahorrado al televidente. El clamoroso atentado fue inmediatamente clasificado como el peor crimen de la historia de la humanidad, un golpe a sangre fría por un enemigo que simbolizaba el demonio. Todo preludia a la necesidad y a la justeza de una «justicia infinita» administrada por las manos del Presidente de Estados Unidos. El 11 de marzo español fue comunicativamente más desafortunado. Las mentiras de Aznar, que pretendió culpar la organización vasca ETA, eran tan groseras y descaradas que el Partido Popular resultó duramente castigado por los electores el domingo siguiente.

Sin embargo, la estrategia del gobierno Aznar vertía en los mismos elementos de las estrategias comunicativas de los dos países anglosajones. Primero: hacer pasar al gobierno y no sólo la ciudadanía como víctima. Segundo: tergiversar sobre las motivaciones de los terroristas. Tercero: apuntar a la diabolicidad de un enemigo en guerra contra nuestra sociedad abierta. Cuarto: mezclar elementos distintos, cosas ciertas, mentiras descaradas y no dichos para procurar compactar la opinión pública al lado del gobierno. La aprobación de Bush superó durante semanas el 90 por ciento. La de Blair ha subido rápidamente en estos días, llegando a rondar el 49 por ciento, mucho para un líder que ganó las últimas elecciones sólo por falta de alternativas.

Tanto fue grosero el juego de Aznar como sutil resulta el de Blair. Sin embargo para los dos lo fundamental fue rechazar la idea que el motivo desencadenante de los ataques en el corazón de Europa haya sido la guerra. En la estrategia comunicativa británica hay un corpus complejo de elementos. La sobriedad está justificada con la necesidad de confinar el dolor a la esfera privada. La no exposición del cuerpo de las víctimas contribuye por un lado a suavizar el trauma social y por el otro a evitar que los autores capitalicen sus dudosos éxitos. La sociedad estadounidense, alimentada por los medios, reaccionó al 11/9 con una repugnante plétora de más de 200 asesinados de personas con rasgos físicos árabes. Decenas de taxistas de religión sikh, murieron así. Fue un pogromo -olvidado por los medios- que no se repitió en España y no se está repitiendo en Gran Bretaña.

A las motivaciones psicosociales hay que sumar otro elemento. Los británicos han sido conducidos a revivir uno de los momentos más gloriosos de su historia, que sienten parte positiva de la idiosincrasia nacional. Con el «efecto Churchill», que Tony Blair ha citado repetidamente, la sociedad ha sido llamada a la misma compostura mostrada frente a los bombardeos nazi en plena segunda guerra mundial. La mitad Este de la ciudad fue completamente destruida, hasta Buckingam Palace fue golpeado dos veces y sin embargo la imagen que el país quiso dar fue de absoluta normalidad, con teatros y restaurantes llenos. Son los ingleses que no se hicieron invadir los que se pretende reproducir hoy.

A estos elementos, en su mayoría positivos, ha sido necesario ofrecer algunos elementos colaterales de tergiversación para completar la imagen ofrecida a la opinión pública interna u internacional. Blair, como Bush, han manipulado la interpretación de los atentados como consecuencia del presunto compromiso del G8 a favor de África. Como para su ex-cómplice Aznar no era conveniente conectar los muertos de Madrid y Londres con los muertos de Bagdad. En estos días miles de opinólogos en todo el mundo repiten de manera taladrante este mensaje: el Irak no tiene nada que ver. Es el mismo mensaje del 11 de septiembre: ¿por qué nos odian tanto? La BBC, dócilmente, durante toda la tarde del día 7 ha contribuido a proyectar esta imagen hasta atribuir repetidamente los atentados de Madrid a la voluntad de Osama Bin Laden de reconquistar la península ibérica después de la caída de esta en 1492. Es un testimonio que contribuye a desvirtuar la imagen de la BBC de órgano autorizado y independiente. Conforma otra, de órgano tendencioso y parcial. Si Madrid 2004 fue la venganza por la caída del Reino de Granada y Londres fue contra las ayudas a los niños hambrientos de África podemos temer que algún día a la autorizadísima BBC convendrá atribuir la caída de las Torres Gemelas a los indianos Mohawks, que poblaban Manhattan hasta el siglo XVII.

UN MISTERIO ANTICRISTIANO En la tarde del jueves, los observadores más atentos, percibieron como un terremoto el primer comunicado salido desde el Vaticano sobre los atentados de Londres. A las 13.45 las agencias atribuyen al Papa Joseph Ratzinger, en una carta al Cardinal de Londres Murphy O’Connor, la definición de «anticristianos» para los atentados.

Es un giro de 180 grados respecto a la política de su predecesor, Karol Wojtyla. Este había rechazado en todo momento la idea del choque de civilizaciones y religiones impulsada por los neoconservadores y los gobiernos anglosajones. Tanto después del 11 de septiembre 2001 y del 11 de marzo 2004, como frente a las agresiones a Afganistán y Irak, Juan Pablo II había sido la voz más alta en distinguir claramente entre los presuntos responsables de atentados y el Islam como religión y oponerse a las guerras desautorizando la tentación de muchos en los dos bandos de presentar las guerras como conflictos interreligiosos y evitar que el mundo musulmán pudiera considerar todo el mundo cristiano como agresor.

En pocos minutos el comunicado da la vuelta al mundo, se reproduce y llega a la boca de miles de políticos y comunicadores que no esperaban otra cosa para martillar -con bulla pontificia- sobre la guerra declarada por el Islam a toda la cristiandad. A los pocos minutos el Vaticano publica la carta en el sitio internet. A la palabra «anticristiano», se sustituye el término «barbárico», totalmente neutral. No hay ninguna desmentida ni nada que agregar: para el comunicado oficial los atentados no fueron anticristianos sino barbáricos. Si fue un error es un desastre, quizás el más grave en décadas de parte de la diplomacia vaticana y silenciosamente alguna cabeza rodará en la oficina de prensa pontificia. Sería una muestra de frivolidad que podría tener consecuencias gravísimas sobre la autoridad del Vaticano mismo como mediador en los conflictos que involucran a Oriente Medio y el mundo musulmán. Si fue un ballon d’essai estaríamos a la víspera de un cambio insólito, radical y peligroso de la diplomacia vaticana con el nuevo Pontífice. La interpretación que se puede dar es que Benedicto XVI no descarte que, en el caso se hagan endémicos los atentados en Europa, pueda hacer una plena elección de campo a lado de las potencias occidentales. No sabemos aún si Ratzinger tenga la vocación para ser un nuevo Urbano II o Inocencio III, los papas que proclamaron la primera y la cuarta cruzada en 1095 y 1198. Sin embargos sabemos que por un lado la idea de Occidente y de las raíces cristianas de Europa están profundamente arraigadas en su pensamiento y por el otro que todo el discurso vaticano sobre Londres -a pesar del desliz «anticristiano»- siguió sigilosamente los pasos conciliatorios de su predecesor.