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Etica y periodistas

Fuentes: Rebelión

Siempre que se habla de ética, nos referimos a las costumbres, al modo de comportarse el ser humano, a su conciencia moral. Como cualquier grupo profesional, los comunicadores profesionales, los periodistas, tienen también sus mores, sus costumbres, derivadas de prácticas útiles. Estas cambian a medida que lo hacen las técnicas de producción. Por eso conviene […]

Siempre que se habla de ética, nos referimos a las costumbres, al modo de comportarse el ser humano, a su conciencia moral. Como cualquier grupo profesional, los comunicadores profesionales, los periodistas, tienen también sus mores, sus costumbres, derivadas de prácticas útiles. Estas cambian a medida que lo hacen las técnicas de producción. Por eso conviene comprobar de vez en cuando si se siguen dando en la realidad las premisas de la ética profesional.

Esto no es tan sencillo como parece. Cada ética profesional tiene sus peculiaridades, que no concuerdan necesariamente con las costumbres generales. Los seres humanos tienen la capacidad de alternar, de hacer algo o dejar de hacerlo, y es su cultura subjetiva, su sistema de valores, quien les dice lo que deben hacer.

A pesar de la simbiosis entre los periodistas y sus medios, la decisión es siempre subjetiva. La ética apela al individuo para abordar un asunto según su conciencia, su convicción y su fe. Decir «no» es siempre más difícil, porque la negación se contradice con el deseo de apropiación y dominio. Por eso apenas hay periodistas que se nieguen a rechazar la invitación a un viaje o a una recepción oficial. Por eso hay tantos gourmets y tan pocos ascetas entre los periodistas. Pero la sociedad de consumo corre el peligro de devorarse a sí misma. Su voracidad puede llegar al extremo de que en algunas farmacias de Hollywood y Los Angeles se vendan por 30.000 dólares (cito de memoria) tenias que los ricos se meten en el cuerpo para seguir engullendo sin verse obligados a hacer dietas de adelgazamiento. Son pocos los periodistas y profesores que, como W. Abendroth y Harry Pross, han llamado la atención sobre las consecuencias de este tipo de sociedad.

En comunicación, el gran negocio lo ha hecho la prensa del corazón y los programas de entretenimiento, esto es, los contenidos que excluyen la responsabilidad propia, el comportamiento ético. Lo que se ha impuesto como criterio de calidad periodística es la especulación sobre un gusto difuso y nivelado del público.

Las quejas sobre la dependencia de los periodistas respecto del capital no constituyen ninguna novedad. Karl Bücher definía ya a principios de siglo el periódico como un texto que se redacta para vender espacio publicitario. Lord Nordcliffe, el magnate de la prensa inglesa de aquella época se expresaba así: «Dios enseñó a los hombres la lectura para que yo pueda decirles a quien deben amar, a quién deben odiar y lo que deben pensar.» El viejo liberal alemán Paul Sethe definía la libertad de expresión en 1965, en una carta dirigida al Spiegel, en estos términos: «La libertad de expresión es la libertad de 200 ricos a difundir su opinión».

Durante la Guerra de Vietnam, la TV norteamericana, regida por criterios comerciales y alimentada con programas de entretenimiento, dejó un minúsculo espacio de las noticias y del comentario político a un pequeño sector opositor de intelectuales de izquierda, líderes religiosos y académicos. Y fue el efecto de éstos, y no el de los medios, el que se impuso. El gobierno aprendió bien la lección y en la Guerra del Golfo de 1990 sólo permitió a corresponsales políticamente «limpios» informar de la guerra «limpia» en la «tormenta del desierto». En la actual, iniciada en marzo de 2003, el Pentágono y el Gobierno fundamentalista de EUA mantiene todavía la prohibición de que periodistas ajenos accedan a las actuaciones de los militares, a las cacareadas elecciones libres, a los datos sobre víctimas, las cárceles, torturas asesinatos y saqueos, etc., cometidos por sus tropas, y si es necesarios se liquidan a los periodistas que contravengan su política de ocultación. Los informadores extranjeros también tienen dificultades para acceder a los lugares devastados por el huracán Katrina y desarrollar su trabajo.

Sirvan estos ejemplos para ilustrar la complejidad de la situación según el punto de vista desde el que se juzgue, ya sea económico, político o comunicacional. Con el tiempo, los diferentes grupos participantes desarrollan comportamientos morales específicos con arreglo a leyes propias, que les sirven de pertenencia o exclusión.

Frente a esto, la ética se presenta como una relación invariable del individuo con algo absoluto y metafísico. Como doctrina de la acción correcta apela siempre a la libertad del ser humano para decir sí o no.

Como, profesionalmente, tienen que tratar con distintas prácticas morales, debido a la fluctuación de los grupos sociales, los periodistas se ven constantemente confrontados con las imprecisiones de esas costumbres. Y el periodista nunca tiene tiempo para la precisión, para indagar más a fondo. La economía de señales y la coacción de los plazos son, como se sabe, instancias morales de la profesión periodística. Los periodistas carecen de presente, viven siempre del pasado o del futuro. Su biotiempo está ocupado por cómo va a aparecer mañana su trabajo en el medio correspondiente. La moral profesional se orienta por los efectos comunicativos de ayer. ¿Qué lugar queda para la ética de la responsabilidad personal de la comunicación presente?

La coacción de los plazos y la economía de señales obligan a dejar de lado las decisiones éticas, incluso en la era de los medios electrónicos. Si revolución significa que un grupo toma el poder y encuentra seguidores dóciles durante cierto tiempo, resulta entonces que la revolución electrónica disfruta su victoria desde hace años: jamás se alcanzó simultáneamente con el mismo mensaje audiovisual a tantas personas en tan poco tiempo. Reduce su campo de percepción elemental, directa, a la pequeña caja rectangular del televisor, que se presenta enmarcada, arriba-abajo, derecha-izquierda, claro-oscuro, rápido-lento, ahorrando a los telespectadores esfuerzo perceptivo e impidiéndoles pensar.

En este contexto es importante que el entramado electrónico, la red, limite con imágenes el campo de acción subjetivo. Como falta la relación primaria, personal, no se da la necesidad de actuar. Todo lo que se hace es estar sentado. La ética, como doctrina de la acción correcta, resulta innecesaria, no encuentra demanda. La red electrónica reduce el valor de mercado de lo más cercano, al limitar las acciones directas que se puedan tener con ello. En vez de hablar con las personas se habla con el ordenador o con la pantalla. En la era de los telespectadores la autoridad dimana de la contemplación, y ésta del primer plano. Y, como se sabe, el primer plano beneficia a quien ocupa el puesto oficial, al presidente, ministro o presentador de turno.

Los medios se interponen en los fines de la política y de la economía porque son muy aptos para ocupar el biotiempo de los sujetos. Por eso son un instrumento de poder. Formalmente, el Estado se presenta, según la vieja sociología, como una institución de derecho que una minoría victoriosa impone a la mayoría a fin de administrarla, esto es, gestionar su explotación. Administrar significa apropiarse a la larga del fruto del trabajo de la mayoría con el menor gasto propio posible. Para esto se requieren medios de comunicación que renueven constantemente la imago.

El modelo de «sociedad libre de marcado» ha intentado incrementar la porción de los administrados en el producto de su trabajo. Pero no ha podido impedir que la minoría explotadora de los recursos eluda el control estatal. Cuando lo cree conveniente para sus intereses, esa minoría, vale decir, esos consorcios transnacionales, se busca objetos de explotación más baratos en otros Estados.

Bajo la concepción sociológica del Estado, la ética profesional de la comunicación social está predeterminada por una doble dependencia. Por un lado, los periodistas dependen de la minoría administradora-explotadora, puesto que ésta financia la tecnología. Por otro, dependen del Estado, puesto que están sometidos a sus leyes.

Los representantes estatales y la minoría explotadora comparten el interés común de impedir aquello que pueda perturbar su colaboración. Tales trastornos pueden darse en los comunicados de prensa que hablen de las diferencias, de los favores recíprocos, etc. Al fin y al cabo navegan en el mismo barco. Los periodistas deben tratar estos asuntos puesto que forman parte del personal simbólico de la sociedad. Junto con las jerarquías religiosas, literarias, artísticas y académicas, este personal simbólico garantiza la cohesión y el proceso temporal del todo. Los diferentes códigos en que esto se hace constituyen conjuntamente la cultura.

Los derechos fundamentales de la libertad de credo, de expresión, de prensa y de reunión son sus postulados jurídicos. Pero esto no significa, ni mucho menos, que se lleven a la práctica. Pueblos que no han sido libres durante mucho tiempo tardan en desprenderse de los uniformes y las medallas. La educación para la libertad, incluida la libertad para comunicar, es algo que nunca acaba.

La relativización del prójimo a través de los medios electrónicos, la facilidad y rapidez con que se puede conectar electrónicamente con él, no ha fomentado la libertad, pero sí la adaptación a los usos de la explotación. Lo que hace 30 años rechazaría cualquier redactor, porque su ética profesional le impedía presentar como noticias reclamos publicitarios, ocupa hoy día una parte considerable del espacio redaccional y del tiempo de emisión.

Como ejemplo puede servir la irresponsable proporción que ocupan las noticias del deporte profesional lucrativo. Carecen de valor informativo, en el sentido de dirección del comportamiento, pero sirven para crear imagen. El mensaje es siempre el mismo: «Uno tiene que ganar». Informar sobre el valor de cambio de futbolistas y entrenadores no tiene nada que ver con la comunicación social, con el intercambio social de conocimientos y sentimientos a fin de dominar el entorno. No es sino incitación a la magia de adquirir la superioridad de los vencedores etiquetados a traves de logotipos personificados. Ya no compite el equipo A contra el equipo B, sino la leche X contra el refresco Y. Los programas de TV los deciden. e incluso los hacen, los patrocinadores, con lo que los periodistas y presentadores se pasan el tiempo presentando y publicitando sus productos. Como audiencia publicitaria, el público paga su propio adoctrinamiento. La profesión periodística se deshace.

Se puede objetar que la gente así lo quiere. Pero la verdad es que carecen de opción real. ¿Cómo va a desear lo que no se ofrece? Si fuese cierto que la gente tiene lo que pide, habría que preguntarse entonces por qué la gente aplaude su propia depauperación espiritual, cómo se forman los gustos, quiénes los determinan, etc. ¿Cómo va a querer la gente otra cosa si la consciencia se nutre de la experiencia?

Aún es demasiado pronto para vislumbrar los daños a largo plazo que pueden producir las ofertas niveladoras de entretenimiento y los programas que distraen de lo político. Es probable que no sean inferiores a la reducción de la responsabilidad propia, inducida por la presión constante a satisfacer inmediatamente unas necesidades y crear otras nuevas a fin de mantener el status social.

A juzgar por la propaganda que se les hace, por el espacio que ocupan en los medios y los libros que se les dedican y premian, parece que las redes mundiales de ordenadores (Internet es un buen ejemplo) son las que dictan las nuevas reglas del juego para las empresas, la economía y el estado, que los señores del ciberespacio, como Bill Gates, determinan el programa. 50 años después del primer ordenador, la empresa californaiana «Sun» tuvo en 1994 unas ventas de seis mil millones de dólares con el paso a las redes. Cierto, estas redes permiten a sus usuarios reducir a la mitad el tiempo de las actividades estudiadas. ¿Pero de qué sirve esto a los 40.000 niños que cada día mueren de hambre en el mundo? Las TIC (Tecnologías de la Información y la Comunicación) no han cambiado todavía la brecha entren ricos y pobres del mundo. He aquí el cuadro que ofrece el número de julio-agosto de 2005 la Monthly Review de Nueva York:

De entre los 6,400 millones de habitantes del planeta:

Casi la mitad de la humanidad (3.000 millones) sufren desnutrición. Esta mitad de la humanidad vive con lo que se puede adquirir por 2 dólares en los EUA.

De los 3.000 millones que viven las ciudades, 1.000 millones viven en chabolas.

Mil millones no tienen acceso a agua limpia.

Dos mil millones carecen de electricidad.

Dos mil quinientos millones no tienen agua corriente en sus viviendas.

Mil millones de niños, la mitad de los del mundo, sufre una privación extrema debido a la pobreza, la guerra y las enfermedades, incluido el SIDA. Sin olvidar los 25-30 millones de niños que viven abandonados en las grandes ciudades latinoamericanas a a quienes se mata porque perturban la estética urbana.

Hasta en los países ricos, como ha demostrado el huracán Katrine, grandes masas de la población carecen de alimentación suficiente. Cuatro millones de familias se privan de una comida al día para que puedan comer otros familiares.

No obstante, «el peor despilfarro», responden los señores del ciberespacio, «son las personas que no trabajan de manera rentable y que realizan trabajos sin sentido. Por eso tenemos que racionalizar e invertir el dinero ahorrado». (Palabras de Scott McNealy, de la Sun Corporation.)

Técnicamente, la conexión a la red es una cuestión de la capacidad del ordenador y del ancho de banda. Sociológicamente es una cuestión de la revolución cultural. Desde el punto de vista de la explotación económica se trata de qué minoría se enfrenta anónimamente a la mayoría a fin de hacerla trabajar «de modo rentable» para ella. ¿De qué sirve entonces el Estado?, podemos preguntarnos. En efecto, su dignidad como institución de derecho desaparece. Cuando el Estado ya no puede proteger a sus ciudadanos de la explotación extranjera, ni garantizar los derechos básicos de sus ciudadanos se erosiona su derecho.

Por depender de los avances de la tecnología de la comunicación, los periodistas pertenecen a los estamentos medios. Como se sabe, éstos son los primeros en perder poder adquisitivo. El hecho de que no se les considere totalmente superfluos se debe a su papel como mediadores y como consumidores. También las personas que no desempeñan un trabajo rentable y que, por tanto, son un «despilfarro», necesitan poder adquisitivo para consumir.

La ética grupal de los señores del ciberespacio es inaceptable por inhumana. Niega la relación de cada individuo con el principio superior de la solidaridad, a la que todo ser humano y la propia humanidad debe su existencia. Y, a la larga, esto no lo han permitido los seres humanos. Se dice que el ciberespacio convierte al mundo en una aldea, y a la aldea en una jungla. Pero el mundo no se convierte en una aldea, claro está. Pues la aldea es un espacio lleno de contactos elementales, directos, unidos por una memoria colectiva.

Lo que sí puede hacer el modo actual de producción de comunicación es contribuir a ensanchar este desierto electrónico, la soledad, esto es, la incomunicación. Que cada periodista se pregunte, como si en ello le fuera la propia vida, hasta qué punto sus textos y sus imágenes enriquecen el biotiempo de los muchos a quienes van dirigidos.