La ultra-neoliberal y ultra-conservadora, la del búnker judicial, la que sueña en fascismo. La de la tiranía del poder financiero, por medio de la deuda, del FMI. La de las familias del poder militar de la dictadura. La del cuarto poder mediático. La versión autóctona de Trump en 2016, Bolsonaro en 2018. La desposesión avanza, la libertad retrocede.
Ganó la agenda de la ultra-derecha internacional. En el photoshop concreto del producto discursivo local, se atenuó la familia, se eliminó el brillo de la religión y se añadió el ingrediente necesario, especial y distintivo del proyecto político-económico neoliberal de los años 80 (las divisas tatcheristas: “No hay alternativa”, “La sociedad no existe”) mediante una fanática y anacrónica apología del credo de Hayek, Friedman y compañía llevado hasta el absurdo. Se trata de abrazar “la magia del Mercado”.
Ganó el cinismo de la libertad y el autoritarismo, combinando la mitología de un pasado glorioso a lo Trump (“Make America Great Again”, en este caso volver al siglo XIX), el adanismo populista de los supuestos “nuevos” en política (la fantasía de destruir y construir un país ex-novo) junto con el negacionismo y la reivindicación de la dictadura.
Ganó el perverso y audaz significante “cambio” (lo único que no podía defender Massa) que conectó con el sentir nihilista hegemónico en estos tiempos, con ecos del 1 a 1 menemista y del “que se vayan todos” del 2001. Ganaron la batalla cultural la in-moderación de los que aparecen como una nueva síntesis de las derechas (liberales y conservadoras-tradicionales) en una nueva extrema-derecha autoritaria.
Ganó el nihilismo. La respuesta desarmada ante la falta de respuestas. La última encuesta realizada por CELS reflejaba que la mayoría de sus simpatizantes no estaban de acuerdo con sus propuestas, y aún así. Patearon el tablero y ganaron. (Cuando la vida social, las opciones de una vida digna de ser vivida están desvalijadas, patas arriba, quien patea el tablero gana).
En un escenario de fractura social, expansión de la pobreza y crisis económica que se antoja como insuperable, se le suma un proceso de crisis política: crisis de representación en general, crisis del peronismo como espacio político en particular, fragmentación y debilitamiento de la organización de la clase trabajadora y una radicalización ideológica fascistizante. De las elecciones del 22 de octubre pasado salieron las dos fuerzas que disputaron el balotaje: la cara más moderada y conservadora del establishment justicialista entonando gobernabilidad, y la cara menos moderada y más reaccionaria de un espectro político evidentemente derechizado. El primero –el hasta ahora ministro de economía y artífice del ajuste en curso Sergio Massa– ha sido visto como el último soldadito en pie de lo que representa un lento e implacable deterioro de las condiciones de vida de las clases populares y las clases medias, último comodín de un espacio político desdibujado. Frente a él, un monigote mediático hasta hace tan sólo unos años, un hombre dibujado o más bien una motosierra pegada a un hombre –una imagen chata, plana, bidimensional, más allá de cualquier palabra o pronunciamiento– se ha convertido, vía elecciones, en el próximo presidente de la Argentina.
El domingo ganó la oligarquía privatizadora más autoritaria, los asesinos y genocidas de hace 40 años, hoy asesinos de la verdad, la memoria y la justicia. Ganó la bala que no salió: la amenaza, el relato de los loquitos sueltos (para representación: un “gran loco suelto”) y sus perpetradores (aún gozando de impunidad). Ganó la conspiración del odio y la hostigación sistemática. Ganaron los dueños de la Argentina, la patria empresaria, los dinosaurios disfrazados.
Han sabido capitalizar –nunca mejor dicho– políticamente los malestares sin canalizar, por medio de una alternativa abstracta y fascistizante. El nihilismo también tiene sus razones: la desesperación cotidiana ante una realidad material devastadora, absurda y delirante, sometida a la inflación y a la presión financiera internacional. Desde hace ya demasiados años que el país vive en un clima de saturación y de hartazgo, de desosiego y angustia fruto de la polarización del debate político-mediático en disonancia con una permanente recaída en una realidad siempre envuelta en la espiral de la deuda y la inflación. Si intentásemos describir sin análisis el paisaje social de un país con 142% de inflación anual, tendríamos un identikit de la personalidad de este señor: des-regulada, absurda, inmanejable, profundamente insegura, violenta, imprevisible. Ante esa realidad delirante, el 56% votó a un ejemplar del mismo género y equipo. Como para expiar, quizá, sus frustraciones o sus culpas en la desvergüenza encarnada en este humillador y humillante personaje.
El triunfo de LLA está correlacionada con la crisis del peronismo (su falta de liderazgo y de auto-crítica) y la frustración con el (des-)gobierno de Alberto Fernández. La mayoría no quiso “resistir” con un voto, más bien todo lo contrario. Probablemente, el razonamiento o el sentir de muchos fue algo como: “no importa que el tipo sea incapaz, si los que gobernaron o gobiernan son incapaces de solucionar la economía, la inseguridad y el sufrimiento”. La incoherencia y la incompetencia de la LLA fue preferida respecto a la impotencia de UxP. La impotencia del supuesto campo progresista de dar respuestas y soluciones progresistas, en materia de distribución del ingreso especialmente. Es comprensible. La falacia por las palabras de Milei fue preferida respecto a la falacia por los hechos del gobierno. Son de algún modo sinrazones con razón lo que llevó a la victoria a Milei.
Aunque muchos intentamos decir que se trataba de defender la democracia ante el fascismo, la percepción de Massa para muchos fue más bien la de un político luchando contra fantasmas, queriendo representar (¿demasiado tarde?) “el fin de la grieta” y el fin de la inflación. El espectro Milei (un personaje de ficción en sí mismo) ha acabado siendo, por su parte, quien ha dislocado y re-ordenado el mapa político, asumiendo el polo de una nueva y mucho más peligrosa grieta, la que se da en términos estrictamente democráticos.
En este contexto de polarización y despolitización paralelas, ganó la farsa. La careta. Así como desplegaron su plan de tergiversación y manipulación de la historia, lo mismo hacen con el acervo musical del país: los referentes escogidos para sonar el 19 en el búnker de Milei fueron “Sobran políticos” de Arbolito, “Se viene el estallido” de Bersuit, así como canciones de Los Redondos, Sumo, Divididos y Charly García. El uso demagógico de la apropiación opera una suerte de inversión de signo del espírtiu del 2001, ahora apático y despolitizado, sin calles ni rebelión: un “que se vayan todos” repetido “como farsa” en su forma y su contenido.
No le hizo falta a Milei una estructura articulada y sólida de bases militantes, tampoco apelar a un sujeto colectivo propio. Prescindió hasta de muchos elementos nacionales característicos de la política argentina y transversales como la bandera, a la que substituyeron por una propia. Le bastó articular la bronca en una fantasía muy primaria, “eugenésica”, si se quiere, algo como el “tiro de gracia” al animal para que deje de sufrir, reabsorbiendo la idea de que peor no se puede estar, de haber tocado fondo. (Aunque sea en sí mismo una muestra de todo lo contrario).
Hasta qué punto se verán pulverizados los salarios, atacadas y represaliadas las disidentes, hasta qué punto privatizadas la educación y la sanidad pública, eliminados los derechos democráticos alcanzados, dejando de lado e1 el shock regresivo de la dolarización si se produce, no lo sabemos. Tampoco hasta qué punto pueden llegar con el auspicio del gobierno las intimidaciones fascistas ya en proceso con sus grupos militantes. Pasaremos del ajuste al plan de choque sin paliativos, a la ofensiva contra les desposeídes en todos los órdenes.
Ganó, sobre todo, el escenario más desfavorable posible para batallar por la igualdad, la justicia y la democracia. Va a ser necesario no sólo remar sino rearmarse.
Martín Grinberg Faigón es poeta y docente.
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