Leo los principales medios de la prensa hegemónica en la Argentina por necesidad. Es tarea ineludible de mi labor como analista político. Bien sé que son pocas las informaciones verídicas y relevantes que obtendré de esas fuentes. La razón: no son expresiones del periodismo sino dispositivos que de modo incesante fraguan operaciones de todo tipo […]
Leo los principales medios de la prensa hegemónica en la Argentina por necesidad. Es tarea ineludible de mi labor como analista político. Bien sé que son pocas las informaciones verídicas y relevantes que obtendré de esas fuentes. La razón: no son expresiones del periodismo sino dispositivos que de modo incesante fraguan operaciones de todo tipo para reforzar la primacía de los grandes intereses corporativos nacionales y extranjeros, de los cuales no sólo son voceros y operadores sino que también forman parte y tienen intereses que proteger. Esta inserción de los grandes medios en el corazón de la clase dominante explica las razones por las que a través de su prensa escrita, radial o televisiva muy rara vez podremos conocer la verdad.
A diferencia del periodismo -que languidece y sobrevive con inauditos esfuerzos en el capitalismo contemporáneo- la función de los medios concentrados no es informar objetivamente sino mentir, crear un mundo paralelo, escamotear las noticias inconvenientes para el gobierno y las clases dominantes, satanizar sin pausa a los liderazgos y las fuerzas políticas contestatarias, suprimir las voces disidentes o, de no ser tal cosa posible, acosarlas hasta tornarlas inaudibles. Pero bucear en sus mentiras es una vía para identificar sus intereses y sus planes. La historia confirmó la amarga premonición de Gilbert K. Chesterton cuando en el fragor de la Primera Guerra Mundial dijo que «los periódicos comenzaron a existir para decir la verdad y hoy existen para impedir que la verdad se diga.» El caso de la Argentina se ajusta como anillo al dedo a su vaticinio.
En este terreno los nefastos «logros» del gobierno de Mauricio Macri no tienen precedentes en el período democrático inaugurado el 10 de diciembre de 1983. En la actualidad el control ejercido sobre los medios de comunicación es casi total, propio de un híbrido político que todavía combina algunos pocos rasgos de la democracia con un número creciente de otros propios de las dictaduras. De ahí que la caracterización más apropiada que le cuadra al régimen macrista sea la de «democradura.» El «Ministerio de la Verdad» concebido por George Orwell en su célebre novela 1984 irrumpió con fuerza en la Argentina. Como aquél, la principal tarea de los medios hegemónicos es la propagación de «posverdades» y «plusmentiras» cuyo único objetivo es impedir que el público acceda a información verídica y conozca lo que está ocurriendo. Por eso la mezcla de iracundia y repugnancia que genera la mera lectura de esos vulgares pasquines en donde -especialmente en sus ediciones de fin de semana- la falsedad y el engaño están a la orden del día.
Este fin de semana en la sección de las noticias nacionales, por ejemplo, sólo existe el tema de la corrupción de la época kirchnerista. La sistemática destrucción del Estado de Derecho que ha venido padeciendo este país desde la llegada de Macri a la Casa Rosada es completamente soslayada por los propagandistas de la derecha que se arrogan el inmerecido título de «prensa independiente». En este país ya no hacen falta pruebas para ser enviado a prisión; basta, como en el infausto caso del Brasil, que un juez tenga la «convicción» -repito, la «convicción» no las pruebas- de que Lula es culpable para enviarlo a la cárcel.
En la Argentina, el ex ministro Julio de Vido o Milagro Sala están en prisión sin que haya sentencia firme que así lo determine pero el juez que interviene en la causa está convencido de que son culpables y las dicta la prisión. El ex vicepresidente Amado Boudou fue condenado en una farsa judicial pese a que todas las evidencias del caso desmentían la acusación. En su caso del debido proceso no quedaron ni rastros. Lo mismo ocurrió en Ecuador con el ex vicepresidente Jorge Glas, perseguido con saña por un traidor que ya descendió a las ciénagas de la historia latinoamericana. Un rasgo común que hermana a las «democraduras pos-progresistas» de Argentina, Brasil y Ecuador es la elevación de la venganza y el escarmiento al rango de principios cardinales del nuevo orden jurídico-institucional.
En la lúgubre atmósfera de estos regímenes el derecho arroja por la borda cualquier atisbo de garantismo o debido proceso e involuciona hasta la época del absolutismo dinástico europeo, anterior a la Revolución Francesa; o de la Santa Inquisición, con la complicidad de los custodios de los valores republicanos llamados a un indigno silencio. En el caso de los cuadernos «Gloria» insólitamente arrojados a las llamas por su redactor -un inverosímil chofer que escribe como Vargas Llosa pero habla como un barrabrava y cuyos minuciosos recuerdos sólo son comparables a los prodigios que Borges le atribuía a «Funes el memorioso»- ¿no equivale ese arranque de piromanía a la destrucción de pruebas? ¿No está eso penado por la ley? Porque sin poder peritar esos cuadernos que supuestamente probarían la corrupción del kirchnerismo, ¿cómo saber si fueron escritos a lo largo de tantos años por quien dice ser su autor o encomendados de apuro a algún escriba para que terminara su tarea en vísperas del año electoral? Otra duda: mi caligrafía ha ido variando con el tiempo. No escribo exactamente igual hoy que hace diez años. Además, también cambia en función de las condiciones que rodean el acto de escribir, la comodidad con que puedo hacerlo, el lugar, y las emociones que atraviesan mi persona sobre todo si estoy a punto de revelar cuestiones como las que allí se denuncian. Los cuadernos del meticuloso Oscar Centeno, mejor dicho, las fotocopias, parecen escritas por un inmutable copista medieval cuya vida transcurre en un etéreo monasterio aislado del mundo y sus circunstancias.
Pero estos son detalles menores, infundadas sospechas que la prensa hegemónica pasa alegremente por alto para barrerlas bajo la alfombra, lo mismo que el ilegal encarcelamiento y permanente hostigamiento a que es sometida Milagro Sala aun cuando su situación provoque el repudio de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Por supuesto, si se demostrase fehacientemente que los arriba nombrados incurrieron en un delito y fueron condenados en un juicio ajustado al debido proceso -cosa que hasta ahora no ha ocurrido- nadie en la izquierda saldría en defensa de los corruptos.
La corrupción es estructural, tolerada y aprobada en los gobiernos de derecha. ¿Qué otra cosa es el cruento despojo de millones de hectáreas a los pueblos originarios en el siglo diecinueve o los fabulosos negociados con la deuda externa y las exorbitantes comisiones bancarias pagadas por el gobierno de Macri, para hablar sólo del caso argentino? Pero no acontece lo mismo con los gobiernos y las fuerzas de izquierda, para los cuales la corrupción significa la malversación y posterior frustración de un proyecto revolucionario, razón por la cual la intransigencia ante la misma es absoluta. En los regímenes «pos-progresistas» lo que impera no es la justicia sino la venganza, la persecución política, el escarmiento. En su soberbia y rusticidad intelectual los actuales gobernantes y sus lenguaraces se dan el lujo de ignorar una grave enseñanza de la historia: más pronto que tarde, la monstruosidad jurídica que han creado se volverá en su contra y el derecho a un debido proceso que hoy le niegan a sus adversarios muy probablemente también les sea negado a ellos. Macri y los suyos también tendrán que desfilar por años por los pasillos de Comodoro Py.
Pero hay más. Los medios hegemónicos no sólo justifican el avasallamiento de la justicia sino que se hunden en la infamia y el escándalo al silenciar por completo el tema de los «aportantes truchos». Para quienes no están familiarizados con lo que ocurre en la política argentina se trata de personas pobres o indigentes, beneficiarios de programas sociales del gobierno, cuyos nombres fueron sustraídos de los listados de distintas oficinas gubernamentales para convertirlos en espléndidos donantes de dinero para la campaña del macrismo, en montos inalcanzables para ellos, con el objeto de ocultar contribuciones ilegales recibida por la alianza Cambiemos. Este escándalo salpica desde el presidente para abajo, pasando sobre todo por la gobernadora María Eugenia Vidal y las principales figuras del macrismo. Pese a las flagrantes pruebas de lo que ha dado en llamarse el «Vidalgate», la justicia argentina no dispuso la realización de allanamientos ni llamados a declaraciones indagatorias a los incursos en ese delito, como sí ocurrió en los casos en que los acusados pertenecían al anterior gobierno. Los graves delitos cometidos en el caso de los «aportantes truchos», que incluyen desde fraude, evasión fiscal y lavado de dinero, son arteramente ocultados por los medios. Lo mismo ocurre con la completa desaparición del espectro noticioso del estallido de una garrafa de gas que causó las muertes de la Vicedirectora y un portero de una escuela en una barriada popular de Moreno, ocasionadas por la criminal desidia del gobierno de la provincia de Buenos Aires que había sido repetidamente advertido del problema.
Tampoco comentan esos diarios el papelón internacional causado por la celebración sin tapujos del rechazo del Senado a la ley de la interrupción voluntaria del embarazo manifestado por la inimputable Vicepresidenta de la Argentina, Gabriela Michetti, y María E. Vidal, en acelerada metamorfosis de Heidi a Maléfica. De estos temas los medios concentrados no hablan, como tampoco lo hacen de los Panamá Papers que involucra a prominentes figuras del gobierno, comenzando por el presidente; o del «affaire» del Correo Central y el resarcimiento exigido por el Grupo Macri y tantos otros asuntos más que esa prensa que se declara «seria, independiente, objetiva» tendría que mantener bajo constante escrutinio día a día si quisiera honrar la noble profesión del periodismo.
En suma: la progresiva disolución del Estado de Derecho requiere de una prensa degradada y prostituida, cuya misión no es informar a la ciudadanía sino manipularla, engañarla y embrutecerla con mentiras y un verdadero tsunami de fake news. La división del trabajo es muy clara: la prensa se encarga de linchar mediáticamente a los indeseables y de preparar un clima de opinión adverso a esos personajes. Luego de ello el poder judicial dicta la prisión preventiva de los acusados, mientras da por bueno lo establecido en los medios, comienza a acopiar las pruebas y pone en marcha el proceso legal. El principio de que alguien es inocente hasta que se pruebe lo contrario pasó a mejor vida. La prensa se encarga de demonizar o de encubrir, según el caso. Por eso la labor de este analista político que debe sumergirse día tras día en esa cloaca maloliente se ha transformado en un trabajo insalubre que provoca indignación y repugnancia moral. Pero el esfuerzo se justifica porque permite comprender la naturaleza maligna e insanable de los gobiernos que vinieron a redimir a nuestros países de los males de la izquierda o el progresismo.
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