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Hablar de la época

Fuentes: Rebelión

Hace pocos días me tocó participar en un encuentro  entre escritores y psicoanalistas para debatir sobre el tema de la época, la actualidad y lo político. Antes de entrar en la cuestión conceptual, decidí escribir algo de manera espontánea, bajo la forma de un monólogo interior, que tal vez no interesara a la audiencia pero […]

Hace pocos días me tocó participar en un encuentro  entre escritores y psicoanalistas para debatir sobre el tema de la época, la actualidad y lo político. Antes de entrar en la cuestión conceptual, decidí escribir algo de manera espontánea, bajo la forma de un monólogo interior, que tal vez no interesara a la audiencia pero que me permitiera situarme en el tema. Como tantas veces me ocurre, lo contingente se me volvió fundamental. Este es el texto.

Los que nacimos en aquella Argentina de los cincuenta y pico solemos recordar la turbación que aquel nombre nos producía.

Allá por los sesenta, en el patio de la casa familiar de Villa Ortúzar, podía ser yo o cualquiera de mis hermanos quien tuviera que cumplir la prenda de gritar aquel nombre y escapar antes de que el castigo sobreviniera. El nombre prohibido tenía dos sílabas (Pe-rón), y en la escuela cobraba estatura trágica: «el tirano prófugo». Nos enseñaron que el Padre de la Patria murió en el exilio, y por eso tal vez crecimos recreando un mítico y afrancesado Edén, lugar enigmático si los había donde recalaban los héroes.

Nuestros padres, veinteañeros aún cuando Auschwitz y Octubre del 45, preocupados por estrenar las vestiduras almidonadas de la recién nacida clase media, atónitos entre la resaca de la pobreza de sus padres y la vertiginosa movilidad social del peronismo, construyeron una urgente biblioteca. Allí estaban: los Estudios de Psicología de Aníbal Ponce junto a los discursos de Alfredo Palacios, La edad de la razón de Sastre junto a Los dueños de la tierra de David Viñas, El matrimonio perfecto de Van de Velde junto a Escuela para padres de Florencio Escardó. Y en el revistero cuidadosamente barnizado: Novedades de la Unión Soviética junto a Selecciones del Readers·Digest, El hogar junto a Vea y Lea, Claudia junto al Suplemento cultural de La Prensa.

Occidente estallaba en los sesenta de contradicciones; la biblioteca era un santuario donde buscar respuestas tranquilizadoras. ¿Pero qué biblioteca podía preparar a nuestros padres para los setenta? ¿Qué libro iba en su ayuda cuando nosotros, hijos desconcertantes, hacíamos cuentas  y anunciábamos que el Che, con veinte años más que nosotros, ya estaba maduro para la muerte? ¿Qué escuela para padres les advertía sobre Zabriskie Point?

Y nosotros, amparados más en la época que en nuestros padres, mezclamos Sui Generis con Vivaldi, mezclamos la clase obrera con la clase media, mezclamos la Revolución con Perón. Nos mezclamos entusiastamente para contrarrestar los años de desmezcla afanosa de ellos: vencedores y vencidos, clase media y haraganes, progreso y barbarie.

Declinamos al padre vencido en una serie bizarra y habilitante: Perón vuelve (con López Rega), Padre, aparta de mí este cáliz (estética sacrificial), Padre Tosco, Padre Fidel, Juventudpresenteperónperónomuerte. Extenuamos y estallamos la serie hasta que no hubo más padre capaz de protegernos, hasta que no hubo más Padre. Hasta el veinticuatro de marzo del setenta y seis.

Se dijo que la entrada de las ideas de Lacan en nuestro país alejó a muchos jóvenes de la política militante y que incluso les salvó la vida. Tengo una opinión más humilde: entramos a los textos de Lacan con el entusiasmo de los ideales, cuando habilitan y no inhiben, cuando hacen fraternidad y no masa. Entramos con entusiasmo. Las siglas nos ayudaban: FAP era Fuerzas Armadas Peronistas y también Federación Argentina de Psiquiatras; de IPA y APA pasamos ágilmente a Documento y Plataforma: ¿era Emilio Rodrigué quien, desde la pantalla, nos dedicaba un guiño de complicidad cuando miraba hacia fuera, cuando se avergonzaba en Heroína de su burguesa inmovilidad?; ¿no decíamos entonces que el único riesgo era adaptarse al sistema?  Entonces, finalmente, el Psicoanálisis y la Revolución no eran términos antagónicos. Era posible preguntarse por el rol del psicólogo en la sociedad, era posible hacer de la teoría psicoanalítica una práctica al servicio de la liberación nacional e individual. Entonces, finalmente, el Psicoanálisis era un padre de nombres.

Oscar Masotta  se volvió una figura épica. De una belleza que lastimaba, al estilo Belmondo, de una inteligencia fértil y subyugante, de una vida intensa y poética, compatible con un héroe de Godard, se convirtió para nosotros en alguien que podía referirse a las ideas de Lacan con la misma gracia con la que hablaba de Arlt y del pop-art. Uno de los nuestros, ¡al fin! Casi un incestuoso hermano mayor que tenía la estatura existencial necesaria.

Y como si ésto no fuera suficiente, Nanina de Germán García y El frasquito de Luis Gusman nos fascinaban: estar en el Psicoanálisis no era ya pedir UPA a la IPA o a la APA, era estar en el camino, era poner al padre en un frasquito, era santificar a una perra madre.

El parricidio, por fin, era benéfico y prometedor, y además teníamos en Buenos Aires al bar La Paz casi como un lugar de culto. Ser culto era un lugar.

Antes del veinticuatro de marzo de mil novecientos setenta y seis creíamos haberlo logrado. Creíamos, entonces.

«Hay muy pocas personas que se percatan de hasta qué punto la palabra humana nos llega del pasado por etapas sucesivas, a tropezones, podrida de malentendidos roída de omisiones y con añadidos incrustados». Esta frase de Margarite Yourcenar me resuena siempre que algo del paso del tiempo me conmueve.

Hace ya veintisiete años, en agosto del 83, en la editorial del número uno de la Revista de Psicoanálisis Conjetural, Jorge Jinkis celebraba el nacimiento de un nuevo «artificio del deseo para conjeturar un estilo». Su pregunta iba al corazón de una época: «¿Cómo desaprovechar en nuestro tiempo una de las pocas prácticas de discurso en que la palabra es todavía la medida del hombre, y que no exige, al contrario, excluye, la transmisión dogmática de la información?»

Epoca y paternidad. Si Masotta llamaba a considerar la función del padre como aquella de la que depende toda la teoría psicoanalítica, ¿no sería porque hacía de su época un registro genealógico, en el sentido de una «afiliación», en el sentido de no desestimar la filiación teórica, pero también de «tomar partido» en el campo de la teoría del Psicoanálisis?

En 1970 aparece en nuestro país  «Introducción a la lectura de Jacques Lacan» de Oscar Masotta. Leemos: «Todo aquí es diferencia. Un autor sospechoso que escribe sobre temas del psicoanálisis sin ser un psicoanalista, un libro escrito en el español del Río de la Plata y que no intercambia casi una palabra en común con otros libros sobre el tema escritos en el mismo español, un libro que repite y transforma el texto de un autor europeo sin dejar de avisar al lector que ahí donde repite tal vez traiciona y que ahí donde transforma no es sino porque quiere repetir».

Nuestra generación: entre traiciones que se repiten, repeticiones que traicionan impotencias y escrituras nuevas en lo político a las que sería bueno atender.

Isabel Steinberg nació en Buenos Aires en 1954. Es psicoanalista. Varios de sus artículos y reseñas han aparecido en diversos medios de su país. Se desempeñó como docente en la Universidad de Buenos Aires, en la Universidad Nacional de Rosario y en el ámbito de los Derechos Humanos. Su libro «El malestar y la traición» (Paradiso,1995) reúne una serie de ensayos en torno a la relación entre la teoría psicoanalítica, la filosofía y el arte. Sus últimos escritos se interesan por la los vínculos entre la política y la subjetividad de la época.

Artículo aparecido en la revista Amsterdam Sur digital 7.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.