La dispersión del heterogéneo universo no kirchnerista parece consolidarse. El peso de las viejas subculturas y las supuestas demandas del presente.
Quien aceptara el diagnóstico mediático-político sobre nuestra realidad, no podría dejar de asombrarse por el mapa preelectoral al que asistimos. Las oscuras narrativas sobre un giro al autoritarismo, la corrupción generalizada y el contundente fracaso del Gobierno deberían abrir paso (¡por fin!) a la férrea unidad opositora; algo así como un frente democrático antifascista a la manera de la década del cuarenta del siglo pasado. Los principales líderes de la oposición han asumido como propio ese libreto elaborado en oficinas ajenas: son los más poderosos grupos económicos los que lo producen y son las redacciones de los grandes medios los que lo transforman en «información independiente» y le dan masiva circulación.
Sin embargo, no habrá un gran frente opositor y, si no se resuelven las múltiples querellas internas actuales, la dispersión podría ser aún mayor que la registrada en las últimas presidenciales. Un aspecto pintoresco es la aparición de sociedades interpersonales como la de Elisa Carrió y Fernando Solanas y la de Alfonso Prat Gay y Victoria Donda: esos «frentes políticos» tienen más bien la apariencia de castings electorales orientados a la elaboración de boletas más taquilleras en un micromundo como el de la ciudad capital, siempre muy receptivo a la novedad y a la creatividad política. Paradójicamente, la oposición presenta el caso de acuerdos pequeños que profundizan la dispersión general.
¿Cómo se explica esa combinación de climas apocalípticos que cortan en dos a la sociedad argentina y decisiones electorales mayormente orientadas a preservar el propio terreno? Se argumenta insistentemente a favor del peso de las vanidades personales; tal «hipótesis» es tan obvia como inservible: cualquier supuesta investigación demostraría seguramente esa falta de generosidad pero no podría explicar cómo y por qué tal conducta se abre paso en el interior de una determinada fuerza política. El otro gran recurso analítico es la falta de grandes candidatos capaces de distanciarse del pelotón y atraer al conjunto de los ciudadanos adversos al Gobierno. También en este caso queda flotando la pregunta por las razones de tal ausencia.
Una pista posible para seguir el rastro de la fragmentación opositora podría ser la contradicción entre el peso de viejas subculturas políticas y las supuestas demandas de la dialéctica política actual. La persistencia de esas añejas matrices político-culturales juega, en nuestro caso, un ambiguo papel: dificulta la captación de importantes sectores sociales por la política oficial y, a la vez, obstaculiza la unidad opositora. Por un lado, la dinámica política principal gira en torno al conflicto kirchnerismo-antikirchnerismo, que claramente no equivale a peronismo-antiperonismo si reconocemos que uno de los principales desafíos que enfrenta el Gobierno proviene de las propias filas históricas del peronismo. En esa dialéctica confrontativa hay un claro contraste entre uno y otro de sus polos: el kirchnerismo es una experiencia política concreta, es un repertorio discursivo, un esquema de conducción, una previsibilidad relativa de lo que puede hacerse desde el gobierno. Es decir, el kirchnerismo es una verdad efectiva y eso genera una unidad, internamente heterogénea pero políticamente operativa. En el hemisferio antikirchnerista, las cosas son marcadamente diferentes. Ahí conviven distintas tradiciones políticas, muchas de ellas históricamente confrontadas, que además no se reconocen en un mínimo horizonte común. Todo esto parece a primera vista una exageración del peso de las identidades políticas en tiempos de video-política, marketing electoral y otras bellezas de la posmodernidad. Sin embargo, esta mirada desde una supuesta «democracia sin partidos» y desde el paradigma de una sociedad atomizada, sin historia y sin herencia termina constituyendo una imagen que no puede explicar el funcionamiento de la política realmente existente, la que sigue viviendo también afuera de los sets televisivos.
Lo cierto es que la Unión Cívica Radical no puede o no quiere dar el paso de fundirse en un frente con la derecha macrista. La convención bonaerense del partido lo ha puesto negro sobre blanco en un reciente documento en el que dice que el radicalismo no propone salir del kirchnerismo para volver al neoliberalismo. Es muy probable que no sean pocos los simpatizantes radicales que no acuerden y que ni siquiera sigan esta orientación. Pero el hecho queda: hay un partido; es decir, una manera de contar la historia nacional y hay una estructura mediadora entre el mercado de potenciales votantes radicales y la decisión política con pretensión colectiva. El socialismo tampoco está dispuesto a acercarse al macrismo y muchos sectores del FAP reniegan incluso del acercamiento al radicalismo: uno de los más relevantes recusadores de ese acercamiento es, curiosamente, el ex dirigente radical Dante Caputo. Todo el espacio de la centroizquierda antikirchnerista está atravesado por la tensión entre su definición general contra el Gobierno y la amplitud del arco de alianzas que esa definición habilitaría. La disidencia peronista, por su lado, sabe que dejará de ser tal, una vez que se subsuma en la derecha macrista.
Aun con una enorme presión del establishment contra las resistencias orgánicas a la unidad, la división se ha mantenido. La sombra de la experiencia de la Alianza tiene un peso no menor y nada artificial en este estado de cosas: los argentinos ya hicimos la experiencia de una unidad meramente negativa que a la falta de proyecto propio terminaría uniendo un grado alarmante de inoperancia política. Esta persistencia de viejas pertenencias políticas y su capacidad de resistencia a las lógicas impuestas desde el establishment a través de los grandes medios siguen siendo un rasgo específico distintivo de la política argentina que la diferencian de experiencias como las de Bolivia, Venezuela y Ecuador en las que las tempestades que desató el neoliberalismo barrieron con la escena político-partidaria anterior. El surgimiento de un «Capriles argentino» demandaría un paralelo terremoto en el sistema político argentino en el que las agencias de formación de opinión pública pudieran arrasar con la memoria política que hoy se mantiene viva y desarmar definitivamente las estructuras partidarias que, sin el brillo de otras épocas, existen y actúan. Las marchas de las cacerolas son, hasta aquí, el punto más alto de ese avance sobre el peso de identidades político-partidarias. Un famoso periodista y animador televisivo ha irrumpido desde afuera de la política formal como referencia principal de esa nueva escena política sobre la base de licuar discursivamente las diferencias políticas a favor de una gran cruzada moralizadora y republicana.
El futuro de esta aventura está por verse, pero todo indica que ese terremoto no habrá de producirse en este ciclo electoral, lo que equivale a afirmar que los tiempos de producción de una alternativa al kirchnerismo se acortarán considerablemente.