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El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente, reza el mil veces citado aforismo de Lord Acton. Dotados del inconmensurable poder que les confieren las prácticas citadas, los operadores de las redes no tardan en volverse legisladores, ejecutores y en última instancia, censores de sus usuarios. Así, instauran códigos arbitrarios y vetos contra determinadas organizaciones, personas o comunicaciones. Imaginemos una vez más que en los tradicionales servicios postales los operadores se atribuyeran el derecho de abrir y leer cada mensaje para bloquearlo en el caso de que no fuera compatible con sus propios criterios. Tal conducta abusiva sólo se permitía en casos excepcionales de investigaciones autorizadas por un órgano judicial o de medidas restrictivas de información estratégica durante una guerra. Los operadores de las redes se atribuyen el derecho de hacerlo por iniciativa propia, sobre cualquier contenido y en todo momento. Así, hemos visto borrados del ciberespacio mensajes de particulares, de organizaciones, e incluso del Presidente de Estados Unidos y del Presidente de Venezuela, Nicolás Maduro. No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero daría mi vida para defender su derecho a decirlo, afirmaba Voltaire. No estoy de acuerdo con lo que usted dice, por lo tanto usted no existe, sentencia el operador de internet. En un mundo informatizado, la exclusión de internet es el nuevo ostracismo; pero un destierro que no excluye de un solo país, sino del mundo.
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Las redes informáticas y sus operadores, como los capitalistas, transfieren así el control de un hecho económico al de un hecho político. Legislan, deciden sobre la aplicación de sus leyes y ejecutan por sí mismas las decisiones en un caso insólito de acumulación de poderes. Todo estaría perdido, decía Montesquieu, si en un solo hombre o una sola asamblea se reunieran el poder de dar las leyes, interpretarlas y ejecutarlas. Las Redes eligen gobiernos mediante el análisis de los Big Data, que permite enviar mensajes con Fake News personalizadas según los anhelos, los temores, las fobias de cada sector de la audiencia. Las Redes pretenden derrocar gobiernos mediante campañas de odio que no admiten respuesta. Las Redes convierten en mártires a todos los que las usan para su verdadero propósito, que es divulgar información. El exiliado perpetuo Edward Snowden, el perpetuo prisionero Julián Assange son evidencias y advertencias de ello. En el naciente mundo de las redes, esta insólita concentración de poderes es un hecho consumado, que deberán corregir futuras revoluciones.
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Todo control social deviene control político. Tendríamos reparos en formar parte de un país, de un club, de un partido, en el cual no tuviéramos voto para elegir a los dirigentes y orientar sus políticas. Pero somos súbditos de redes sociales y antisociales dirigidas por anónimos, sobre cuyas decisiones y operaciones no tenemos noticias ni derecho al reclamo, y que pretenden ejercer derechos totales sobre nuestros datos y nuestras creaciones. Por la cantidad de sus vasallos, exceden la de muchos de los Estados nacionales; por su alcance global, eluden la territorialidad que nos coloca bajo las policías y los tribunales de éstos.
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Sobre las redes e internet se ha instaurado un absolutismo infinitamente más irresponsable y perpetuo que el de las antiguas monarquías de derecho divino. Ha llegado el momento de que un nuevo Rousseau proclame la subversiva doctrina de que la Soberanía de las Redes reside siempre en el usuario; de que éste no puede cederla, transferirla ni convertirse voluntariamente en esclavo de sus operadores porque la locura no confiere derechos. De que un nuevo profeta verifique que la información tiende a concentrarse en un número cada vez menor de manos; que ha llegado el momento de que los desinformados expropien a los desinformadores y se declare la propiedad social sobre la comunicación. Desinformados del mundo, uníos: no tenéis nada que perder, salvo vuestra incomunicación.