La llamada «Tragedia de Once» podría ser un antes y un después del kirchnerismo. «Podría» porque en política todo depende de estrategias de unos y otros que van definiendo la forma en que se interpretan los hechos, las responsabilidades y se culpa o se absuelve a los gobernantes. Sin duda, están dadas todas las condiciones […]
La llamada «Tragedia de Once» podría ser un antes y un después del kirchnerismo. «Podría» porque en política todo depende de estrategias de unos y otros que van definiendo la forma en que se interpretan los hechos, las responsabilidades y se culpa o se absuelve a los gobernantes. Sin duda, están dadas todas las condiciones objetivas para que el gobierno tenga un alto costo, se verá si las subjetivas se alinean, y cómo juega la ausencia de oposición. Más allá de las razones puntuales por las cuales un tren con unos 1500 pasajeros no frenó a tiempo y se estrelló contra los andenes de la estación de Once, hay todo un sustrato que habla de la forma de hacer política del peronismo kirchnerista, y visibiliza que las rupturas con la «larga noche neoliberal» de los 90 no son tantas ni tan profundas como nos dice el relato nacional y popular.
Basta echarle un vistazo al prontuario de los Cirigliano, dueños del tren siniestrado, que dieron el gran salto de la mano de Carlos Menem y se consolidaron como capitalistas paraestatales con Néstor y Cristina Kirchner. Todos los informes de la propia Auditoría General de la Nación dejaron bien claro que la empresa no invertía lo que debía, ni en mejoras del servicio ni en seguridad, pero el procesado secretario de Transporte Ricardo Jaime -a quien al parecer los Cirigliano le hicieron algunos favores- hizo la vista gorda, y lo mismo al parecer ocurrió con sus sucesores, incluyendo al actual secretario, Schiavi, quien dijo que si el accidente hubiera sido un día feriado la tragedia hubiera sido sensiblemente menor (a lo que la ultraoficialista Hebe Bonafini respondió: «da vergüenza tener un fucnionario tan pelotudo»). El hecho que se tratara de un tren con más de medio siglo a cuestas, sin siquiera un velocímetro, aumentó sensiblemente el número de muertos y heridos. Todo ello pese a los multimillonarios subsidios que recibe la empresa, tan opacos como el ministro Julio de Vido que los entrega. Kirchnerismo y controles son absolutos antónimos.
No vale la comparación de Cristina: que ella entiende el dolor de los familiares de los muertos porque perdió a su esposo. Las condiciones no tienen nada que ver, y esos dichos suenan a uso político de su propio (largo) duelo. Tampoco parece muy alentadora la imagen de la Jefa de Estado gritándole a sus simpatizantes «Vamos por todo» mientras hablaba la alcaldesa socialista de Rosario en un acto por el día de la Bandera: no hace falta adherir a un institucionalismo extremo para reclamar que mejor sería escuchar a su anfitriona. Ya sabemos que el kirchnerismo siempre «va por todo», pero ya tiene casi todo.
Por eso el dirigente Luis D’ Elía pidió una perestroika dentro del propio kirchnerismo, para acabar con el neoliberalismo.
Poco después la presidenta defendió en el Congreso a la megaminería, que es resistida por numerosas movilizaciones locales en el noroeste argentino, por sus nocivos efectos socioambientales y porque el esquema de explotación es en exceso beneficioso para las transnacionales. Esa es otra grieta del discurso del progresismo kirchnerista: mientras en los programas de televisión proK se dice que el cianuro es inocuo la Unión Europea prohibió el uso de este químico en la explotación minera en su territorio. Ni hablar de las empresas, que como la canadiense Barrick Gold tienen un pasado y un presente igual de oscuro en Africa y América Latina (ver J. Rodríguez Pardo, Nueva Sociedad 237, www.nuso.org). Por todo esto, la ácida revista Barcelona se burlaba de que mientras se quiere recuperar unas islas -las Malvinas- en «el culo del mundo» se entregaba el norte argentino a las mineras multinacionales.
Todo esto confirma lo que ya se dijo miles de veces: no se puede construir un proyecto progresista con los métodos de la vieja política, sin una mínima reforma moral. No son pocos los avances en los últimos años, pero esos avances tienen como contrapeso las continuidades con el pasado. Y no se trata como creen muchos kirchneristas progres que todo eso es «lo que falta». Esas redes del capitalismo de amigos, las cajas para financiar ilegalmente la política, la impunidad de los funcionarios acusados de corrupción, la protección de jueces corruptos como el excéntrico Oyarbide a quien todas las causas sensibles le tocan por «sorteo»… son parte del «modelo», no solo efectos indeseados, porque así el kirchnerismo concibe la política, como «no hacerle asco a nada». Y para construir un país distinto es necesario sentir asco a muchísimas cosas que dan asco (como la corrupción policial que impide luchar contra la trata de personas).
Por suerte se abrieron algunas grietas en los medios K, aunque gran parte de la izquierda kirchnerista se atrincheró conservadoramente en defensa de la presidenta -lo que va en la dirección contraria a «profundizar el modelo». Muchos compañeros ya no leen la realidad sino lo que Clarín dice sobre la realidad; y los efectos son a menudo notables: si Clarín dice que la minería a cielo abierto es mala, debe ser buena. Como quienes creen que como El País dice que el régimen sirio es una dictadura, entonces debe ser una genial democracia popular antiimperialista…
Fuente: www.paginasiete.bo
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