Conversé ayer con Joan Botella i Corral, uno de los principales responsables del Consell Audiovisual de Catalunya (CAC), tan en el centro de tantas polémicas durante las últimas semanas. Persona apacible y sensata, estuve de acuerdo con él en no pocos puntos. Uno, clave, es que, si la concesión de licencias para la puesta en […]
Conversé ayer con Joan Botella i Corral, uno de los principales responsables del Consell Audiovisual de Catalunya (CAC), tan en el centro de tantas polémicas durante las últimas semanas. Persona apacible y sensata, estuve de acuerdo con él en no pocos puntos. Uno, clave, es que, si la concesión de licencias para la puesta en marcha de emisoras de radio y televisión es competencia de la Administración, a ella corresponde también vigilar que las empresas que han recibido el permiso correspondiente se atengan a las condiciones exigidas. Tampoco le negué que hay determinadas ocasiones en las que el organismo administrativo correspondiente -el CAC, en el caso de Cataluña- puede verse en la obligación de intervenir de manera cautelar, ante la imposibilidad de que los órganos de Justicia actúen a tiempo para evitar un determinado mal. Nos pusimos en la hipótesis de que un canal de televisión emitiera a media mañana una serie de contenidos aparatosamente racistas. O una campaña publicitaria extremadamente machista. (Otro contertulio, Mariano Ferrer, apuntó que para poner coto a eso ya están los tribunales. Y así debería ser, si la Justicia funcionara en España como es debido. Pero, con la lentitud que la caracteriza, es poco probable que actuara antes de que la serie de TV o la campaña publicitaria llegaran a su fin.)
En lo que no pude estar de acuerdo con Joan Botella de ningún modo fue en su empeño en que la Administración debe velar por la veracidad de la información. Porque la idea misma de «veracidad» arrastra con demasiada frecuencia demasiados elementos subjetivos. Él puso un ejemplo: «Si alguien dice que el Estatut obliga a los ciudadanos de Cataluña a hablar en catalán, miente. Porque no es verdad que lo haga». Le respondí que yo también considero que una afirmación como ésa no se ajusta a la verdad, pero que puede haber quien piense que el Estatut otorga a la lengua catalana un trato tan favorable que, en la práctica, la convierte en obligatoria. Con lo cual, si dice tal cosa, no cabe acusarle de estar mintiendo deliberadamente. Es su modo de ver la realidad. Como decía Groucho Marx: «Es una opinión. Una opinión imbécil, pero una opinión».
Acabada la conversación con Joan Botella, estuve repasando la prensa del día. Y me encontré con varios ejemplos ilustrativos. Este titular, por ejemplo: «El Gobierno destituirá al general de Sevilla por reprobar el Estatuto catalán». En rigor, es una información falsa. El Gobierno no pensó en destituirle -y no lo ha hecho- por reprobar el Estatut, sino por meterse a impartir doctrina política -aparatosa doctrina política- saltándose los límites de sus funciones.
Otro titular: «La segunda oportunidad de un maltratador». Y de subtítulo: «El preso que mató a su ex mujer en Palma había sido detenido por amenazar a una pareja anterior». Se trata de otra información errónea: el individuo fue detenido en tiempos por amenazar a una mujer (detenido, que no juzgado, ni condenado, que se sepa) pero, en todo caso, ahora no se encontraba en la cárcel por maltratador, sino por ladrón. Para que pudiera hablarse de «la segunda oportunidad de un maltratador», el homicida tendría que estar cumpliendo condena por malos tratos, no por robo.
Este tipo de informaciones equívocas es más nocivo todavía, porque incide en el tópico reaccionario según el cual Instituciones Penitenciaras concede permisos cada dos por tres a presos maltratadores. Y éste, desde luego, no es el caso.
He puesto este par de ejemplos tan sólo porque los tenía a mano. Cabría meter el bisturí con idéntico rigor en cualquier otro periódico, o en cualquier informativo de radio o de televisión. Otros podrían hacerlo, supongo, con lo que yo escribo. La veracidad y la falsedad tienen a menudo fronteras muy difusas. La realidad es interpretable.
Mi criterio general es que, cuantos menos organismos con capacidad de represión haya, mejor. Porque la experiencia demuestra que, por loables que sean las causas para las que son creados, a la larga siempre acaban sirviendo a los poderosos contra los débiles.