Recomiendo:
1

Privacidad, en aras del derecho al silencio

La intimidad en la cárcel del capitalismo

Fuentes: Rebelión

En estos neoliberales días, la exhibición de los sentimientos y la privacidad son moneda de cambio para el mejor postor. Si antes, aunque solo fuera en apariencia, el derecho a la intimidad parecía ofrecer alternativas a quien no era esclavo de los medios de comunicación de masas, ahora nadie está a salvo de ver cómo […]

En estos neoliberales días, la exhibición de los sentimientos y la privacidad son moneda de cambio para el mejor postor. Si antes, aunque solo fuera en apariencia, el derecho a la intimidad parecía ofrecer alternativas a quien no era esclavo de los medios de comunicación de masas, ahora nadie está a salvo de ver cómo se subasta su vida. La realidad que envuelve esta circunstancia, como tiende a ocurrir, es compleja. Por una parte los Estados nos han convencido de que tenemos que escoger entre el derecho a la privacidad e intimidad y la seguridad. Por otra, nos hemos acostumbrado a navegar en el mar de la trivialidad y, guiados por el timón de los prejuicios, abordamos barcos ajenos sin preocuparnos por los posibles náufragos. Incentivados por la violencia y la banalización de la vida social, ansiamos el morbo y, como manifestación del mal gusto, parece resultarnos atractiva cualquier cosa desagradable, por muy cruel que sea, siempre que se vincule a los demás. Se trata de la conocida práctica en la que todo vale total de juzgar a los demás, un hábito demasiado común en personas frustradas. Y de frustraciones, la estructura capitalista que subyace en nuestras narrativas personales es toda una experta. La competitividad neoliberal ha superado el ámbito de la economía para alcanzar cualquier aspecto de la vida actual. Desde la educación, los contravalores de un deporte competitivo sin cooperación y los mass media se promulga un individualismo acérrimo. Ya no se trata de ganar al contrario, sino de aplastarlo. La colaboración entre iguales por un bien común se ha convertido en el perverso aforismo «cuanto peor para uno, mejor para todos» o como dijo el «ilustre» cómico: «Cuanto peor mejor para todos y cuanto peor para todos mejor, mejor para mí el suyo beneficio político». (Nota aclararatoria: querido lector, si todavía sigue sin saber quién es dicho sujeto, no se asuste, algunos tampoco dicen reconocerlo, a pesar de firmar como M. Rajoy).

Más allá del galimatías que supone la retórica de nuestro Churchill particular, «que no es cosa menor», lo cierto es que la tendencia obsesiva o atracción por lo malsano en los demás, no deja de evidenciar cierto componente patológico que anida en la sociedad. Realidad que dice bastante de nuestros avances éticos y morales. Lógicamente, conforme a los postulados de los rectores del sistema, el juego de competitividad unívoco se aprende ya en los primeros años con el fin de que la otredad devenga en adversaria. Confinado a enemigo, la existencia de este comienza a preocuparnos solo desde el morbo, el néctar de las vidas vacías. En nuestra alienación generamos una satisfacción por la invasión de la intimidad, usada e instrumentalizada, cuando no generada por las empresas mediáticas que, centradas en conseguir audiencia y bajo un paraguas de información -desinformación- sensacionalista, acaban por silenciar las verdaderas noticias que permiten cuestionar y cuestionarse.

Así, conscientes de la patología que padece la sociedad, los medios utilizan la intimidad del otro en pos de una mayor audiencia. Igual que a sus espectadores, poco les importa lo que pueda pensar el afectado, su familia o seres queridos. ¡Todo con tal de entretener! De esta suerte, bajo la losa del morbo, el ruido acrítico se cuela en nuestras vidas. La prensa amarrilla, rosa y blanca se equiparan, copan los medios y anulan cualquier intento de publicaciones independientes que pretendan generar verdadera reflexión social. Así las cosas, no es de extrañar que Jean-François Revel -el que fuera filósofo y polemista político, escritor, periodista y miembro de la Academia francesa- apuntara que la televisión -hoy en día los mass media– era la violación de las multitudes.

Como es lógico, para acabar con esta lacra es necesario tomar medidas estructurales, a saber:

– Institucionales: Más allá del «deber ser» y de las disquisiciones respecto del rol que los medios de comunicación deben tomar en una sociedad, su función como informadores y formadores y la deontología mediática se encuentran empeñados exclusivamente en la tarea de entretener.

– Educativas: Los colegios, siempre ideologizados y politizados, suponen un espacio social privilegiado para generar una reflexión y una puesta en práctica de nuevos modelos que disten de la estructura cultural cimentada en el individualismo neoliberal.

– Personales: Cabe atender a la responsabilidad personal y evitar «consumir» medios en los que se juega con la «pornografía emocional y biográfica». Ciertamente, cuando los avances de uno se yerguen sobre el peso de los otros, es lógico que el siguiente paso se dirija hacia sus «territorios interiores». De igual modo, mientras se potencia el morbo y la exhibición de la intimidad, en aparente paradoja las tijeras de la censura se ensañan con la voz que incomoda. La dramatización con la que se comercia la información en los mass media no solo constituye el dietario de lo que tiene que consumir el espectador sino que obvia los problemas estructurales -esto es el conocimiento- e incita a su contrario, el desconocimiento. De esta suerte, bajo el mórbido espectáculo centrado en la vida de unos pocos, se promulga información narcótica. El Cuarto Poder se puede presentar entonces como un patio de amigotes de nula catadura moral, para los que los problemas sociales, motivos, causas y consecuencias dejan de ser rentables frente al morbo, el nuevo leitmotiv de los informativos ávidos de audiencia. Una tendencia perversa, la del efectismo, el clickbait cotidiano, que en última instancia nos incita a mercantilizar y cosificar a las personas.

Comencemos pues a concienciarnos y concienciar, educarnos y educar en la utilización – que no consumo- responsable de los medios, sin uso y abuso de la intimidad de las personas, para que el derecho a la vida privada no se pierda en la maraña contaminada de una ética, cada vez más entrecruzada y enredada en la privacidad de los demás. De lo contrario, a tenor de cómo se vende y compra «la información», tan solo nos queda conformarnos con valorar el silencio gratificante que subyace en los recovecos de nuestra identidad desconocida e insignificante y esperar a que no sea pronto cuando pase a ser un espacio más que invadir y juzgar.

 

José Antonio Mérida Donoso, profesor doctor, historiador y filólogo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.