Sirva de excusa el momento en el que estamos inmersos, donde llevamos meses cansados de escuchar a los líderes de los distintos partidos políticos decir lo que España se juega en las elecciones, intentándose ganar al electorado con numerosos datos, estadísticas, cifras… en diversas áreas que dibujan un sentido u otro dependiendo de quienes las digan
Todo ello ha ido construyendo una irrealidad, una gran falsedad. Un mundo que en nada se parece a lo que hay pero que juega, eso sí, con la emoción de ir haciendo grupo identitario en torno a unas siglas partidistas. Mentiras emotivas, que conforman posverdad, término acuñado por académicos de Oxford y definición muy parecida a la que recoge la propia RAE: “Fenómeno relativo o que denota circunstancias en las que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que las apelaciones a la emoción y a las creencias personales”.
No es menor la cuestión, pues es una manera de asumir que poco o nada importa la verdad (pobre Descartes) y entrar en ello cuando hablamos de política no sería menos o igual que reconocer que la política en esencia dejaría su esencia, pues… ¿o nos organizamos a través de realidades comunes y distintas ideologías o nos organizamos a través de meta-realidades identitarias ideologizadas y carácter impositivo? Insisto en la dimensión del asunto y es que la posverdad se ha convertido en una amenaza presente, para la propia democracia, sus instituciones y devenir incierto.
Además de plantear una evidente falla en el sistema, conformando virtuales para-sistemas “ad hoc” lejanos a toda potencial realidad y cercanos, muy cercanos a “mi manera de pensar”. Redundo en esto último, mi manera de pensar, pues con ello lo que importa es la máxima aun cuando esta puede ser una mentira, pues hace grupo, me representa y sobre todo me refuerza como individuo que solo busco mi felicidad. Parecidos razonables a los colores deportivos de tal o cual equipo y su consiguiente catarsis emocional.
Y… ¿cómo hacer política así? O lo que más nos debería preocupar ¿qué derivaciones-consecuencias podrían acarrear? Una democracia más que limitada, indispuesta que trata sobre todo de la simple dialéctica de “conmigo o contra mí” configuradora de una nueva era, la era del vacío, al dejar que los individuos se liberen de la necesidad de la verdad, la posverdad ha hecho que no se necesite de la realidad. Y lo que más nos debiera preocupar es la fragilización de la personalidad. Una desestabilización del yo que necesita de estímulos externos que lo motiven y donde la propia emoción se presenta como fin último y la búsqueda de ello hace que cualquier medio, incluso la mentira se convierta en una necesidad si ella produce la tan ansiada emotividad.
Es conveniente ahora retomar lo obvio y lo obvio pasa por acercarnos a la etimología del término democracia (poder de todos) quedándonos en concreto con el “demos” (todos). Y es que en esta nueva era el todos como ejercicio inclusivo pierde sentido y lo que necesita más bien es de los otros para mostrar efectividad, el conmigo o contra mí, señalado, hace del otro, de los otros, la exclusión como elemento fundamental que justifica, potencia y consolida una homogeneidad al uso. Donde lo que realmente interesa es defender nuestra realidad (léase, aunque sea mentira) contra su mentira (léase, aunque sea verdad).
Y ¿quiénes son los otros?, ya no solo los que opinen distinto, sino que en sí mismo la posverdad genera meta-realidades que me recuerdan a la fábula de La Fontaine Los animales con peste. Hablo de ello porque en dicha fábula se termina aceptando que los débiles son los culpables, del deterioro del sistema, es cierto que son también víctimas pero sobre todo son los responsables de sus males y fallas del sistema, ejemplo en sí mismo de mentira necesaria para fundamentar la justificación de supremacía de los unos sobre los otros. Y que posibilita que nos encontramos insensibilizados a sus implicaciones; afirmaciones escasamente clarividentes que albergan un ápice de veracidad, pero que realmente distan de la pura realidad, y lo que es todavía de mayor preocupación: se han convertido en algo corriente en nuestros líderes políticos y referentes de hoy como ejecutivos, grandes empresarios, reporteros políticos, así como un gran número de personas influyentes a fecha de hoy.
Hoy no se puede concebir el poder político, sin el uso de la mentira o, lo que es lo mismo, de la tergiversación de la información para construir una imagen desfigurada de la realidad. El “efecto Trump-político” es el ejemplo paradigmático de ello. Pero entonces… ¿dónde queda la honestidad profesional de los mass-medias y de sus profesionales? Allá por el 2015 el sociólogo Stuart Hall hablaba ya de “herramientas del poder” con el fin de establecer y manejar la agenda mediática y a su vez política. Lo que ha venido a suponer un cambio consustancial en la praxis periodística convertidos estos en meros transmisores de literales declaraciones interesadas y que tanto recuerdan a los sistemas comunicativos en los regímenes autoritarios. Creadores de emociones que ahora son consideradas como verdad, la única y veraz verdad.
Desde mi modesta opinión, la posverdad en política entra de lleno en la era de la des-comunicación. Y no me queda otra que tirar como esperanza de Michel Serres y sobremanera de su obra La pulgarcita, que representa una generación sumergida en una nueva dimensión de rápido acceso a la información, que no es sinónimo de conocimiento ni de sabiduría, una sociedad en línea a lo que venimos tratando, de banales convicciones y escasos fundamentos. Pero, con la potencial esperanza de que el sujeto se encuentra ante el dilema de que en una era de hiperinformación, Pulgarcita decide que actitud o papel quiere tomar el de pasajera (pasiva) o la de conductora (activa). Y ahí podría estar la diferencia.
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