Antonia Argota es petisa, morocha, peronista, matancera y acaba de contar que vivió 45 días con cinco policías (tres hombres, dos mujeres) dentro de la fábrica recuperada que hoy preside en Lomas del Mirador, a sólo tres cuadras de Ruta 3, y a menos de 10 minutos de Capital Federal. «¿45 días?», es la repregunta, […]
Antonia Argota es petisa, morocha, peronista, matancera y acaba de contar que vivió 45 días con cinco policías (tres hombres, dos mujeres) dentro de la fábrica recuperada que hoy preside en Lomas del Mirador, a sólo tres cuadras de Ruta 3, y a menos de 10 minutos de Capital Federal.
«¿45 días?», es la repregunta, tonta y asombrada.
«45 días», es la respuesta, concisa y sonriente.
Antonia deja un espacio al silencio. El grabador lo registra. Ella también: sonríe.
El silencio también se registra cuando se suben las escaleras que conducen a la enorme Cooperativa 10 de Noviembre -ex «Lanera El Mirador S.A.»-, adormecida durante las últimas semanas por una merma en la producción que detuvo las máquinas con las que esta empresa textil trabaja la fibra acrílica que después se exhibe en forma de bellos tejidos en hilanderías de la calle Corrientes. El silencio le duele a Antonia y al resto de los casi 20 integrantes de esta fábrica sin patrón del oeste del conurbano bonaerense: si no hay producción, tampoco hay dinero.
La cooperativa trabaja a fasón, es decir, para otras empresas que le proveen la materia prima y, luego, la comercializan. No tiene marca propia. Producen para Nube, que elabora hilados gruesos. Ese fue el motivo, explica Antonia, del parate: el traicionero invierno de la temporada 2015 les jugó una mala pasada, y los días primaverales acumularon un stock que aún no pudo venderse. «No pudieron sacar el material y nos cortaron el trabajo de una semana a la otra», dice la mujer. «Arrancamos de vuelta con algunos clientes que sabemos que trabajan hilado fino, pero de a poquito. Te traen 500 kilos, pasan dos o tres semanas, a veces un mes, y te vuelven a traer 500, porque quieren ver cómo va el panorama con el tema de las votaciones. Muchos especulan con eso».
Para tomar una idea de la magnitud: la fábrica estaba trabajando hasta 1800 kilos por semana, casi 8 mil al mes. «Con eso estaba a pleno. Inclusive trabajábamos algunos feriados, algunos domingos. Y cuando hubo mucho material ingresaron más personas. Llegamos a ser 23 compañeros. Pero vinieron temporadas malas y algunos buscaron irse». La gran deuda es la marca propia. ¿Por qué no? «Sale muy cara», dice Antonia. «Y si querés comprar de a 200 ó 300 kilos, no te traen. La compra tiene que ser mil kilos para arriba. Imposible: estamos hablando de 4,20 dólares el kilo». A 8000 kilos por mes, serían casi 34.000 dólares: 334.000 pesos mensuales.
Antonia suspira: «Hoy por hoy estamos así».
Los señores de traje
La cooperativa 10 de Noviembre reinició la producción en agosto de 2009 luego de dos años y medio. Lanera El Mirador cerró en 2007 sin presentar ningún drama económico. «No tenía problema, estaba lleno de material», recuerda Antonia. «Las máquinas estaban llenas de material. Se había acumulado y la semana anterior habían entrado varios fardos, grandes como esta mesa. Ni siquiera teníamos problemas de cobro. Éramos 50 personas trabajando a pleno».
Dice Antonia: «Todo comenzó por un problema interno».
El problema interno detonó tres años después del fallecimiento del dueño. El relato oscila entre su viuda, unos primos, y una serie de conflictos familiares que se desataron con el correr de las semanas, y que derivó en movimientos sospechosos dentro de la fábrica que los trabajadores fueron percibiendo de a poco. Antonia recuerda que la fotografía habitual de la empresa, con las máquinas encendidas, los hilos enganchados y las madejas listas para salir, se fue manchando con la visita de misteriosos hombres de traje que llegaban para mirar las maquinarias. Un día notaron que uno de esos hombres llevaba en el traje una etiqueta que decía Conotex. «¡Era la empresa de las máquinas!», recuerda hoy Antonia. «Yo pregunté por qué venían, y me respondieron que era porque la empresa había solicitado un préstamo y venían a verificarlas porque estaban como garantía. ¡Todo mentira! Venían porque se estaba por poner en venta la fábrica: la empresa iba a cerrar».
Cuarenta y cinco
La alarma se encendió. A la visita de los hombres de traje se sumaban rumores que otras compañeras habían escuchado en el sindicato. No dudaron un segundo: reunieron las pruebas que tenían hasta entonces y presentaron una denuncia formal en el Ministerio de Trabajo. La jugada fue estratégica porque fijó la postura de los trabajadores de cara a los futuros conflictos: querían mantener sus fuentes de empleo. El patrón, Juan Carlos Borrino, negó todas las acusaciones. Los trabajadores ya contaban con un abogado para asesorarse. Las audiencias fueron pasando una a una. Adriana Daquisto, 14 años en la fábrica, recuerda como si hubiera sido ayer las palabras del patrón en una de las jornadas en el Ministerio: «Esta empresa la abrí cuando yo quise y la voy a cerrar cuando yo quiera». Las tensiones iban en aumento.
El 9 de noviembre de 2007 -era viernes- tres muchachos fueron a la fábrica. Se presentaron como militantes de Polo Obrero (el movimiento piquetero del Partido Obrero) y pidieron hablar especialmente con Antonia Argota. Eran aproximadamente las 17:30. Antonia bajó y los miró. Nunca los había visto en su vida. Recuerda ese momento: «Me preguntaron si podíamos reunir a todos los compañeros que ingresaban al día siguiente por la mañana. Dijeron que el patrón, el día 10 de noviembre, a las 14:30 horas, iba a venir y a cambiar todas las cerraduras».
Acudieron al día siguiente ante el inesperado aviso. Se metieron. Esperaron. Pasaban los minutos. ¿Será verdad? ¿Será mentira? Eran las 14:29. «Exactamente a las 14:30 llegó el patrón con 10 ó 15 patrulleros, personal de seguridad privada y cinco cerrajeros». Todo un arsenal. Pero la fábrica estaba tomada. El patrón comenzó a gritar. Los policías pudieron desalojar a los trabajadores, pero no podían tocar a las mujeres. Quedaron tres adentro. Una de ellas era Antonia.
«¡Quedamos con cinco policías!», exclama Antonia. «Eran dos mujeres y tres hombres contra nosotras tres. Pero a la primera semana se bajó una: tenía un bebé de 7 meses. Abandona. A los días abandona la otra: tenía un chico chiquito. Quedé yo. 45 días. Y cinco policías».
45 días, sola, en una fábrica, con cinco policías.
Hoy Antonia Argota es la presidenta.
La ira
Subsistió más de un mes en el lugar donde había trabajado 25 años. La tenía clara: «Sabía que si salía, ya estaba: perdíamos toda la lucha». No se fue. Afuera, en la calle, sus compañeros habían montado una carpa esperando el momento para volver a entrar. Sumaron apoyo de otras cooperativas y fábricas, de vecinos, de organizaciones sociales. Armaron ollas populares. Antonia no se movía. «Un día se me acercó un señor policía, grande de edad, me agarró y me dijo si podía hablar con él. Me dijo que nunca me acercara a la puerta, porque había muchísima plata puesta para que me sacaran a la calle. Imaginate: ni me acercaba».
Antonia valora ese gesto. «Se hizo una convivencia», recuerda. «Trajeron una cafetera eléctrica para que tomemos café. Y una estufa, porque dormía arriba de un banco con frazadas que me dieron los vecinos. Otras veces nos alcanzaban fideos. Mis compañeros le daban a los policías la comida por una ventanita y ellos me la traían». Dice que los policías eran pagos: terminaban sus horarios de trabajo y llegaban porque hacían adicionales. «Nunca vino un fiscal con una orden de desalojo», comenta. «Nosotros siempre dijimos que estábamos resguardando nuestro lugar de trabajo y que estábamos cuidando las máquinas, que son nuestra garantía de cobro de sueldos adeudados».
Esa posición fue clave. «Legalmente también nos movimos bien», expresa. Sin embargo, fueron 45 días los que estuvo allí. «Es una cosa que vos no lo pensás», responde. «Son actos que nacen de adentro con la bronca, con la rabia. Imaginate: entré a esta empresa cuando tenía 16 años, soltera. Me casé trabajando en esta empresa, tuve mis hijas trabajando en esta empresa, tuve mi nieto trabajando en esta empresa. Era una historia de mi vida, familiar: todo lo que yo sé ahora y que puedo volcar al trabajo que hago lo aprendí estando en esta empresa. Era una madre soltera, separada, con dos hijas, que trabajaba sábado, domingo, feriado. Vivía acá, prácticamente».
Sigue Antonia: «En ese momento pensás en todo y no pensás en nada. Los años que trabajé acá no me los devolvía nadie. Y teníamos compañeras grandes. ¿A dónde íbamos a ir? ¿Por qué nos hacían esto? Es la ira tuya la que te hace defenderte y subsistir cada día. Vos te ponés más fuerte. Porque van pasando cosas, sí, pero no: yo tengo que seguir parada y con la bandera en mano».
Después de 45 días ingresaron todos los compañeros y compañeras.
Empezaba otra batalla que sigue hasta hoy.
El Gran Hermano
Ocuparon la fábrica durante dos años y medio. De 2007 hasta 2009 la producción estuvo parada. Dos años y medio sin trabajar ni ver un centavo. El impacto se sintió: de 50 trabajadores quedaron 12. Algunos quedaban haciendo guardia, otros salían a buscar trabajo. El fondo de desempleo ayudaba algo, pero tampoco mucho. «Muchos compañeros eran grandes, no los querían tomar en ningún lado», dice Andrea Daquisto. El camino fue durísimo. En el transcurso de la lucha, uno de los trabajadores (Rubén Palma) se enfermó. «Se fue agravando cada vez más mientras más se estiraba esto. Quedó inválido. Murió de un infarto».
En 2010 murió otro obrero: Hugo Cejas. «Salía a buscar trabajo y no lo querían tomar en ningún lado por la edad. Tenía 54 años», cuenta Antonia. «Eso le trajo conflictos con su pareja. Empezó a entrar en un estado depresivo. Lo ayudamos acompañándolo al médico, estando con él. Un día se fue y no regresó. Lo encontraron después de varias horas. Se ahorcó en su casa».
No fue fácil la supervivencia. Muchas de las trabajadoras dormían con sus hijos en la fábrica durante sus turnos. Los niños iban al colegio y al jardín desde la propia empresa. Se llevaban los guardapolvos, las mochilas, los útiles. «La vida estaba totalmente cambiada», sintetiza Josefina Argota, 16 años como obrera textil, que hacía guardias los fines de semana. «Mi nene en ese momento tuvo que hacer una historia para el colegio. Contó la historia de la cooperativa. Del comienzo. La maestra le preguntó si era real lo que había escrito. Le dijo que sí, que todo eso le había pasado a su mamá cuando cerró el patrón las puertas de la fábrica y ella se quedó sin su fuente de trabajo. Gracias a esa historia se llevó un 10».
Salían a buscar cartón, botellas. Los chicos acompañaban. «Para ellos era una experiencia de juego», dice Claudia Bellini, 5 años en la cooperativa, venía a acompañar a su madre. «Una no quería que pasaran por las cosas que pasamos nosotras, por eso decíamos: ‘Hagamos que sea para ellos un juego’. Así les explicamos el valor de las cosas y el sacrificio que una tuvo que hacer».
Argota: «La convivencia en ese tiempo fue como la casa de Gran Hermano». No bromea.
María Alejandra Gallo trabajó un año, se fue y volvió cuando se conformó la cooperativa. Tiene experiencia en la familia: su papá es uno de los trabajadores que recuperó Cristalerías San Justo, también en La Matanza. «¿Por qué apostar a esto? Porque era lo que hacías y sabías que funcionaba. Había mucho trabajo. Sí, está bien, había un patrón, pero las que trabajábamos éramos nosotras».
Daquisto: «Gracias a nosotras él tenía lo que tenía».
Gallo: «Lo más importante estaba, y era saber quién podía hacer el trabajo: nosotras. Fue una alegría enorme el día que nos pusieron la luz y cuando prendimos las máquinas para escuchar cómo andaban. Era una fiesta».
Argota: «Te revuelve muchas cosas. Cuando nos trajeron la primera materia prima después de dos años y medio, fue una alegría. Nos dio fuerza saber que estábamos en nuestra fuente de trabajo y que éramos nosotros los que íbamos a remar y a manejar esto entre todos los compañeros».
Bellini: «Por eso cuesta hacerles entender a los nuevos que entrar a la cooperativa que no van a hacer sólo su trabajo y allí va a terminar todo. A veces hay poco entusiamo, pero es porque no la luchó y no estuvo para aguantarla como estuvimos nosotras».
Argota: «Piensan, a veces, que como es una cooperativa y no hay patrón pueden hacer lo que quieren. Los horarios no lo respetan, porque piensan que nadie lo va a controlar».
Las mujeres están hablando de la disciplina de la autogestión.
Esa es otra batallas que siguen hasta hoy.
Una familia
La producción está detenida pero el trabajo no se detiene. Las goteras y las intensas lluvias de las últimas semanas empujaron a un grupo de trabajadores a arreglar el techo. Es en la terraza de la fábrica donde habla Ricardo Herrera, 31 años, 13 en la fábrica, hoy tesorero de la cooperativa: «El conflicto fue duro. Aguantamos y apostamos, primero, por los compañeros, y después siempre creí en la cooperativa, en que íbamos a salir adelante todos juntos. Y hoy seguimos luchando, pese a las épocas buenas y malas. Cuando arrancamos no sabíamos nada: sólo manejar una máquina. Y de ahí uno tenía que empezar a reunirse con clientes, con proveedores. Uno se apichona, pero es hasta aprender a pararse de igual a igual. Nosotros discutimos con grandes clientes que vienen con saco y corbata, pero nosotros, con nuestra ropa de trabajo, tenemos que hablarles de igual a igual».
Gustavo Matías Gómez, 23 años, hincha de Almirante Brown, explica que esa dignidad se construye día a día: «Cuesta hacerles entender a mis amigos qué es trabajar en una cooperativa. Piensan que es una de las creadas por el Estado. ‘Ustedes se rascan todo el día. Total, siempre les van a pagar'», me dicen. Más de una vez respondí: ‘Vení una semana seguida a mi trabajo, fijate el esfuerzo que hacemos para tener lo que tenemos y cobrar, no como vos, que por más que hagas o no tu producción, a fin de mes vas a tener tu plata’. Si nosotros no entregamos la producción en tiempo y forma, nos vamos a llevar menos a fin de mes. Por eso tenemos que tirar todos para el mismo lado».
Herrera: «No es que fuimos cooperativistas desde la cuna. Somos una empresa recuperada. El patrón nos empujó a esto. Ahí nos fuimos instruyendo y cambiando el pensamiento. Cuando estaba el patrón, venía y preguntaba las mismas cosas ocho veces. No me interesaba. Si algo se rompía, tampoco. Hoy uno cuida sus cosas como si fuera su casa. Y lo es: es nuestro segundo hogar».
Qué hacer
Antonia habla y detrás suyo, sobre la repisa de una biblioteca, reposan una foto con Néstor Kirchner y otra con Cristina Fernández. «Soy peronista desde la cuna. Mi familia es peronista de Perón y de Evita. Mi abuela me cuenta que mi abuelo estuvo preso cuando el peronismo estaba proscripto».
En medio del silencio de las maquinarias, cuenta que pocas veces tramitaron subsidios para la cooperativa. «Teníamos trabajo», dice. Este fue el año que más se movieron. El objetivo a mediano y largo plazo es tener materia prima propia y producir una marca autónoma. Hacia allí se enfocarán las próximas demandas de la fábrica. Aun así, la plata que sí pudieron recibir la invirtieron en los repuestos de las máquinas: «Son muy caros». Antonia subraya entonces dos instancias clave en la lucha de las empresas recuperadas: el antes y el después. El antes -clave, por supuesto- está signado por las batallas judiciales y policiales. Los 45 días de Antonia adentro y la carpa afuera se convierten así en una de las experiencias que condimentan la épica de un movimiento aún en formación. El después es el presente, que también implica el futuro, y conlleva nuevos aprendizajes cada día. Y dispara una pregunta: ¿cómo sostenemos la autogestión?
«Uno de los problemas que tenemos es a la hora de hacer trámites», responde Antonia para ejemplificar una de las dificultades actuales que atraviesan al sector. «Desde el Estado no pueden distinguir de las cooperativas creadas por el propio Estado que las que nacen dentro de la economía social. Somos empresas recuperadas, y cada vez que tenemos que tramitar algo debemos llevar la ley de expropiación para que entiendan que no recibimos un sueldo del gobierno, sino que nuestra plata sale de lo que trabajabamos mes a mes. Tampoco hay contadores ni abogados que sepan trabajar y entiendan sobre cooperativas de trabajo dentro de la economía social».
Antonia, en medio del doloroso silencio de las máquinas textiles, deja una enseñanza: «El sistema judicial y contable es uno solo. Y ahí hay que saber bien qué decir y qué hacer».
Esa es la batalla que sigue hasta hoy.
Fuente: http://www.lavaca.org/notas/cooperativa-10-de-noviembre/